Uno.
De acuerdo al informe de la Asociación Civil La Casa del Encuentro, en Argentina el 2011 hubo 282 femicidios y 29 infanticidios.
Dos.
Claro que el miedo abunda como peste sorda, primera línea de contención de los poderes. Claro que el niño calla ante el martirio de la orden salida de un gigante cuya mano tiene la dimensión de su rostro y la consistencia del padre autoritario o la madre que imita al padre autoritario. Claro que la mujer calla, como calla el niño, ante el mismo puño hecho de hueso tallado por el envilecimiento del taller, el campo y la oficina. Y enmudece de vergüenza –que en este caso, es miedo torcido por la norma- cuando también es sexo obligado, sin más pasión que la necesidad perentoria del más fuerte. Asimismo calla el niño y el empobrecido; el negro y el originario; calla el migrante y el mal pagado; el anciano y el inválido; el desocupado, el trabajador informal, quien sólo conoce el polvo de las alfombras persas, y el loco.
Tres.
Claro que la historia de toda la sociedad hasta ahora es la historia de la lucha de clases, de las relaciones de poder; del miedo y la rebeldía. Desde arriba, desde los pocos con tanto, armados de municiones misteriosas, de egoísmo inagotable y oscuro como noche cerrada; desde arriba, el puño del macho retocado en sus representaciones, sujeto del capital y su movimiento; mistificado y multiplicado como deidad en los medios de comunicación, los generalatos, los títulos y los titulares, la ley y sus laberintos, cae pesadamente sobre la comunidad, revelando el pavor a perder los privilegios. Por eso el miedo de los de arriba siempre sobreactúa. Es violencia preventiva, lluvia atómica contra un pájaro. ¿Por qué? Porque el miedo del dueño y del que manda, del macho cuya parentela ilustra los billetes, proviene del desasosiego. Sabe perfectamente que el actual orden de las cosas es normalidad inestable, falsa conciencia, ideología, tránsito depredador, relaciones sociales con fecha de vencimiento.
En cambio el miedo de los subalternos es corporal, hambriento, pura incertidumbre, frío como la luna. Sólo puede arroparse colectivamente.
Cuatro.
Claro que a estas alturas del conocimiento socialmente producido y privadamente apropiado, las mediaciones del miedo, sus máscaras alienantes tienen fondo de pantalla. Si nadie comprara televisores, los que ordenan los impondrían ‘sin costo’en la habitación del 99 % de la gente. Ya se obsequian los periódicos mientras los aparatos de radio yacen en las ferias de todos los pueblos. Y quien se acerca, mira o lee, deduce la misma voz, los mismos mandamientos, los mismos auspiciadores. En algunos lugares, hasta el fútbol millonario y las carreras de autos se transmiten gratuitamente en el altar de la caja repetidora. Esa cuya luz propia no deja ver.
Las mediaciones del miedo se corresponden con la división del trabajo, con la pirámide de los explotados con salarios más o menos infames. Con el grado de riesgo que comporta su capacidad de consumo. Con el gerente, el jefe, el capataz, el empleado y su ayudante, el del aseo, el de los mandados y el que abre y cierra la puerta. La mujer, al fondo, rentado su trabajo por menos posibilidades de endeudamiento. La mujer acuchillada como un bosque por la industria del papel. La mujer con la barriga llena de peces muertos como el agua después de lavar la extracción voraz de los metales en la montaña o en la pampa rota.
Cinco.
Claro que el miedo de muchos es obsecuencia concreta, subordinación, disciplina, autocensura y vigilancia. Horario de llegada y de salida. Si el capital mundializado se resuelve en el casino de las bolsas de los que temen por los privilegios que tienen por perder, entonces el uniforme y el peinado, el escote y el edulcorante, sincrónicamente, es el mismo en todos los rincones.
La obsecuencia no es abstracta. Es miedo en forma de silencio y rodillas mordidas, de gesto exculpatorio. Es el aplauso al niño malabarista en el trasporte subterráneo. Es la mirada sobre el hombro del más fragilizado por la expoliación y, a la vez, la pleitesía obscena al que distribuye los cheques a fin de mes. La obsecuencia maldice al vecino, al callejero, a las putas, los maricones; a los vagabundos que duermen en la calle Riobamba, en el centro del microcentro de Buenos Aires, que comen cebollas y que a un árbol junto al basurero público le han vestido como si fuera un pino navideño y le han atado una bandera del país.
La obsecuencia es la complicidad muda ante el castigo por encargo de las patotas sindicales contra los trabajadores que luchan para que la vida sea organizada por la mayoría. El mismo terror que fortalece y autoriza por ausencia al crimen funcional, a las cifras oficiales, el reciente aumento del 100 % de la dieta de los senadores y diputados de todas las bancadas, la especulación de los precios, la desigualdad social, la concentración capitalista, los privilegios de la petrolera hispana Repsol, el paso mortal de los químicos y explosivos de la megaminería, la ley anti-terrorista contra la conciencia realizada en combate social y político de los trabajadores y el pueblo.
Eso sí, el miedo tiene su ruina en el momento de la rebeldía. Y la rebeldía su oportunidad cuando adquiere unidad de sentido, dignifica a los desheredados, inspira a la juventud, se monta sobre la historia desde el calendario popular, torna sujeto al que ayer nada más era objeto, cliente y consumidor. Y cuando se arquitectura como fuerza social transformadora, con proyecto, lúcidamente, que no iluminadamente.
La rebeldía es la crisis del miedo y el desplazamiento de la obsecuencia.
Y la rebeldía tampoco es abstracta. Es la voluntad colectiva necesariamente organizada para destruir la opresión de clase y su movimiento que maximiza el beneficio a costa de humanidad.
Y donde no existe rebeldía sólo hay mansedumbre, fatalidad, cinismo.
14 de febrero de 2011