RESUMEN publica un capítulo del libro "Las Otras Heridas: Extractivismo y 50 años de lucha socioambiental en Chile", trabajo lanzado en el marco de la conmemoración de los 50 años del golpe de Estado por el Observatorio Latinoamericano de Conflictos Ambientales - OLCA. En este capítulo, se busca sistematizar el andar de la conflictividad socioambiental identificando su origen en los pilares instaurados por la dictadura, el avance del empresariado y el progresivo empoderamiento de comunidades.Por Javier Arroyo Olea* y Lucio Cuenca Berger**
La conflictividad socioambiental(1) es un proceso sociopolítico que durante los últimos 30 años ha ido en auge, tanto en la utilización del término en diversos espacios de análisis, investigaciones y conversaciones como también posicionándose como una realidad cada vez más presente en diversos territorios. En este sentido, comprendemos que un conflicto “supone la existencia o amenaza de un daño junto a las acciones realizadas por los afectados [y las afectadas]” (OLCA, 1998). Por ello, el conflicto socioambiental, su desarrollo, estrategias a utilizar, magnitud, alcance e intensidad guardan directa relación no solo con la acción depredadora que arrastra una amenaza o daño ambiental, sino también con el trasfondo organizativo y de movilización para afrontar aquellas iniciativas que conllevan intervenciones nocivas a la comunidad y la Naturaleza. En tanto, los conflictos –cuyo nivel puede ser local, regional, nacional e incluso global– encuentran entre sus causas la desigualdad social arrastrada por el crecimiento económico en el marco de un modelo impuesto (Martínez, 2014).
El fenómeno de la conflictividad socioambiental es un síntoma de la crisis política y ecológica, pero al mismo tiempo es expresión de conciencia social respecto de la dimensión ambiental y ecológica de la crisis, tanto en su carácter de sistema político-económico, como también de su carácter paradigmático y civilizatorio. Este fenómeno no es nuevo ni en Chile ni en América Latina. El proceso que se ha desarrollado en torno a la conflictividad es de larga data, considerando la permanencia y profundización del deterioro ambiental y de vulneraciones al bienestar social de los pueblos a escala latinoamericana. A modo de ejemplo, se ha planteado la generación de desequilibrios ecológicos producto de la explotación de colonizadores, ilustrado con “la matanza de animales para extraerles el cuero y el sebo destinados a la exportación, así como la tala de bosques para los hornos de fundición de las minas de cobre, oro y plata, podemos afirmar en conclusión que la colonización española fue la que realmente promovió el proceso de deterioro del ambiente en América Latina” (Vitale, 1983).
Este proceso de explotación y degradación ambiental continuó en la instalación del Estado chileno y los procesos políticos que se adentraron en el siglo XIX y XX, fortaleciendo inicialmente la matriz primario-exportadora basada en la explotación y exportación de la Naturaleza sin transformación –en tanto su consideración como materia prima– en un contexto donde “el desarrollo del capitalismo en Chile se había llevado a cabo dentro de un modelo exportador” (Palma, 1984). Este modelo progresivamente comenzó a abrirse hacia la industrialización con un fuerte impulso del rol del Estado desde mediados del siglo XX, proceso que se vio truncado y modificado medularmente con el golpe de Estado y la dictadura. Una vez impuesto el régimen dictatorial y su respectivo proyecto económico, se reforzó la constitución del saqueo extractivo desarrollando la reprimarización de la economía, es decir, la administración estatal retrocede dejando atrás el modelo que impulsaba la industrialización para favorecer dicho campo a los privados y, además, fortalecer el rol de la extracción y exportación de Naturaleza como materia prima. Todo ello está inmerso en lógicas neoliberales sustentadas en la privatización y en el rol de la propiedad para el empresariado nacional y transnacional.
Así, en el caso chileno existe un profundo punto de inflexión en los amarres que instaló la dictadura cívico-militar durante 17 años, proyectando consecuencias hasta la actualidad en un amplio abanico de temáticas, que van desde la violación a los Derechos Humanos hasta la instalación de un Estado subsidiario que ha fomentado la mercantilización y privatización de los derechos sociales, la Naturaleza y sus funciones. En este contexto, la dictadura vino a constituir diversos anclajes en materia socioambiental, profundizados por los gobiernos de la postdictadura. Ello ha significado la multiplicación de experiencias de conflictividad, donde las comunidades han avanzado no solo en la oposición a proyectos extractivistas en los territorios, sino también en la construcción de alternativas y propuestas para la defensa de la Naturaleza.
De esta forma, la multiplicación de conflictos socioambientales en la actualidad forma parte de la herencia del viraje neoliberal adoptado por la dictadura, el cual impulsó a “romper con la matriz estatal de la economía que pensaban en una suerte de refundación del país a través de un experimento de ingeniería social inédita” (Gárate, 2022). En este “experimento”, la dictadura instaló políticas que favorecieron condiciones y parámetros que actualmente juegan un rol importante en el desarrollo de conflictos, relacionados con una serie de vulneraciones hacia la población. Así las cosas, lo socioambiental no quedó atrás, y durante 50 años se han promovido políticas con profundo carácter extractivista que nos han empujado a la crisis de múltiples dimensiones que enfrentamos en la actualidad.
