La parte africana del informe de Amnistía Internacional es quizá la más deprimente. Se trata de un continente que ha vivido durante mucho tiempo a poderes coloniales, genocidios como el que vivió Ruanda hace apenas 20 años y una serie de conflictos internos, muchos de ellos armados, que suponen violaciones persistentes y flagrantes del derecho internacional humanitario y de los derechos humanos. En el 2014 estos conflictos generaron los crímenes más graves imaginables, injusticia y represión. La marginación, la discriminación y la persistente negación de otras libertades fundamentales y otros derechos socioeconómicos básicos crearon a su vez terrenos fértiles para nuevos conflictos e inestabilidad.
En República Centroafricana el 2014 estuvo marcado por lo que Amnistia Internacional llama “un ciclo de violencia sectaria y atrocidades masivas”, que incluyó homicidios, tortura, violación, mutilación de cuerpos, secuestros, desplazamiento forzado y reclutamiento y uso de niños y niñas soldados. Desde septiembre, los últimos meses de 2014 estuvieron marcados por una creciente oleada de ataques en las regiones centrales del país. La población civil sufrió diversos abusos contra los derechos humanos durante un recrudecimiento del conflicto entre diferentes grupos armados. Un nuevo estallido de violencia afectó a la capital, Bangui, en octubre. Todas las partes –Seleka, milicias antibalaka y grupos armados del grupo étnico peul– actuaron de forma sistemática y con impunidad contra civiles. Una diferencia que tenemos con Amnistia Internacional son las esperanzas que puso en la misión de la ONU que se desplego en este país. Los hechos prueban que mientras el organismo internacional este amarrado a los intereses imperiales se mostrará inoperante.
En Nigeria opera un grupo fundamentalista islámico (Boko Haram) tan sanguinario y alejado de las enseñanzas del Profeta como los que operan en el mundo árabe. El secuestro de 276 niñas de una escuela perpetrado en abril por Boko Haram fue un hito en la campaña de terror del grupo contra la población civil, que continuó con toda su intensidad. Lo mismo ocurre en Somalia, con el grupo armado islamista Al Shabaab. Los grupos armados reclutaron por la fuerza a personas, incluidos niños y niñas, y secuestraron, torturaron y mataron ilegítimamente a otras. La violación y otras formas de violencia sexual eran prácticas muy extendidas. En ambos casos, además, la política represiva de los gobiernos descarga sobre la población civil su incapacidad para enfrentar al terrorismo. Las continuas violaciones de derechos humanos por uno y otro bando deja al pueblo entre dos fuegos igualmente peligrosos.
Un ejemplo de esto es lo que ocurre en la República Democrática del Congo donde El juicio de soldados congoleños ante un tribunal militar por la violación en masa de más de 130 mujeres y niñas, así como por los asesinatos y saqueos perpetrados en Minova, concluyó con sentencia para sólo dos de los 39 procesados.
Hagamos un paréntesis en nuestra lectura del informe de AI para una reflexión política. Es evidente la ceguera de Occidente frente al continente negro cuando se condena a unos y ni siquiera se habla de los otros. Ceguera que en verdad supone una buena visión. Si uno se guía por los medios de prensa sólo el mundo árabe es musulmán, todos los musulmanes son asesinos y tenemos derecho a intervenir ahí. Lo único cierto es que esas intervenciones se realizan en busca de un petróleo cada vez más escaso y urgente para una sociedad que no quiere dejar de quemar fósiles y pasar a energías limpias.
Si estos son conflictos recientes hay otros que tienen ya años en curso y que al parecer no tienen solución a la vista como los de la República Democrática del Congo, Sudán y Somalia.
Pero incluso en los países que no están sometidos a conflictos armados la situación de los derechos humanos no es la mejor. En Eritrea no estaban permitidas las actividades de partidos políticos de oposición, medios de comunicación independientes ni organizaciones de la sociedad civil, y miles de presos de conciencia y presos políticos continuaron sometidos a reclusión arbitraria. En Etiopía se reanudaron las acciones contra los medios de comunicación independientes, incluidos blogueros y periodistas, y las detenciones de miembros de partidos opositores y manifestantes pacíficos. El espacio para la crítica de la política del gobierno en materia de derechos humanos por parte de la sociedad civil era casi inexistente en Ruanda. En Burundi, las voces críticas, incluidas las de miembros de la oposición, activistas de la sociedad civil, abogados y periodistas, sufrieron restricciones al acercarse las elecciones de 2015. La libertad de reunión y de asociación fue objeto de restricciones, y la prohibición de reuniones y marchas era habitual.
En Gambia, el presidente Yahya Jammeh conmemoró su 20 aniversario en el poder, dos decenios caracterizados por una severa intolerancia de la disidencia en cuyo marco periodistas, oponentes políticos y defensores y defensoras de los derechos humanos seguían siendo objeto de intimidación y tortura.
Todas estas violaciones de derechos humanos se hacen, por si fuera poco, en el marco de una pobreza que se expresa sobre todo en el estado de salud de la población. El brote de la epidemia del virus del ébola que surgió en algunos países de África occidental en marzo llevó a la Organización Mundial de la Salud a considerarlo el de mayor propagación y más complejo desde que se descubrió el virus en 1976. A finales de 2014, el ébola se había cobrado las vidas de más de 8.000 personas en Guinea, Liberia, Malí, Nigeria y Sierra Leona. Más de 20.000 personas se habían infectado (casos sospechosos, probables y confirmados) y se temía que pudiera surgir una gran crisis alimentaria a principios de 2015. Las comunidades y los servicios de salud estaban extenuados o al borde del colapso.
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