Adrian Parr: Hay tácticas de resistencia que acaban siendo absorbidas por el sistema”

Por: Natasha Lennard / El Viejo Topo

Esta es la cuarta entrega de la serie de conversaciones con filósofos y teóricos críticos que The New York Times está realizando desde hace un tiempo en torno a la violencia. En esta ocasión la periodista Natasha Lennard habla con Adrian Parr, profesora de política ambiental y crítica cultural en la Universidad de Cincinnati, y directora también del Taft Research Center sobre la relación entre el cambio climático, la sostenibilidad y el capitalismo. Su libro más reciente es The Wrath of Capital: Neoliberalism and Climate Change Politics (La ira del capital: El neoliberalismo y las políticas del cambio climático).

Natasha Lennard: En su trabajo propone la idea de poder definir la degradación del cambio climático como una forma de violencia y, potencialmente, como un crimen contra la humanidad. ¿Qué implica hablar de destrucción humana del clima en términos de justicia criminal? ¿Hay algún claro culpable que se pueda considerar responsable de este crimen?

Adrian Parr: Hay tres aspectos a tener en cuenta cuando se asegura que la degradación medio-ambiental es un crimen contra la humanidad. En primer lugar, se trata de apelar a una humanidad más compartida y universal que se extienda a través del espacio y el tiempo, y que sea ajena a las diferencias geográficas e históricas. En segundo lugar, el crimen en cuestión atañe a la existencia, y se comete en contra de la propia experiencia del ser humano, del ímpetu humano. Y, tercero, es un crimen que pone en tela de juicio el orden legal establecido, ya que todo el mundo en general, y al mismo tiempo nadie en particular, puede ser considerado responsable.

¿Cuál es la naturaleza de este crimen? La especie humana es la responsable de una injusticia terrible perpetrada hacia el resto de las especies y hacia las generaciones futuras, los ecosistemas y los demás seres humanos. Los ejemplos incluyen los ríos y canales contaminados, el consumo masivo de combustibles fósiles y las emisiones de gases de efecto invernadero, las tasas insostenibles de deforestación, la extinción de ciertas especies… Y eso por nombrar sólo algunos ejemplos. Todo esto nos está llevando al límite, cada vez son más frecuentes los fenómenos meteorológicos extremos: la expansión de los desiertos, la pérdida de biodiversidad, el colapso de los ecosistemas, la escasez de agua y la contaminación, el incremento de los niveles del mar a nivel global…

Sin embargo, no todos los seres humanos tienen la misma responsabilidad en este crimen. Hay muchos, como los que promueven los intereses de la industria petrolífera o los que tienen altos ingresos económicos y llevan un estilo de vida acorde a ello, que dejan una fuerte huella medioambiental, y podríamos decir que son más culpables que los que viven en la pobreza. Asimismo, las generaciones presentes y pasadas son mucho más culpables que las venideras.

Lo curioso es que los humanos ya somos ‘portadores’ de justicia y ya tenemos leyes pensadas para que los criminales paguen por sus actos. Cuando somos testigos de violencia, de discriminación o crueldad innecesaria nos preocupamos y nos convertimos, como individuos, en un elemento al servicio de la justicia.

N.L.: Entonces, si consideramos que nuestra relación con el medio ambiente es de carácter delictivo nos encontramos en una tesitura en la que somos, al mismo tiempo, delincuentes y víctimas. Pero, según apunta, somos también el vehículo para que se haga justicia. ¿Por qué cree entonces que es importante, o útil, encuadrar en este marco el deterioro medioambiental?

A.P.: Un crimen contra la humanidad es algo que causa un sufrimiento humano innecesario e, indudablemente, la destrucción del entorno deteriora, y mucho, la calidad de vida humana.

La degradación del medio ambiente no es más que un registro, una crónica de las actividades del hombre, presentes y pasadas. Nuestro es el paisaje que aguanta la carga de todas las atrocidades que los humanos hemos perpetrado los unos contra los otros a través de las guerras. Los escenarios maltratados y quemados en Siria, Iraq o Afganistán son algunos de los ejemplos más recientes de todo esto. Los más de cuatro millones de refugiados que huyen de Siria (según las últimas informaciones del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados) son una consecuencia horrible de años de conflicto. Unos años que diezman no solo el sistema social, cultural, económico y político de un país, sino que destrozan también sus recursos medioambientales. Esto sin contar que es precisamente en estas situaciones cuando se produce la aniquilación sistemática de numerosos hábitats de los que dependen tanto la humanidad como muchas otras especies. Todo esto es una clara evidencia del crimen ambiental que se está cometiendo contra la humanidad.

Si esta situación continua así y no cesa, estaremos causando un daño extremo a las generaciones futuras, y estaremos causando una pérdida innecesaria de vidas humanas. Permítanme hacer una pregunta: ¿Debemos dar más importancia existencial a las generaciones actuales que a las futuras? El deterioro medioambiental y, en particular, el cambio climático, niega a las generaciones futuras su libre acción, dejándoles un mundo que puede haber reducido la vida a la mera supervivencia. Y eso sin que sean culpables de nada.