Privatización y mercantilización: Pilares del legado dictatorial en lo socioambiental
Tras el Golpe de Estado, la Junta Militar entró en una turbulencia para implantar un proyecto político-económico que le diera sustento a lo que serían 17 años de régimen dictatorial y a lo que viniera. En este contexto, no existía un consenso generalizado o una mirada única respecto al modelo que se desarrollaría en Chile mediante la imposición de una agenda política, por lo que “en el terreno económico fue donde más pronto comenzaron a removerse las antiguas verdades, aunque de todas maneras no fue un proceso fácil y todo lo rápido que los neoliberales hubiesen deseado” (Valdivia, 2015).
Así las cosas, la imposición del neoliberalismo como directriz del régimen que impulsó la mercantilización y privatización de derechos sociales y de la Naturaleza como esencias que regirían al país, se complementó con lo que la Junta Militar denominó “Refundación de Chile”. Se trata de un proceso acompañado de la instalación de anclajes políticos, económicos y sociales materializados mediante oleadas de privatización (Gárate, 2016), las cuales tenían como objetivo político “el apoyo de los empresarios con el objetivo de afianzar el modelo económico como el respaldo necesario para ganar el referéndum (plebiscito) de 1988” (Gárate, 2016), como también “disminuir la influencia de cualquier futuro gobierno o coalición política sobre la marcha de la economía, dejando esta responsabilidad únicamente a manos del empresariado” (Gárate, 2016), quedando esta última como una base político-económica que se ha visto consolidada con la gestión de los gobiernos de postdictadura.
En este proceso, un elemento clave fue la Constitución de 1980 como base y fundamento político para dar un rango mucho más amplio y profundo a la lógica de la propiedad privada. Reflejo de aquello es el rango constitucional que prevalece sobre las Aguas y la Minería. En el caso de esta última, la Constitución de dictadura establece que la propiedad sobre la concesión minera está protegida por una garantía constitucional, dándole prioridad a la propiedad minera del subsuelo por sobre la propiedad del suelo y, en sus leyes específicas como el Código Minero (1983), estableciendo que dichas concesiones se entregan vía fallos judiciales. En tanto, la misma Constitución instaura que los derechos de particulares sobre aguas –que sean constituidos u otorgados acorde a la ley vigente– entregarán a sus titulares la propiedad sobre estos, graficando la privatización de este bien común. Así las cosas, la Constitución empujó también la creación de leyes sectoriales que dieran operatividad a la mercantilización.
De esta forma, la consolidación de pilares que cimentaron el modelo chileno fue, en esencia, sustentada con la lógica de privatización y mercantilización de un amplio espectro de derechos, actividades y empresas sobre las cuales anteriormente el Estado poseía mayor influencia. Ejemplo de aquello fue lo vivido por empresas “pertenecientes a sectores estratégicos de la economía del país” (Gárate, 2016) de la Corporación de Fomento de la Producción (CORFO), y en cuyo rubro encontramos: transporte, producción y distribución de electricidad, telefonía, telecomunicaciones, petroquímica, azucarera, minería no metálica, siderurgia, entre otras pertenecientes a sectores que, hoy en día, también se ven involucrados en procesos de conflictividad.
En este sentido, existe un vínculo entre las políticas privatizadoras impulsadas por el régimen y la progresiva aparición de conflictos socioambientales que, en su mayoría, han tenido como escenario temporal la postdictadura. Y es que no sólo estas políticas conllevaron la privatización de sectores económicos-productores declarados como estratégicos, entregando su administración a empresas nacionales y transnacionales, sino que también facilitaron la mercantilización de bienes comunes naturales y derechos sociales.
Reflejo de aquello lo sigue siendo la Constitución Política de Chile –y la consolidación de un Estado Subsidiario–, un pilar esencial sobre el cual se sujeta el modelo político chileno y el cual limita la participación del Estado en la economía y las transformaciones estructurales que se han exigido por décadas. Asimismo, una batería legal construida en plena dictadura, como el Código de Aguas (1981); el Decreto Ley 701 para el fomento del negocio forestal (1974); la Ley Orgánica Constitucional sobre Concesiones Mineras (1982), la Ley Orgánica de Operación Petrolera (1975), y la modificación a la Ley Orgánica de Servicios Eléctricos (1982), son algunos de los ejemplos que trastocaron el modelo chileno a favor del empresariado nacional y transnacional, facilitando los bienes comunes del país para la explotación.
