Abuelas, la proeza de la democracia argentina


El viernes, a pocos días de hallar a su nieto, Estela Carlotto anunció el hallazgo de la nieta nacida recuperada número 115. Para proteger su identidad, solo se conoce que es una joven que vive en Holanda, que se llegó a ella por una denuncia anónima y que luego decidió hacerse el examen de ADN por voluntad propia. Dos abuelas y un nieto relatan a GARA los claroscuros de su búsqueda y su encuentro con la verdad.

Lo de Ignacio Guido fue una de esas noticias con repercusión global. Uno de los iconos de la lucha por los derechos humanos -y la mujer tal vez con mayor prestigio social de Argentina- tenía su día de gloria: después de ayudar a encontrar a 113 nietos de sus compañeras, hallaba al propio.

La amplificación de la noticia (no hubo portal de noticias del mundo que no se hiciera eco) puso más luz que nunca, al menos desde que la película La Historia Oficial ganara el Oscar hace casi tres décadas, sobre la tarea de ese grupo de mujeres que se organizaron en 1977 para buscar a los hijos de sus hijos, saqueados por una dictadura criminal.

Pero la historia de Abuelas, así a secas como se la suele mencionar en Argentina, tiene una realidad distinta para cada caso. Aunque colectivizaron su lucha y siempre alguna que halló a su nieto siguió cooperando, cada una de ellas carga con una mochila diferente. Algunas con el vacío de no hallarlos, otras con la dificultad de la revinculación. GARA ha hablado con tres protagonistas que exhiben la complejidad de la peor secuela de la dictadura argentina.

La entereza de Sonia

La presidenta de Abuelas-Filial Córdoba, Sonia Torres, tiene 85 años y ese acento típico de los que viven en la segunda ciudad argentina. Es la madre de Silvina Parodi, secuestrada a los 20 años cuando estaba embarazada de siete meses de Daniel, como había adelantado que iba a llamar a su hijo. Es el primer caso por robo de bebés que se juzga en la ciudad de Córdoba (está en proceso) y Silvina fue una de las primeras desaparecidas, al ser capturada a dos días del golpe de Estado que tuvo lugar el 24 de marzo de 1976.

«Silvina desapareció junto a su pareja y a 17 compañeros de su escuela, por una `lista negra' que entregó una autoridad de su colegio. Ella estaba estudiando en la universidad y militaba en el ERP (la guerrilla marxista Ejército Revolucionario del Pueblo). Por los testimonios que se pudo recolectar, sé que parió a un varón y luego la mataron», explica. Con asombro, uno la oye decir que se siente «privilegiada por saber el destino» de su hija: «Hay muchas madres que no saben nada de lo que les pasó a sus chicos. Yo pude saber y reconstruir sus días en cautiverio».

«A la media hora que la habían secuestrado, yo ya la estaba buscando. Pasé 20 días recorriendo varias provincias del país buscándola. Me decían que era un `engaño de los zurdos (de militantes de izquierdas)', que no había secuestros. Al conocer a otras abuelas, nos dimos cuenta de que la lucha individual no iba a tener trascendencia y nos unimos para pelear todas juntas. Empezamos a viajar para dar a conocer fuera del país los crímenes de la dictadura», recuerda Sonia sobre sus primeros tiempos.

Ella aún no ha hallado a su nieto, aunque sintió que estuvo cerca dos veces, que finalmente resultaron nietos de otras de sus compañeras. En Córdoba hubo una peculiaridad más cruel, porque el general a cargo de esa provincia, Benjamín Menéndez, «tenía la estrategia de secuestrar en un lugar y hacerlas parir en otra provincia, para asegurarse que los bebés nunca fueran encontrados». Al retornar la democracia (1983), dice que las abuelas entendieron que sus hijos «estaban muertos y que los bebés habían sido regalados en su mayoría a familias infértiles de los militares o policías. Habían confeccionado listas de matrimonios que no podían procrear y que eran candidatos a apropiadores».

Consultada por la búsqueda de su nieto, relata: «Fue muy dolorosa al principio. Pero como a nuestros hijos no les hubiera gustado que los buscáramos llorando, tuvimos la estrategia de recobrar la confianza en nosotras mismas y los buscamos con amor. Siempre. Yo nunca tuve miedo porque el amor supera al miedo y tampoco me podía ir al exilio porque tenía que cumplir el mandato que nos propusimos».

El nieto de Sonia debe haber cumplido 38 años el mes pasado, y todavía sin rastros. «Tengo una foto muy grande de mi hija colgada en mi sala de estar, que siempre me está mirando. Cuando entro a mi casa la veo y le digo `bueno, hoy otra jornada de búsqueda. Mañana puede ser el día'. Me tomé solamente dos vacaciones en estos 38 años. Y como para nosotros la difusión es una herramienta valiosa, a donde voy, dejo pegados carteles alertando para los que tengan dudas sobre su identidad», manifiesta.

