Aferrados ciegamente al poder

Que los dueños del poder económico del país y la clase política a su servicio hacen denodados esfuerzos por salvar y perpetuar su modelo de dominación es una verdad indesmentible. No sólo el gran empresariado da constantes señales de preocupación de que el proceso constituyente adquiera sendas y dimensiones que pongan en tela de juicio la continuidad de su imperio, sino que, en especial, los partidos políticos de la institucionalidad dan muestras inequívocas de su interés por conservar los privilegios que les reporta el actual sistema llevando a niveles extremos su apego al poder, aferrándose a sus regalías institucionales y personales con abierto cinismo y desesperación. El espanto que provocó el Estallido Social iniciado en octubre de 2019 en las esferas del poder no logró aminorarse con la formulación del forzado “Acuerdo por la paz” alcanzado por la clase política en noviembre del año pasado, con la absoluta exclusión de los alzados. Es decir, los amenazados por la calle se vieron forzados a intentar fórmulas para salvarse a sí mismos bajo la apariencia de estar dando respuesta a las demandas de la ciudadanía movilizada. Pese a que dicho acuerdo lo impuso la movilización social, es del todo lógico que no lograse calmar a los poderosos pues éste no sólo tenía aspecto de tramposo sino que era una trampa que rápidamente quedó develada y, por lo mismo, no logró aplacar ni convencer a la población mayoritaria. La demanda central de asamblea constituyente y nueva constitución, aunque trató de ser birlada por las componendas políticas, siguió primando en las manifestaciones populares y obtuvo un gran logro con la realización y resultado del plebiscito del 25 de octubre pasado. Sin embargo, ese mismo resultado constituyó una bofetada para la clase política al constatar que en la población no ha disminuido en nada el rechazo hacia ellos, ni tampoco lo oculta. Esta clase política institucionalizada recibió una segunda bofetada con la realización y resultados de las recientes primarias electorales para cargos de gobernadores y algunas alcaldías; pese a las condescendientes alabanzas por el simple hecho del gesto de participación democrática que puede representar una primaria, lo cierto es que no logra disimular en nada la bajísima participación ciudadana en el mentado acto de primarias. El 2,89 % de participación refleja el hartazgo y el repudio ciudadano hacia una clase política descompuesta y desacreditada al máximo pero, además, refleja que el cóctel de eventos electoreros con que la colusión político-empresarial pretende embolar a la población para sustraerla de sus reivindicaciones de fondo, tanto políticas como materiales, no está dando los frutos esperados por la alianza del poder. Un 2,89 % representa una casi nula participación y resta toda legitimidad a un proceso de esa naturaleza, de supuesta o pretendida participación democrática de la población. Eso por una parte. Por otra, este bajísimo porcentaje demuestra la crisis terminal de la actual composición de los partidos políticos que conforman la institucionalidad del sistema, lo que proporciona otro elemento más para, precisamente, avanzar sin trancas hacia un nuevo ordenamiento constitucional que posibilite la conformación de nuevas colectividades políticas y nuevas formas de relación entre la política y la sociedad. Ésta, la actual, está tan acabada como la constitución que ya fue desechada en el plebiscito. No obstante, la necesidad de aferrarse al poder y seguir sirviendo al gran empresariado, lleva a la clase política institucionalizada a persistir en su afán de usurpar y adueñarse del proceso constituyente esgrimiendo las reglas impuestas por ellos mismos a través de la Ley 21.200, convertida en un corral techado hacia donde quieren embutir al pueblo para manipular y controlar el devenir del país. La negación de espacios de participación para los independientes de modo que pudiesen postular sin limitantes arbitrarias a formar parte de la constituyente es una de las expresiones más groseras del secuestro que han hecho del sentido democrático de este proceso; a ello se suma las limitaciones a la participación de los pueblos originarios y la negación a incorporar de manera efectiva y democrática a los chilenos residentes en el exterior mediante la creación de un distrito específico. El