Sin embargo, experiencias de resistencia a impactos en los territorios se han reconocido con el paso de los años, en un contexto de desatada represión contra opositores del régimen dictatorial y una avalancha de políticas en pos de la privatización. Emblemático ha sido el conflicto desarrollado en el sector del Vertedero Lo Errázuriz en la región Metropolitana, cuyas primeras expresiones de movilización se ven a fines de noviembre de 1984 por parte de la comunidad educativa de la Escuela 227 quienes “hacen notar al Ministerio de Salud que algo huele mala en su recién creada comuna de Estación Central” (Silva, 1993). Desde hace meses que la comunidad acusaba afectaciones físicas que se vinculaban coincidentemente con la instalación del vertedero de basuras de Lo Errázuriz, evolucionando el conflicto hasta alcanzar el cierre de la operación en 1995 acompañado de medidas de compensación ambiental que aún se encuentran pendientes para los barrios populares que se vieron afectados, tales como la Población Robert Kennedy, Los Nogales o la Villa Francia y Villa O’Higgins. Asimismo, hubo otro caso emblemático también desarrollado en plena dictadura, por la comunidad de regantes de la localidad de Putre, en defensa del Lago Chungará, ubicado en la región de Arica y Parinacota. La Dirección de Aguas había proyectado utilizar esas aguas tanto para el aumento de la capacidad de riego del valle de Azapa como para la generación de electricidad aguas abajo, para la Central Chapiquiña. La Corte Suprema falló en diciembre de 1985 el recurso de protección de forma favorable a los regantes, quienes se oponían a ese proyecto en defensa de la calidad de sus aguas, las que tendrían mayor salinidad perjudicando su riego. El recurso de protección presentado por la comunidad, permitió que se mantuviera la suspensión de extracción de aguas del lago Chungará (Ecopensamiento, 2012).
Conflictos en postdictadura: Entre luces de éxitos y sombras del extractivismo
La postdictadura arranca con el peso del legado dictatorial en diferentes dimensiones. Entre estas, la conflictividad socioambiental comienza a instaurarse progresivamente como una realidad reconocida. La agenda impulsada por los gobiernos de inicios de la transición se sustentaba, en parte, en la importancia de la inversión y el desarrollo como ejes sagrados para el progreso de Chile, sumados a la justificación de tener recursos para pagar la deuda social que se acumuló en dictadura. Sin medir impactos, los gobiernos y administraciones de postdictadura han utilizado durante 30 años los pilares del régimen dictatorial como la base de su agenda política, donde la privatización y mercantilización de derechos y bienes comunes naturales chocan con la defensa de los territorios por parte de comunidades y organizaciones sociales.
Así, en Chile –por parte de los partidos políticos que han encabezado los regímenes postdictatoriales– se impuso durante la década de los noventa el énfasis en un modelo neoliberal basado en la explotación y exportación de recursos, ahora encabezado por empresas nacionales y transnacionales, a costa de profundas afectaciones que se han ido agravando con el paso de los años. Al igual que a la región latinoamericana, dentro de la distribución internacional del trabajo, a Chile se le ha impuesto el rol de bodega proveedora de materias primas para las economías en el proceso de globalización.
Y así, de brazos abiertos, fue recibido por la transición política el legado del régimen dictatorial.
Institucionalidad ambiental y conflictos
Respecto a lo socioambiental, desde diciembre de 1990 hasta marzo de 1994, la máxima autoridad ambiental fue la Secretaría Técnica de la Comisión Nacional de Medio Ambiente, perteneciente al Ministerio de Bienes Nacionales. Durante este periodo se entregó permiso ambiental a 16 proyectos de inversión, de los cuales 11 eran proyectos mineros, que voluntariamente solicitaron su certificación ambiental. Respecto a esta camada de proyectos de inversión en los primeros cuatro años de postdictadura, llama la atención que la Central Hidroeléctrica Pangue(2), de alta intensidad como conflicto y de amplio debate político energético y comunitario, no se sometió al sistema voluntario vigente en ese momento, pavimentando el camino para lo que sería, años después, la segunda represa en el río Biobío –Ralco–, conflicto socioambiental emblemático para la defensa ambiental del río, y para la relación Estado-Pueblo Mapuche. Esta situación se agrava por las promesas no cumplidas de los gobiernos de la Concertación en relación con no construir seis represas inicialmente proyectadas, puesto que ya hay tres en funcionamiento, y una cuarta autorizada y en construcción.
Por otra parte, fue en marzo de 1994 cuando se creó la Comisión Nacional del Medio Ambiente (CONAMA), mediante la Ley sobre Bases Generales del Medio Ambiente (Nº19.300), la cual crea, a su vez, el Servicio de Evaluación de Impacto Ambiental (SEIA) como instrumento de la institucionalidad, con el objetivo de evaluar proyectos y entregarles una Resolución de Calificación Ambiental (RCA). Sin embargo, esta forma de evaluación ambiental requería un reglamento para su funcionamiento, el cual no vio la luz hasta 1997. En el intertanto, el sistema funcionó a partir de la voluntariedad, pero bajo preceptos que ya establecía la ley.