Esta cordobesa de alma no pierde la esperanza. «Un día sé que mi nieto va a tocar la puerta y la búsqueda terminará. Siempre pienso en positivo, Silvina donde esté me ayudará a encontrarlo, tarde o temprano. Además, estamos preparando a un grupo de jóvenes para que sigan el trabajo cuando no estemos vivas. Porque la búsqueda de un niño nacido en cautiverio sin una sola fotografía es difícil y agotadora».

Sonia describe así la labor diaria de Abuelas: «La mayoría de las veces la gente, en forma anónima o no, nos trae datos y a partir de ellos se busca la documentación, se hacen acercamientos sobre los jóvenes que presuntamente podrían ser nietos, se estudia a su familia, siempre respetando la salud mental de la víctima. Cuando se tiene casi la certeza de que es un nieto apropiado, pedimos los análisis de ADN y si no quiere hacerlo en forma voluntaria, vamos a la Justicia para que vayan a recoger muestras. Hay muchas presentaciones espontáneas de jóvenes que tienen dudas y ellos mismos se acercan. Muchos incluso preferirían ser hijos de desaparecidos, porque nos dicen que es menos doloroso que enterarse que fueron abandonados por sus padres».

Escuchar a Sonia reconforta, porque es oír a una mujer con todo el derecho a estar resentida pero que elige no serlo. «Esto es lo que me ha tocado a mí en la vida, si no me hubiera tocado habría hecho otras cosas que anhelaba pero no pude, me tocó esto y lo acepto con humildad y amor, pensando siempre que si resolvemos este problema, nos dejará la tranquilidad de que no equivocamos el camino».

Un reencuentro difícil

Rosa Tarlovsky de Roisinblit tiene 95 años pero su mente acusa muchos menos. Es la vicepresidenta de Abuelas de Plaza de Mayo. Oriunda de Moisés Ville (una ciudad de las fértiles praderas argentinas, forjada por colonos judíos que escapaban de los pogromos zaristas), reside en Buenos Aires hace 30 años. Su hija Patricia, embarazada de ocho meses, fue secuestrada junto a su marido José Manuel Pérez y a la pequeña hija de ambos, Mariana, en 1978. Por esas razones que nunca se sabrán, la nena fue devuelta a una tía abuela, pero sus padres permanecen desaparecidos.

«Ingresé a Abuelas el mismo día que secuestraron a mi hija. Tuve la suerte de que me informaran pronto que ella había estado internada en la ESMA (el mayor centro ilegal de torturas) y de que había tenido un varón. Las liberadas que dieron esa información vivían en Ginebra así que fui hasta allá para que me contaran todo lo que supieran», recuerda Rosa.

En el año 2000, con la ayuda de su nieta Mariana, logró encontrar a su nieto, Guillermo. «El reencuentro con él fue idílico, muy bueno. Aunque cuando la Justicia citó y juzgó a los apropiadores (los padres de crianza) se alejó de mí. Él estaba muy ligado a su apropiadora y cuando la Justicia encarceló a sus apropiadores, a él le fue muy pesado sobrellevarlo», explica.

Al repreguntarle sobre el tema, se ve que Rosa es un espíritu avasallador envuelto en un cuerpo pequeño. «Ellos no fueron padres adoptivos, sino ladrones, cometieron el delito de decir que nació en un parto realizado en su casa. A Guillermo le afectó que mi llegada también significara la prisión de su apropiadora. Luego entendió que estaba equivocado y empezó poco a poco a renovar la relación, porque yo lo llamaba e insistía, aunque él me rechazara. No me cortaba el teléfono pero me hablaba mal. Yo era constante y le hacía entender que esa mujer a la que él había descubierto como su madre (biológica) era mi hija», remarca.

«Fue una gran lucha, tuve que salir a conquistar el cariño de mi nieto porque no podía quererme si no me conocía. Yo no fui la abuelita que lo llevó a pasear a un parque o al cine. Hoy la relación es relativamente buena, de un diálogo que no es tan fluido como desearía», agrega.

Durante la charla, Rosa demuestra fortaleza y dispara una frase que tal vez explique por qué entre estas señoras predomina la armonía ante la violencia verbal: «Cada vez que encontrábamos un nieto nos daba más impulso porque nuestros nietos son los desaparecidos con vida. Buscamos vida».

Vidas robadas

Guillermo Rodolfo Pérez Roisinblit. Su nombre es en sí una declaración política: el primero fue puesto por sus apropiadores, el segundo por su madre cuando nació en cautiverio, y sus dos apellidos son de sus padres biológicos (que reemplazaron al anterior, Gómez). Su testimonio es el ejemplo de la otra cara de la lucha de las Abuelas, la de sus nietos criados por apropiadores.