La degradación medioambiental es una forma muy concreta de capitalismo tardío. Se trata de un crimen en contra de lo que nos hace genuinamente humanos, únicos: la acción creativa que viene de una combinación de raciocinio, imaginación y emoción. Todos podemos tener capacidades y oportunidades distintas a través de las cuales llevamos a cabo nuestras acciones, pero compartimos la misma habilidad colectiva e individual para hacer realidad nuestro gran potencial de innovación.

Debido a que la actividad humana daña el medio ambiente, nuestra especie es culpable de un crimen. Y se trata de un crimen que cometemos contra nosotros mismos. En nuestra defensa diré que, en gran medida, estamos atrapados en la forma de hacer política que nos impone el estado liberal, lo que a su vez facilita el buen funcionamiento del capitalismo global. Para mí, esa es la raíz del problema.

N.L.: Llegados a este punto, usted asegura que no se puede cambiar el curso del cambio climático con las herramientas o las “innovaciones” del sistema neoliberal capitalista que lo está causando. ¿Podría ampliar ese concepto, decirnos a qué se refiere exactamente?

A.P.: Por supuesto. Desde mi punto de vista, es inútil intentar solucionar el daño que se ha cometido hacia el medio ambiente con los mismos mecanismos que causaron el problema. La degradación medioambiental es una forma muy concreta de capitalismo tardío. No reconocer y responder a esta situación, fracasar en identificarlo de esta forma es, simplemente, tener mala fe.

Por ejemplo, esta idea de que podemos hacer una economía capitalista más “verde”, sin repensar por completo y de forma radical las premisas más básicas de la teoría económica neoliberal, es verdaderamente un ejemplo de cómo estamos llevando a cabo una política que está totalmente fuera de lugar. El sistema se basa en un modelo de crecimiento infinito; de competitividad, propiedad privada y consumismo ciudadano. Y todo ello, combinado, produce una estructura terriblemente explotadora, opresiva y violenta que es muy influyente y que tiñe hoy todos los aspectos de la vida cotidiana.

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N.L.: Sin embargo, usted ha trabajado para la UNESCO, organización que, objetivamente hablando, es más propicia a encontrar “soluciones” al cambio climático que no se salgan de la norma que a interesarse por un cambio político radical. ¿Cómo aborda usted ese contraste?

A.P.: Para ser efectivos es importante trabajar de forma estratégica con un gran número de plataformas políticas. Soy muy realista acerca de las limitaciones de mi papel en la cátedra medioambiental de la UNESCO, y con esto quiero decir que soy plenamente consciente del hecho de que no estoy llevando a cabo un cambio radical cuando estoy en ese contexto. Dicho esto, mantengo una posición honesta y fuerte, una que resiste ser mediada por las relaciones de poder institucionales que normalmente definen la gran organización internacional. Como integrante de una cátedra de la UNESCO formo parte de la organización, tanto de forma interna como externa, y esto me permite mantener una posición de autonomía parcial.

La gente con la que he estado en contacto en el seno de la UNESCO son personas profundamente comprometidas con la creación de políticas y prácticas que aborden las injusticias sociales y ambientales. Puede que no siempre estemos de acuerdo en cómo deberíamos hacerlo, pero lo que es crucial es que las distintas voces, experiencias y situaciones forman parte del debate, incluso cuando el resultado final está a años luz de un cambio radical. Para mí, es mejor estar en la mesa y contribuir al debate que no estar presente de ningún modo. De vez en cuando lo que uno propone anima lo suficiente la discusión como para que se lleven a cabo cambios. Pequeños, pero significativos.

N.L.: Durante los años noventa era habitual (sobre todo en los círculos políticos) vincular las causas de conflicto y violencia con la pobreza y el subdesarrollo. Un gran número de críticos desafiaron ese esquema, ya que parecía que la culpa de la inseguridad y la vulnerabilidad recaía en los hombros de los pobres del mundo. ¿Hay el peligro de que esté pasando hoy lo mismo cuando la preocupación medioambiental se vincula cada vez más a los debates que hacen referencia a la violencia y la guerra?

A.P.: Esta pregunta plantea una cuestión importante con respecto al desplazamiento del prisma: desde siempre, la forma en la que se niega la violencia estructural e histórica es dirigiendo la mirada hacia otro sitio, culpando a otro. De la misma forma que la pobreza se ha identificado como causa de agitación y disturbios, en la actualidad el empobrecimiento medioambiental también se ve, cada vez más, como algo que puede causar conflicto social, hecho que proporciona una justificación a la privatización de los recursos colectivos o a las estrategias defensivas. Todo, para asegurar y mantener un monopolio que controle los recursos naturales valiosos.

Si se culpa del conflicto de Darfur a la desertización o se apunta a la escasez de agua como parte del conflicto permanente entre palestinos e israelíes, el problema de la distribución equitativa de los recursos naturales escasos continúa latente, así como las relaciones de poder sobre quién recoge los beneficios de todo ello y a expensas de qué. No estoy sugiriendo que la degradación medioambiental esté desconectada de la agitación social y política; definitivamente, está muy conectada. Pero crear una relación causal directa entre los dos conceptos disfrazaría las múltiples formas en las que la violencia opera en nuestro mundo contemporáneo.