En este contexto, el SEIA consideraba la Participación Ciudadana (PAC) en el proceso de evaluación, generándose muchas expectativas y, tempranamente, frustraciones. Al no ser vinculante y desarrollarse como un proceso donde primaba la discrecionalidad política en la toma de decisiones, la PAC arrastró consigo la multiplicación de conflictos en los territorios a partir de las limitaciones que demostró tener una institucionalidad creada, en el discurso, para gestionar y proteger el medio ambiente.
Durante la década siguiente –post 1994– tanto por la profundización de políticas de crecimiento económico basadas en la explotación intensiva de la Naturaleza, como por los límites y fisuras que mostró la política e institucionalidad ambiental, se buscó dar respuesta a la gran conflictividad socioambiental, generándose modificaciones a la propia institucionalidad con el argumento de fortalecer la fiscalización. Si bien este elemento era uno de los focos urgentes a abordar, se daba cuenta del desconocimiento que se tenía sobre los conflictos, los que poseían en su origen estructural una relación con la política ambiental y la permanencia de un modelo funcional a la inversión privada, que se abría a facilitar la llegada de empresas nacionales y transnacionales, pero que limitaba la participación casi a una herramienta simbólica de las comunidades y autoridades locales.
Es así como durante el primer gobierno de Michelle Bachelet, en 2007, se creó el cargo de presidente de la Comisión Nacional del Medio Ambiente, otorgándole el rango de ministro de Estado. Y luego, en enero de 2010, fue promulgada por la misma Bachelet la Ley Nº20.417, dando pie a la creación del Ministerio del Medio Ambiente (MA) basado en la anterior CONAMA, y creando además el Servicio de Evaluación Ambiental (SEA), la Superintendencia del Medio Ambiente (SMA) y los Tribunales Ambientales.
El caldo de cultivo de los conflictos socioambientales
En tanto, el extractivismo(3)continuaba operando. Pese al aumento burocrático respecto a la legislación ambiental, la postdictadura chilena –al sostener y reforzar las lógicas heredadas de la dictadura– arrastraba un caldo de cultivo propicio a la conflictividad socioambiental. El abordaje político ha estado lejos de cuestionar el trasfondo del extractivismo en el país, sino más bien ha apostado por su defensa corporativa e irrestricta bajo consignas de desarrollo e inversión, dando vida a cuestionados procesos de evaluación ambiental sumados a las condiciones de profunda asimetría que se viven en conflictos que involucran la relación comunidad, versus empresariado y Estado.
Así las cosas, se crea una institucionalidad con un fuerte acento en dar certificación ambiental a proyectos de inversión sin poner al centro la protección ambiental y de las comunidades, desarrollando una evaluación ambiental a través de un sistema de ventanilla única, donde el empresariado realiza sus propios Estudios y Declaraciones de Impacto Ambiental, sin participación ciudadana vinculante, con mucha discrecionalidad política por sobre lo técnico-ambiental, y con un sistema de dictación de normas muy lento y priorizado por razones económicas y no por razones de protección ambiental ni de salud pública. De esta forma, la nueva institucionalidad desagrega funciones en un Ministerio y organismos autónomos (SEA, SMA y Tribunales Ambientales) cuyos principios fundantes se mantienen pese a los cuestionamientos que se han desarrollado con el paso de los años, como los mencionados: ventanilla única, participación no vinculante, una discrecionalidad política sobre lo ambiental y la realización de Estudios y Declaraciones de Impacto Ambiental por parte de las empresas y no por entidades independientes.
Ejemplo de aquello, referido a la evaluación ambiental, se encuentra en que estas “dependen de redes auxiliares de conocimiento que incluyen personal que trabaja en universidades de todo el país, centros de investigación que operan de manera autónoma desde las universidades (...), algunos centros de investigación propiedad del Estado (...) y empresas de consultoría con fines de lucro” (Barandiarán, 2021). Así, los procedimientos de los organismos ambientales siguen estando en tela de juicio: hay que considerar que no existen cuestionamientos concretos al avance de la agenda extractiva, sino más bien lo que hay es facilitación del ingreso de estos proyectos en un contexto de crisis climática donde uno de los principales protagonistas es el extractivismo, que busca embellecerse bajo nuevas formas de operación.
En la medida en que ha avanzado la postdictadura, también lo han hecho las sombras del extractivismo. En este sentido, diversos procesos de evaluación ambiental no han cumplido con las exigencias de las comunidades en conflicto al no dimensionar el alcance de los impactos, omitir la postura de la población y dar respuesta a la agenda impulsada como políticas de Estado para continuar con la explotación de territorios. Asimismo, la situación actual arrastra realidades que, a mediados de la década de los noventa, ya eran palpables respecto a la voluntad política e institucionalidad ambiental donde “en la práctica las provincias y los municipios no han sido dotados de atribuciones, ni recursos para desempeñar un papel efectivo, teniendo un rol menor dentro del diseño de la institucionalidad ambiental chilena” (San Martín, 1996).