festín de eventos electorales programados y el afán por incluir los momentos eleccionarios que supone el proceso constituyente como una actividad más de éste, obedece al objetivo de trivializar el proceso constituyente, integrando la elección de delegados como un suceso más protagonizado por los partidos políticos institucionalizados. Habida cuenta del hartazgo y rechazo que éstos provocan en la ciudadanía, el actuar de la colusión del poder (el Gobierno, la clase política y el gran empresariado) parece una bien diseñada estrategia para, precisamente, ahuyentar la participación ciudadana del proceso constituyente. Parte de ese diseño, fundado en el corral de la Ley 21.200, consiste en no permitir mayores espacios de participación democrática de la ciudadanía que aquellos amañados por la clase política y en eliminar o restringir el carácter soberano que debe tener un proceso constituyente verdadero y legítimo. La colusión del poder logra implantar la no-participación de la ciudadanía en las decisiones esenciales, manipula a las masas para imponer sus designios y controlar los estamentos del Estado; marginan a la población de todo aquello que sea relevante para los destinos del país, imponiendo así los intereses de una minoría dominante sobre la base del desconocimiento y la anulación de las mayorías. La colusión del poder fomenta, propicia e incentiva la no participación pues ello les sirve para prolongar su existencia, les conviene para conservar sus privilegios y prebendas. La no-participación masiva y democrática en la elección de los constituyentes en abril, le restará toda legitimidad al proceso constituyente y le abrirá las puertas al descontento popular bajo formas impredecibles. No podrán decir luego que no vieron venir lo que están provocando. Estas muestras de empecinamiento en el poder, de obcecación por el poder, conducen al desvarío de la clase política, a la ceguera social más completa, y pueden llevar los destinos del país por el difícil camino de la explosión social que no puede seguir recibiendo como respuesta represión y crímenes por parte del Estado. La exclusión y el abuso ya fueron suficientes para una población que estuvo demasiado tiempo sometida a una domesticación por el consumo, al endiosamiento del individualismo y al imperio del mercado, cuestiones que le condujeron a un callejón sin salida que sólo ofrece miseria y servilismo. El envilecimiento del poder de que hace ostentación la alianza del poder se irradia hacia otros estamentos del Estado y otras esferas de la sociedad, generando una decadencia en los valores y principios que deben primar en un estado de derecho. No son solo los partidos políticos los que se encaminan a una crisis terminal; lo mismo ocurre con las instituciones uniformadas, tanto policiales como de las Fuerzas Armadas, cuyos niveles de corrupción superan en demasía lo considerado excepcional transformándose en una práctica de descomposición profunda que requiere una redefinición de raíz. La corona del envilecimiento del poder la porta, sin duda, la figura del actual presidente de la república quien persiste en sus actos que denotan un absoluto desprecio por la sociedad que, se supone, preside. El reciente paseo por un balneario sin portar mascarilla constituyen una vulneración de las normas sanitarias y preventivas establecidas por el gobierno que él encabeza, y grafican sobremanera una actitud despótica y despectiva. Lo que se suma a anteriores demostraciones de tales actitudes del gobernante como la concurrencia a pavonearse en la Plaza de la Dignidad, a comienzos de abril, o la presencia en el funeral de un tío suyo a mediados de junio saltándose también todas las normas sanitarias, hecho por el cual una hermana del mandatario fue “condenada” con impunidad incluida por un servil Juzgado capitalino. Ya son demasiadas y suficientes muestras de una degradación galopante de esta sociedad manejada por un modelo que hace crisis por todas partes. Sin embargo, los llamados a buscar fórmulas pacíficas y democráticas de solución se empeñan en aferrarse a hilachas de su sistema, aunque ello signifique o acarree la desintegración nacional. Pero ellos insisten en no querer ver lo que generan, tampoco ven lo que se les viene encima si persisten en su fraude institucionalizado. Resumen
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