Por Mario Valdés-Vera
Del día de la elección de Salvador Allende como presidente de la República ya han pasado 50 años. Ese 4 de septiembre de 1970 ha marcado hasta hoy nuestro devenir político y está grabado a fuego en la historia contemporánea. En la contienda electoral el candidato de la coalición de partidos de la Unidad Popular obtuvo la primera mayoría, en unas elecciones que, además, alcanzaron una masiva participación electoral, cerca del 80% de los hombres y mujeres habilitados para votar concurrieron a hacerlo. Al final de esa tarde que anunciaba la primavera chilena, ya se vislumbraba la estrecha llegada de las dos primeras mayorías, Allende obtenía un 36.2% de los votos y Alessandri, el representante de la oligarquía empresarial, un 34.9%. Así las cosas, la decisión recaía en el Congreso pleno – donde la UP era minoría – quien pocas semanas después, el 24 de octubre, debía elegir cuál de los candidatos seria ungido como presidente hasta 1976. Cabe destacar que el mecanismo de ratificación entre las primeras mayorías relativas por parte del Congreso había sido la forma en que, de acuerdo a la Constitución del ’25, se debían resolver las elecciones de no existir mayoría absoluta. Así se zanjaron las elecciones de 1958, que llevó a la presidencia a Alessandri con un porcentaje menor de votos al obtenido por Allende; la elección de 1952 que nombra en el poder al militar Carlos Ibáñez y en 1946, en que ambas cámaras acuerdan a Gabriel González Videla como presidente.
Los días que trascurrieron desde el triunfo popular hasta la ratificación de Allende como presidente fueron de gran intensidad. La conspiración golpista de la derecha y los militares ya se dejaba sentir con su estela de violencia y horror que sembraron sin vergüenza alguna durante los días, incluso previos, al inicio del periodo presidencial del ’70. Así, ya en los últimos momentos del gobierno de Frei Montalva un intento de golpe de estado encabezado por el general Roberto Viaux - el Tacnazo en octubre de 1969 - fue un primer anuncio de que los ataques arteros al ascendente movimiento popular y a sus representantes políticos no irían a cejar fácilmente. Estas acciones alcanzan un momento culmine cuando a escasos días de investidura de Allende como presidente, es asesinado el Comandante en Jefe del Ejército René Schneider a manos de un comando paramilitar de ultraderecha integrado por jóvenes de la clase alta santiaguina, cuyo crimen fue organizado y planificado por el mismo el mismo Viaux.
Finalmente, el día 24 de octubre Allende es proclamado por el Congreso pleno como presidente de Chile, iniciándose así el llamado socialismo “a la chilena”, una experiencia única en el mundo que tuvo un camino plagado de dificultades y conspiraciones por parte de las clases dominantes criollas quienes, en definitiva y con mano ajena como lo dijera Allende en su discurso antes de morir, le asestan un golpe mortal el martes 11 de septiembre de 1973, con trágicas consecuencias para el mundo popular y la sociedad chilena en su conjunto, cuyas huellas de muerte y exterminio se dejan ver hasta el día de hoy.
De todas formas, no es el objetivo de esta columna referirse al gobierno de Allende y sus múltiples dificultades – generadas incluso desde su propio sector - los que han sido analizados por una abundante bibliografía, aunque no suficiente aun, sobre todo ante la necesidad para el mundo de la izquierda de establecer un panorama global y realista de la derrota del Gobierno Popular. Aquí hay una deuda gigantesca de la historiografía y demás disciplinas sociales que algún día habrá de ser abordada.
No obstante y a la luz del análisis desde este presente histórico, cabría sí preguntarse si efectivamente Allende, los partidos que representaba y los amplios sectores de la ciudadanía que lo apoyaban, tenían algún grado de poder político real en la conducción del Estado, o si, materialmente sólo detentaban un poder nominal que distaba mucho de una capacidad de transformación efectiva, que pudiese alterar las gigantescas y anquilosadas estructuras de dominación que había construido hasta ese momento la institucionalidad oligárquica chilena en dos siglos de existencia (El estado, la constitución de 1925, los propios partidos políticos). Más aun cuando el Gobierno Popular se planteaba una vía institucional y democrática para las transformaciones necesarias a objeto de llevar a cabo su programa, existiendo así un problema irresoluto para el gobierno de la UP: la capacidad de cumplir las expectativas transformadoras de grandes mayorías ciudadanas– en un contexto histórico de pulso irrefrenable - cuidando no transgredir la Constitución y las leyes del orden oligárquico.
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En este marco, es necesario rescatar hoy desde una lectura histórica en clave de herramienta para la acción, es que la vida y obra de Allende como personaje político propio de la modernidad del Siglo XX, recoge y es depositaria y portavoz de las demandas más importantes de las clases trabajadoras de los campos y ciudades chilenas. Estas clases trabajadores fueron el principal sostén de un orden económico y social que reflejaba todavía, aun avanzado el siglo, las estructuras coloniales de dominación. El Estado nacional aún conservaba sus rasgos excluyentes que sostenían un desarrollo económico basado en la explotación a gran escala de recursos naturales y con un escasísimo desarrollo de políticas sociales y de bienestar de la clase trabajadora. Ésta se encontraban totalmente al margen de las decisiones políticas y económicas que los afectaban directamente y que las mantenían en condiciones estructurales de exclusión y pobreza. En este sentido Allende representó – en el largo siglo XX chileno- la posibilidad de materialización de cambios profundos de la sociedad, reclamados por los más amplios sectores del pueblo pobre y de parte de la clase media quienes vieron, por primera y única vez en la historia, la posibilidad tener algún grado de injerencia real y concreta en los asuntos de la nación. De acuerdo a esto y desde la perspectiva del proceso histórico la llegada al gobiernos de Allende y los partidos de la UP, marca de cierta forma el punto culmine de la participación política de la ciudadanía organizada no sólo en partidos políticos, sino que también en una gran variedad y tipos de organizaciones sociales movilizadas por todo el país: juntas de vecinos, grupos artísticos y culturales, clubes deportivos, organizaciones estudiantiles y sindicales, etc.