A esto se suman las diversas estrategias empresariales que han pretendido vulnerar la soberanía de las comunidades en sus territorios, lo cual además contempla un juego de palabras que manipula a la opinión pública. Estrategias basadas en el Asistencialismo Empresarial, Responsabilidad Social Corporativa o Empresarial y Valor Compartido (4) son formas de intervención que ha instalado el empresariado para darle una porción de sustento a sus proyectos, empujando a que la comunidad se deba resignar en torno y en función de la empresa.
En el caso de la participación ciudadana, esta es concebida en parte como un arma de doble filo sobre la cual las empresas pueden tener gran poder de acción para no solo validarse ante la comunidad, sino también acomodar su proyecto ante insuficiencias presentadas por las mismas personas. De esta forma, lejos de tener un rol vinculante, la participación de las comunidades al interior de las evaluaciones ambientales se ha limitado a ser netamente de carácter consultiva y aprovechada al máximo por quienes dirigen cuestionados proyectos. Así, “los espacios y prácticas de participación ciudadana constituyen parte de nuestra realidad ambiental, ineludible de evaluar para desenmascarar la injusticia, que en este caso se da bajo la forma de demagogia ambiental, lo que constituye un serio peligro para la defensa real del medio ambiente” (Padilla, Cavieres y Cuenca, 2000), siendo muchas veces manipulada en beneficio del proyecto y la empresa en lugar de ser un espacio que facilite una discusión por la comunidad y se consideren sus decisiones de forma certera.
Pero al extractivismo y al empresariado no le importa dar respuesta a esto. Lo han dejado claro durante ya 50 años en donde se ha optado por la construcción de políticas públicas que entregan los bienes comunes a manos de privados a costa del bienestar de las comunidades y la Naturaleza. En tanto, un modelo de evaluación ambiental insuficiente es parte de su mismo beneficio, más aun sabiendo que “la institucionalidad ambiental maneja las situaciones de conflicto con el objetivo de ofrecer garantías de seguridad y cuidado ambientales en el desarrollo de los proyectos. Sin embargo, lejos de haber convencido a las comunidades del carácter inocuo de los proyectos, ha quedado al descubierto que muchas propuestas de solución ambiental ofrecidas por las autoridades de ese ámbito sólo han exacerbado los latentes conflictos” (San Martín, 1996).
En todo este proceso de conflictividad, que transita desde conflictos pre-institucionalidad ambiental hasta aquellos que prevalecen con una burocracia ambiental que sigue sin dar respuesta a las exigencias de comunidades ni a la necesidad de transformar estructuralmente el extractivismo que cala en Chile, las sombras siguen pesando y promoviendo el aumento de conflictos. El argumento proinversión y la imposición de limitadas lógicas de desarrollo han ido de la mano con la estructura del modelo chileno, por lo que se hacen compatibles a diestra y siniestra. Pese a arrastrar vulneraciones de derechos a la población y la Naturaleza, la mercantilización y privatización siguen siendo el trasfondo que rigen las políticas públicas
Luces en experiencias de conflictividad y construcción de alternativas
Sin embargo, no todo son sombras. Estas décadas han contado con luces que provienen desde la propia gestión comunitaria de los conflictos socioambientales, donde comunidades y organizaciones impulsan no solo resistencias a proyectos que atentan en su contra y los ecosistemas, sino que también progresivamente han levantado propuestas y alternativas como parte de las estrategias de movilización.
En este sentido, se ha desarrollado un crecimiento exponencial en la concientización de la importancia que tiene la defensa ambiental, rompiendo con la tradición más clásica respecto a los movimientos sociales en Chile, incluyendo nuevas miradas que emanan, además, en un contexto de crisis climática que cada día se agudiza más producto de la mantención del extractivismo como parte de la lógica política impuesta en el país.
Y sobre esto hay diversas experiencias: “la resistencia al ducto Celco en la localidad lafkenche de Mehuín, la oposición a la ley de pesca de 1991 por los pescadores lafkenche de Tirúa –ley que ponía en tela de juicio la subsistencia milenaria de una forma de extraer los recursos del mar– y la oposición pehuenche a la construcción de la represa Ralco; estos múltiples movimientos aparentemente desconectados salieron a la luz con la radicalización, a fines de los noventas, de la lucha del pueblo mapuche” (Pairican, 2019), son experiencias que forman parte de la defensa territorial que pueblos han desplegado ante la depredación del extractivismo.
Y sobre esto hay diversas experiencias: “la resistencia al ducto Celco en la localidad lafkenche de Mehuín, la oposición a la ley de pesca de 1991 por los pescadores lafkenche de Tirúa –ley que ponía en tela de juicio la subsistencia milenaria de una forma de extraer los recursos del mar– y la oposición pehuenche a la construcción de la represa Ralco; estos múltiples movimientos aparentemente desconectados salieron a la luz con la radicalización, a fines de los noventas, de la lucha del pueblo mapuche” (Pairican, 2019), son experiencias que forman parte de la defensa territorial que pueblos han desplegado ante la depredación del extractivismo.
