Algún día llegará la noche. En eso pensábamos.
Llegará la noche y nos pondremos a descansar.
Juan Rulfo.
Lo encontraron colgado del marco de la puerta, exánime. Como esperando el otoño con la lengua afuera. Y su dolor allí, viajando sin partir. Utilizó su roído cinturón de cuero, con varios más hoyos que los originales. Tenía un semblante esmirriado. La única silla que le quedaba, de mimbre y coja, la usó para alcanzar el marco. Yacía bajo él. Le tomó trabajo ubicarla justo debajo del marco pues trataba de no utilizar sus ojos, cansados ya de ver, malheridos. Le espichaban si los abría. Actuaba impertérrito, mas tenía un semblante patibulario. El cinturón estuvo ese día sobre la cama. Mientras ubicaba la silla se subía insistentemente los pantalones que abandonaría, como tantos otros angustiados de civilización. Pantalones parchados, como de payaso. Como de esos tantos payasos que relató siempre fuera de la función, elevándolos, consagrando como nadie su pobreza y su miseria. La silla estaba coja de hacía un breve instante. De cuando engulló su última comida. Calentó agua con la inútil esperanza de que un té con cedrón entibiara sus huesos. No querían sostener más su piel, la de los mil oficios en mil quinientos años. Querían, pedían, descansar. Entrecerrando los ojos buscó asiento, calculó mal, 78 apenas rozó el borde de la silla, despatarrándose en el suelo y dejándola coja. Sentado bebía su té y mascaba un pan añejo. Descubrió de pronto el mutismo en que se hallaba, ya de días. La comunicación solo ocurría dentro de su cabeza. Las ideas, que eran puros recuerdos y dolor, fluían como siempre y quizás más que nunca. Y finalmente, pensó, ¿no era esto lo que escribí? ¿A la palabra no quise sino usurparle su silencio, comerme la lengua y el horizonte de sus verbos? Ahora sabía donde la palabra estaba. Rato antes había llenado el pollo con carbón y sacudido la rejilla. Trataba de encontrar un fuego sano. En la silla mansa se ubicaba junto a la única ventana de su piecita, que daba al mar. Llovía torrencialmente cuando se irguió y arrastró sus pies y la silla hacia la mesa. Antes igual llovía con la misma fuerza. Antes cuando miraba el mar, furioso y bello. El cielo colmado de vida; nubes grandes, gruesas, gordas. Ufanas en su magnificencia. Tiernas en su permanencia. Como él, erguido a cuchillazo limpio, embetunado por la sal y con un dolor tan grande que da risa, escribió una vez. Y llovía cuando ahí mismo sentado realizó la antigua costumbre de sentir su cuerpo desde abajo. Cerró los ojos y pensó sus pies, vendiendo urnas. Las pantorrillas descansando allá lejos en el Matto Grosso luego de una larga travesía desde Santa Cruz de la Sierra con caballos contrabandeados. Las rodillas, dobladas, temblando, sosteniéndolo mientras observa, cuida, les habla a las cebras, elefantes, leones, osos; fieras de un circo pobre y altivo. Sus muslos ayudando con celeridad a la mujer de goma, al tragafuegos y a los payasos. A todos al mismo tiempo tras el escenario, antes y después de la función. Nunca durante ella. Su pene y su trasero. Olvidados por cuanto nunca habían sido tan partes de todo su cuerpo como cuando vagaba totalmente libre en los trenes que siempre van al norte del continente americano. El estómago, vacío, rugiendo, mientras, como la inmensa e inacabable lluvia de esa tarde, escribía guiones para cine, radio, teatro y televisión. Sintió su pecho, fuerte, valeroso, observando el amor de la pasión; la pasión del amor, cuando recibía nocturnos pasajeros de un hotel urgente. Los brazos con la fuerza y las manos la fineza, allá en los socavones, en las entrañas de las minas de estaño en Potosi, con rango de Ayudante de Carpintero. El cuello le latía en la noche mar adentro, pescando. Y entonces su cara, su cabeza. El pensamiento revoloteando. Su poesía. Sintió la duda. No supo si fue capaz de escribir y detallar toda su humanidad sin que jamás faltara en esos inventarios, la poesía. Lo embargó la tristeza, el abandono. Emociones que siempre le terminaban provocando el ejercicio del cuerpo. Lo sabía cuando de la cama se fue hacia la silla junto a la ventana. Lo sabía cuando, despierto boca arriba, pero con los ojos bien cerrados imaginaba el techo sobre él. Lo sabía cuando instintivamente buscó el marco de la puerta para que fuera lo primero en ver. Lo sabía cuando de pronto despertó, oyó la lluvia y decidió que al final del día se iría con otro ojo a vivir en su mirada.