Guillermo es el nieto de Rosa, apropiado tras nacer por Francisco Gómez, quien trabajaba como personal civil del área de Inteligencia de la Fuerza Aérea. Su infancia tuvo que sortear la violencia machista de su apropiador contra su esposa, Teodora, quien cuando su hijo ilegal tenía cuatro años decidió fugarse para que no la terminara matando a golpes. Aunque durante más de una década los acechaba y encontraba allá donde iban. Por esas cosas inexplicables de la mente humana, Guillermo quería estar en sintonía con su apropiador -«buscaba su afecto», indica- e hizo la secundaria en un colegio militar, recibiendo el dogma correspondiente a esos años 80, en los que las Fuerzas Armadas argentinas no se habían depurado ni legal ni ideológicamente.

En abril de 2000, mientras trabajaba en un restaurante, se acercó una desconocida con una amiga y un bebé en brazos. «Yo tenía miedo que me quisieran hacer padre de la criatura. Pero no. La chica que me habló me dejó una bolsa con un libro sobre la historia de las Abuelas y un papel que decía que ella era hija de desaparecidos y yo posiblemente su hermano. Era Mariana, que me buscaba hacía 21 años», relata Guillermo. Ella llegó a él gracias a una de las tantas denuncias anónimas que reciben las Abuelas.

Guillermo enfrentó a su apropiador, que luego de varios días le confesó el delito y le aseguró que su ex esposa no conocía el hecho de que era hijo de desaparecidos. Tras realizarse por voluntad propia el análisis de ADN, ya no quedaban dudas. Su vieja identidad empezaba a morir y la nueva a nacer. Pero esa confirmación inició una nueva pesadilla: la detención de Teodora, la mujer a la que había llamado mamá toda su vida.

«Ellos fueron juzgados, a él le dieron siete años y a ella tres y medio. Pero desde que fue detenida, yo me transformé y lo tomé muy mal, emocionalmente era devastador irla a visitar a la cárcel. Por él no me importaba pero por ella sufría, por eso perdí el contacto con mi abuela Rosa y Mariana, y si hablaba con ellas era para discutir. Las consideraba responsables de la situación. Solo mantenía un poco de contacto con mi abuela Argentina (por parte paterna). Cuando en 2004 la causa cambió de juez, la situación mejoró y Teodora pasa a arresto domiciliario», explica. De a poco, se fue revinculando con Rosa y Mariana, y casi no pudo con Argentina, que falleció en 2005. Eso lo determinó a no perder más el tiempo y mejorar los lazos con su familia biológica. «Me costaba con Rosa, ella era la querellante y no la podía dejar de ver como la persona que me hizo pasar por todo ese proceso judicial. Luego comprendí que más allá del amor que le tengo a Teodora, ella cometió un acto ilícito que fue supresión de identidad, y era justo que pagara por ello».

Hoy la relación entre los hermanos está cortada. No solo no compartieron la niñez, sino tampoco cuestiones como la religión: Mariana, que actualmente reside en Alemania, se casó por el rito judío y cría a su hijo en él, mientras que Guillermo profesa el catolicismo. E incluso Teodora fue la madrina de su boda, algo que para ese submundo es tomado por un sacrilegio: «Ella nunca terminó de digerir que yo mantuviera el vínculo con mi apropiadora», reflexiona.

Hoy padre de familia, Guillermo cuenta su historia en escuelas y colabora con las Abuelas en todo lo que puede. Cuando se le pide un mensaje final, no duda: «No me interesa ser una celebridad del horror. Siempre queremos enviar este mensaje, especialmente cuando hablamos con medios extranjeros: si tienes dudas sobre tu identidad y naciste entre 1975 y 1983, puedes acercarte a los consulados argentinos en el exterior, en donde hay un protocolo preparado para estos casos».

«Yo no les voy a decir que es sencillo, no voy a poder procesar nunca la ausencia de mis padres y los 21 años que me robaron, pero prefiero esta verdad por más dolorosa que sea pero que es mi verdad, a vivir en una mentira. Si no, le hubiera transmitido a mis hijos un nombre falso y hubiera finalmente sido un cómplice indirecto. Por eso, prefiero pasar por todo ese dolor con tal de saber la verdad. La victoria es que mis hijos tienen el apellido que siempre les correspondió». Una vida robada como tantas otras, pero que gracias a la lucha de un grupo de mujeres que jamás claudicó, fue recuperada. Todavía restan 400 por encontrar.

Etiquetas
Estas leyendo

Abuelas, la proeza de la democracia argentina