Por esto, las experiencias territoriales no se han limitado solo a un lugar en específico, sino que también se han difundido de tal forma que contribuyen a la concientización sobre el tema; se comparten estrategias de movilización y, además, se construyen puentes de información y visibilización comunitaria.
es que no son pocas las experiencias exitosas para las comunidades. El triunfo contra el proyecto minero Pascua Lama, sobre la Central Termoeléctrica Castilla, el portazo al megaproyecto hidroeléctrico HidroAysén, la férrea lucha contra el ducto de la empresa Celulosa Arauco y Constitución (Celco) en Mehuín, la costera lucha contra proyectos de GNL en Penco y Talcahuano, el portazo a las termoeléctricas Barrancones en La Higuera y Punta Alcalde en Huasco, el contundente rechazo al proyecto minero-portuario Dominga, o el triunfo de la comunidad ante el proyecto hidroeléctrico Central Neltume, entre otras, son parte de la senda exitosa de las comunidades y organizaciones en la lucha socioambiental, siendo no solo referencias para un territorio acotado en el cual se desarrolla materialmente el conflicto, sino también una fuente de experiencias desde la cual nutrir otras resistencias.
De igual forma, no solo las experiencias exitosas son referencias para la defensa ambiental. Pese a no cumplirse en muchos casos los objetivos de las comunidades –de aquellas que optan por la resistencia a la instalación y desarrollo de proyectos cuestionados–, estos procesos que han conllevado la instalación de cuestionados proyectos también han contribuido para la memoria histórica y formación de la población que se enfrenta a nuevas situaciones de conflicto en el mismo territorio donde se desarrolló una experiencia anterior o en algún otro lugar del país.
Ejemplos de este camino en las experiencias de conflictos se ven en casos emblemáticos como el Gasoducto Gas Andes, el cual consistía en un megaproyecto sometido al Servicio de Evaluación de Impacto Ambiental con un Estudio de Impacto Ambiental en la primera parte de la década de los noventa, donde se puso a prueba la institucionalidad representada en la CONAMA y el peso de la participación ciudadana, dando cabida finalmente a la construcción del proyecto. Otro caso relevante ha sido el Proyecto Río Cóndor, encabezado por la empresa estadounidense Trillium que buscaba explotar bosque nativo en Tierra del Fuego y que contó con el visto bueno de su evaluación voluntaria realizada ante la Comisión Regional del Medio Ambiente de Magallanes, organismo que calificó el proyecto como ambientalmente viable. Sin embargo, en 1997 tras la tramitación de un recurso de protección, la Corte Suprema revocó la puesta en marcha del proyecto, marcando un hito en la arista judicial de los conflictos socioambientales.
Esta mirada permite ampliar las estrategias y adaptarlas al contexto en el cual se desarrolla un conflicto. Sobre este punto, las experiencias también han nutrido conflictos de luchas político-ambientales por la Naturaleza y el Buen Vivir, como lo son la defensa de la semilla, la defensa y recuperación del Agua y su desprivatización; las luchas por aire limpio en varias ciudades con alta contaminación; las luchas por mejorar la institucionalidad y las normas, por una mejor evaluación y fiscalización, por justicia ambiental y territorial, entre otras tantas.
Finalmente, son el conjunto de experiencias que se han acumulado y compartido todos estos años lo que en gran parte ha decantado en un mayor protagonismo de la defensa territorial, más aún en un contexto de crisis ecológica y climática.
Asimismo, son estas experiencias de estrategias y formas de organización las que facilitan ampliar procesos de resistencia, teniendo ya como antesala lo vivido por otras comunidades en diversos territorios.
De esta forma, la dimensión y envergadura de los conflictos socioambientales no se puede enmarcar solo en un “inicio y término oficial”. Al ser procesos que involucran experiencias heredadas, construidas a través de acciones y memorias, como también experiencias que están en construcción, existen puentes que conectan el desarrollo de las luchas socioambientales en el Chile postdictatorial. En esta lógica, un conflicto no puede darse por terminado o cerrado, considerando que la institucionalidad entrega garantías al empresariado respecto al manejo de la evaluación ambiental para su propia conveniencia, pudiendo presentar un proyecto para su tramitación, desistir en cualquier etapa del proceso o, en la eventualidad de que sea rechazado, volver a presentar el proyecto las veces que deseen realizando mínimas modificaciones. Por ello la iniciativa empresarial se puede mantener latente durante años, o bien volver en otro momento. En este sentido, dependerá de la acción comunitaria, las acciones y monitoreos que realicen las comunidades y organizaciones el hacer inviables proyectos que arrastran la depredación de su bienestar como también el de la Naturaleza, más aún en un contexto donde las demandas y convicciones de la población siguen sin tener respuesta en la actual institucionalidad.