Por ejemplo, la amenaza de la degradación ambiental se utiliza como arma de guerra. Me viene la mente cuando ISIS tomó el Mosul Dam en agosto de 2014, o cuando en Siria se cortaron los suministros de agua para que los residentes de Alepo no tuvieran acceso a los recursos. Esto fue así en todas las áreas de la ciudad, tanto en las controladas por el gobierno como en las de la oposición.

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La degradación ambiental también se utiliza para justificar la privatización de los recursos que todos compartimos. Y se hace bajo la apariencia de una gestión más sostenible, como cuando en Bolivia se privatizó el agua a finales de los años noventa. El precio del agua aumentó, empeorando los niveles de pobreza del país y echando más leña al fuego al descontento popular. En casos como estos vemos que se está negando el acceso a los recursos colectivos, y no solo a grandes grupos de personas, sino también a las generaciones futuras y a otras especies. No veo mucha diferencia entre esto y el ejemplo anterior que hacía referencia a la toma de Mosul Dam por parte de ISIS. En mayor o menor grado, todo son ejemplos de lo que el teórico David Harvey describe como la “acumulación por desposesión”.

N.L.: Si sostenemos que la degradación del clima es, en efecto, una forma de violencia criminal, y que las soluciones neoliberales no pueden hacer que se haga justicia, ¿cómo tendrían que ser las prácticas que sí hiciesen justicia?

A.P.: En respuesta a este problema hay dos estrategias políticas dominantes que prevalecen a día de hoy. O bien tratamos de interceder en el capitalismo actual (lo que querría decir “enverdecer” el debate económico) o trabajamos desde fuera para resistirlo (lo que es, a día de hoy, la posición del activismo radical). Estamos viendo un sistema de gobierno que responde a la degradación medioambiental protegiendo los intereses del sector corporativo por delante de los de la sociedad civil. El gobierno es ahora un actor corporativo que trabaja con el sector privado con el objetivo de privatizar nuestros recursos. Mientras, los activistas radicales que liberan visones de las granjas de animales de peletería, por ejemplo, pueden ser hoy procesados por las mismas leyes federales que rigen el terrorismo. En este sentido, las tácticas para cambiar el sistema desde dentro y los enfoques de resistencia alternativa y radical están siendo absorbidos por la sociedad capitalista. Incluso acaban facilitando el buen funcionamiento del sistema.

Personalmente, estoy más interesada en poder conectar los modelos políticos en conflicto para que se creen nuevas formas de solidaridad política. No me refiero a la solidaridad basada o enfocada solo en un tema concreto, como cuando por ejemplo los activistas en contra del cambio climático crean lazos con los activistas defensores de los derechos de los indígenas, o con los del movimiento anti-fracking. Si bien es importante hacer todo esto, creo que debemos expandir la noción de solidaridad para incluir vínculos que abarquen distintas prácticas políticas, y que cambien estratégicamente para combinar la oposición desde fuera y el trabajo desde dentro. Todo, para encontrar un camino más efectivo en el que movernos hacia delante.

Esto seria una solidaridad “bastarda” que combinaría la política inmanente de Spinoza y todas sus ramificaciones, que afloran desde la afirmación de que la actual situación difícilmente producirá grandes transformaciones, con las dialécticas que descienden de Hegel y Marx que aseguran que la contradicción lleva al cambio. Desde mi punto de vista, las modificaciones en cuestión son solo una síntesis provisional, y no una solución estable y acabada. Como tal, la lucha es necesariamente continua y variada, y debe tener lugar en múltiples formas y a través de numerosas plataformas. Lo que las une es una lucha basada en el amor. El amor a la vida, a la diversidad, a la sinceridad. Un amor que trabaja para derrotar el odio, la opresión y la intolerancia, así como la violencia que todo esto perpetúa.

Una política emancipatoria debe reconocer cómo funciona la acumulación de capital y ser rápida de movimientos y, a su vez, debe construir su práctica política y su pensamiento como una respuesta estratégica a todo esto. Ningún programa político es inmune a que se lo apropie el capital. Trabajar dentro del sistema para cambiarlo siempre llevará intrínsecos algunos riesgos de cooptación, pero las políticas que se posicionan fuera del sistema capitalista también corren este riesgo. Reconocer esto como un hecho y desarrollar un realismo crítico en relación a una situación que pueda mutar, de forma rápida y hábil, de una posición a la otra, es la base para elaborar un camino a seguir.

La degradación medioambiental nos está llamando para que seamos testigos en la tribuna de la Historia, nos está pidiendo que testifiquemos en contra de nosotros mismos y estructuremos una argumentación en nuestra defensa. En última instancia, todos somos representantes de la Historia. Reducirnos a nosotros mismos a un simple rol de observadores es negarnos nuestra propia humanidad.

Entrevista realizada por Natasha Lennard (@natashalennard), colaboradora habitual de The Intercept, The Nation y Al Jazeera América y editora de The New Inquiry.

Traducción de Anna Galdon.

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