Esta participación político-social en interpelación al Estado es de vieja raigambre. Hunde sus raíces en las primeras organizaciones de carácter mutualista, anarquista y socialistas, quienes siembran la conciencia de la organización y revolución social en hombres y mujeres durante gran parte del siglo que pasó. Así, la llegada de la Unidad Popular al gobierno en 1970, expresa un ciclo largo del devenir de los movimientos sociales chilenos. Desde ahí, es importante señalar que, si bien es cierto Allende representó a grandes sectores del movimiento obrero y popular – por lo demás activo y consiente de su condición de siglos de dominación, dependencia y subordinación política y económica - es también y principalmente desde la lectura histórico-política, el producto de una energía histórica desplegada durante más de cien años de luchas y organización.
Esta cuestión es fundamental en la discusión de hoy al recordar los 50 años de su triunfo electoral, ya que en el actual contexto de una izquierda carente de liderazgos que acompañen a los movimientos sociales y en donde gracias a las relaciones horizontales – líquidas como diría Bauman - que caracterizan el mundo de lo social y colectivo, es importante no recordar a Allende con una visión nostálgica ni romántica del líder político clásico, capaz de seducir a las masas y convencer a sus electores, sino que como un ejemplo de la importancia y la potencia transformadora de la organización política de los trabajadores y trabajadoras del país. Relevando y poniendo en debate la posibilidad de construir plataformas comunes con el conjunto de la izquierda, que permitan correlacionar fuerzas, discutir ideas y establecer alianzas con el mundo social y – recién a partir de esto – construir plataformas reales de gobierno, en sus distintos niveles (comunales, regionales, nacionales).
El recuerdo de Allende hoy, a través de homenajes y ceremonias en todo el mundo como suele ocurrir en el mes de septiembre, tiene como telón de fondo la innegable crisis de la política y de los modelos de liderazgos del siglo XX y que han arrastrado en su decadencia y agotamiento a las instituciones que representan, en particular la debacle de los deslegitimados partidos políticos. Se abre entonces la pregunta ¿cómo recordar a Allende, un político clásico del siglo XX y reparar en los aporte de su legado para las nuevas y novísimas generaciones?, sin caer en lecturas redentoristas y esencialista sobre su actuar en política.
Lo anterior resulta muy pertinente al constatar los desafíos que enfrentan en la actualidad el mundo popular y las organizaciones de trabajadores y trabajadoras. Hoy, cuando gracias a la movilización de grandes sectores de la ciudadanía se llevó a cabo una coyuntura culmine de inicio de transformaciones sociales en octubre de 2019, momento que sin duda se convierte en culminación y arranque del inicio de un nuevo ciclo de organización y transformación de las estructuras impuestas por el neoliberalismo. A pesar que el escenario se materializa en un acuerdo político cupular del 15 de noviembre, que marca un itinerario constituyente fraguado a espaldas del pueblo y sus organizaciones, no obstante se transformó en un momento importante para promover la construcción de un estado social de derechos, cuestión a la que aspiraba el movimiento político-social masacrado en 1973.
En este sentido el punto de inflexión del plebiscito del próximo 25 de octubre de 2020, constituye un paso importante para manifestar el fin de un ciclo de hegemonía neoliberal en la economía y la política. No obstante se abre el campo de disputa política de ahí en adelante por conquistar espacios de representación en la Asamblea Constituyente, en donde la derecha y los sectores conservadores desplegaran - están desplegando ya – todo su poder material y su estética del miedo para seguir manteniendo sus prebendas y privilegios institucionalizados en la Constitución del ’80 como corolario de la obra de Pinochet y Guzmán.
Ese día de la primavera chilena, cuando el pueblo que ha sido convocado nuevamente a las urnas concurra a votar por aprobar una nueva constitución, la que será redactada, además, por una asamblea constituyente (convención constitucional), comenzará el fin de un largo ciclo histórico inaugurado por la Dictadura. Este momento de la historia nos obliga a retomar la continuidad del proyecto de emancipación y transformación como legado de las luchas sociales del siglo XX, pero adaptado a las realidades del vertiginoso presente que nos toca vivir. Es decir, un triunfo electoral la noche del 25 de octubre, amplio y significativo abre la puerta – en un marco de tensión propio de la disputa de proyectos políticos que nos enfrentará nuevamente al legado de la Dictadura y sus defensores – a un tránsito o etapa de la historia en que se hagan realidad parte de las legítimas aspiraciones de las clases trabajadoras del país. En este sentido Allende hoy, su triunfo electoral del 1970 debiera ser recordado y valorado desde lo contemporáneo, construyendo un sentido para las generaciones actuales y dotando el recuerdo y la memoria de energía transformadora que ponga el acento en la necesaria movilización y organización y que aspire al desmantelamiento del modelo neoliberal como la tarea del periodo que nos toca vivir. En resumen, como el mismo candidato triunfante esa noche de septiembre del ’70, proponía, dirigiéndose al pueblo reunido en una calle de Santiago, les señaló: “Uds. tendrán la responsabilidad histórica de realizar lo que Chile anhela para convertir a nuestra patria en un país señero en el progreso, en la justicia social, en los derechos de cada hombre y de cada mujer y de cada joven de nuestra patria.”