La crisis propiciada y los desafíos
Entre luces y sombras, el extractivismo continúa vigente en Chile, y así también el modelo de depredación que está anclado mediante el legado de la dictadura. Con el paso de los años, este vínculo ha caído en el gatopardismo mediante una serie de reformas y cambios de discursos político-empresariales, significando claramente que se busca cambiar todo, sin cambiar absolutamente nada.
Así las cosas, la crisis climática y civilizatoria que enfrentamos hoy nos lleva a nuevos desafíos vinculados a las luchas socioambientales. Más aún, considerando que el modelo neoliberal se niega a morir; más bien sus operadores adaptan las formas de operar en beneficio propio sin trastocar la esencia de la privatización y mercantilización. De esta forma, ahora grandes extensiones de parques eólicos y campos fotovoltaicos, un aumento de centrales hidroeléctricas “de pasada”, la construcción de plantas desaladoras en las costas de Chile y la supuesta panacea del Hidrógeno Verde son parte de la respuesta que da el empresariado y las grandes economías como alternativa, ante lo cual la política gubernamental se coloca a disposición.
Situación similar se vive con los llamados minerales críticos. El ya conocido cobre convive con el interés que existe de parte del empresariado sobre el litio y las tierras raras; todo para darle sustento a una transición energética que nosotros y nosotras no estamos viviendo, sino que más bien cumplimos nuevamente el rol de bodega de recursos para aquellos países, empresas y grupos económicos que no se cansan de contaminar.
Es un hecho que la crisis es estructural, y un país en el que el legado de la dictadura sigue vigente en tantas materias se vuelve aún más vulnerado. Sin embargo, así como estamos frente a una etapa de acomodamiento del extractivismo “con sello verde”, también vivimos nuevos momentos en la conformación de los movimientos socioambientales de Chile. Progresivamente comunidades y organizaciones levantan la defensa territorial como parte de sus luchas ante las amenazas que se avecinan, teniendo como referencia las históricas luchas que han desarrollado los pueblos durante décadas.
En este sentido “las experiencias exitosas para los objetivos de la comunidad confirman que el conflicto es un camino para acceder a mejores oportunidades y así alcanzar soluciones satisfactorias a las demandas ambientales en disputa” (Padilla, Cavieres y Cuenca, 2000), interpretación que aún subsiste al interior de diversas luchas socioambientales. Pese a esto, los desafíos son variopintos y exigentes.
A esto se suman las diversas articulaciones y coordinaciones que se han ido desarrollando no solo como fortalecimiento de organizaciones sociales y comunidades en conflicto, sino que también como formas de apoyo, trabajo y solidaridad, espacios de intercambio y retroalimentación de experiencias entre luchas territoriales a escala local, regional, nacional e internacional. Estos, paulatinamente, han ido constituyendo una nutrida mirada y abordaje de conflictos socioambientales con nuevas incorporaciones de elementos políticos donde, por ejemplo, espacios como el AGUAnte La Vida(5) han cumplido un rol relevante con más de una década de realización a cuestas, y en cuya primera síntesis se enfatiza que “los recursos naturales son bienes comunes que deben estar disponibles para la población, no sólo para las grandes empresas” (San Juan e Infante, 2013).
Por su parte, la intransigencia del empresariado y gobernantes cada vez se afiata más, mientras desde la construcción de movimientos sociales se mantiene un letargo tras intensos periodos de movilizaciones. El auge de grupos de extrema derecha, incluso vinculados al negacionismo de la crisis climática, es una realidad que amenaza la legítima defensa de los territorios, mientras que la tibieza de sectores políticos gobernantes ha facilitado la instalación de discursos profundamente violentos que atentan contra los triunfos que los pueblos de Chile han alcanzado durante estas décadas. A esto se suma la insuficiencia de la institucionalidad ambiental vigente, frente a una cada vez más profunda crisis ambiental y ecológica, que se refleja en aspectos como la crisis hídrica, el avance de la desertificación y erosión de suelos, la pérdida de vida de ecosistemas y de la biodiversidad.
Nos enfrentamos a un escenario donde las vulneraciones a la población y la Naturaleza no solo se mantienen, sino también se profundizan. Reflejo de aquello se ve en los propios conflictos socioambientales con sostenidos impactos en los ecosistemas por parte de proyectos extractivo en una sistemática criminalización hacia quienes defienden los territorios, afectaciones u omisiones para frenar el ejercicio de derechos para los pueblos originarios; en los impactos diferenciados que viven mujeres defensoras y también en la reproducción de un discurso político-empresarial que impulsa la estigmatización de los conflictos en sí mismos con calificativos como “anti-desarrollo” o “anti-inversiones”. El debate es mucho más profundo que eso; pero a la clase política no le interesa adentrarse en esa discusión estructural, porque no le conviene.
En ese contexto, los procesos de conflicto se multiplican como síntoma y expresión de descontento ante aspiraciones a las que el neoliberalismo no da respuesta. Hay cargas de experiencias que, desde comunidades y organizaciones, buscan abrir el paso hacia alternativas que den respuesta a la crisis que vivimos. Siendo un problema político esta crisis, debe ser superada para construir caminos que den salida a este modelo de devastación.
A 50 años del Golpe de Estado, los desafíos siguen siendo grandes; como también lo es la indignación de la población contra un modelo que no da respuestas o alternativas, sino que más bien intenta salvarse a sí mismo a costa de las personas y la Naturaleza.
A 50 años del Golpe de Estado, la conflictividad socioambiental resuena más que hace 30 años atrás, y son procesos que no se deben transar a intereses mezquinos.
A 50 años del Golpe de Estado, las resistencias se multiplican. Pasan por tropiezos, avances y latencias; pero siguen de pie con fuertes aspiraciones en la construcción de alternativas.
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*Javier Arroyo Olea es profesor de Historia y Geografía, con diversos Diplomados en áreas de Derechos Humanos, sitios de memoria y medioambiente. Integrante del Observatorio Latinoamericano de Conflictos Ambientales - OLCA desempeñando tareas vinculadas a la investigación, comunicaciones y acompañamiento de conflictos. Contacto: [email protected]; [email protected]**Lucio Cuenca es ingeniero en Geomensura. Director de Observatorio Latinoamericano de Conflictos Ambientales - OLCA e integrante del Consejo Directivo del Observatorio de Conflictos Mineros de Latinoamérica - OCMAL, con experiencia en el acompañamiento de comunidades en conflictos socioambientales en diversos sectores del extractivismo en Chile y en el diseño de instrumentos para el seguimiento y gestión comunitaria de conflictos. Impulsor de diversas articulaciones de comunidades en conflicto y movimiento socioambiental, tanto en Chile como en Latinoamérica. 47 Contacto: [email protected]; [email protected]-Notas al pie(1) Abordaremos en este escrito, de forma paralela, dos elementos considerándolos como eje transversal: la conformación de un movimiento socioambiental, y la variedad de experiencias que conllevan referencias y antecedentes más allá de los territorios donde se vivieron (y viven) los conflictos, siendo procesos que no pueden comprenderse de forma separada, sino complementaria.(2) En 1990 el Ministerio de Economía otorgó a Endesa la concesión eléctrica requerida por el proyecto, iniciándose el conflicto con la comunidad afectada y ambientalistas. Un recurso de protección ganado inicialmente en la Corte de Apelaciones de Concepción fue revertido por la Corte Suprema en 1992, partiendo así la construcción de la represa. Previo al inicio del proyecto, ENDESA eludió someterse a la evaluación ambiental voluntaria para proyectos en cartera, instancia vigente hasta que se promulgó la Ley de Bases del Medio Ambiente (1994). Hubo un segundo período de voluntariedad para las empresas respecto de la evaluación ambiental,, hasta que se publicó el reglamento de la Ley (1997) y ello pasó a ser obligatorio.(3) Para el desarrollo de este trabajo, tomamos elementos de la definición de extractivismo construída por Eduardo Gudynas, como lo son tres componentes que deben ocurrir de forma simultánea para esta forma de apropiación: “extracción de recursos naturales en grandes volúmenes o alta intensidad, donde la mitad o más son exportados a los mercados globales, y lo son como materias primas o commodities”, además de ser plurales en relación a los diversos sectores extractivos, como lo son la minería, agropecuaria, pesca, entre otras. Ver Gudynas, E. (2018).(4) Las empresas han ocupado una amplia gama de formas de intervenir e insertarse en los territorios, buscando establecer relaciones con la comunidad con la finalidad de que esta no se oponga al avance de los proyectos. Para ello suelen recurrir a acciones como entrega de financiamiento a organizaciones, o instalar discursivamente una relación de pertenencia con el territorio, vía la apertura de fuentes de trabajo “directas e indirectas”, o el desarrollo de programas de salud, educacionales y patrimoniales, entre otras. En una secuencia histórica, esta forma de operar fue denominado como Asistencialismo Empresarial en la década de los noventa, seguido por la Responsabilidad Social Empresarial y es lo que hoy en día se concibe como Valor Compartido, siendo este último el “profundizar en la noción de que para el territorio es un beneficio que la empresa opere en él, pero ahora procura instalar una metodología que haga percibir que la participación es más horizontal, que la comunidad ahora es socia, que tiene poder de decisión y autonomía para definir qué hacer con su capital”(Infante, C. (2020).(5)AGUAnte La Vida5 han cumplido un rol relevante con más de una década de realización a cuestas, y en cuya primera síntesis se enfatiza que “los recursos naturales son bienes comunes que deben estar disponibles para la población, no sólo para las grandes empresas” (San Juan e Infante, 2013).-Referencias bibliográficas
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