Por Ruperto Concha/resumen.cl
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En la alucinante década de los años 60 del siglo pasado, el presidente Eduardo Frei Montalva lanzó una advertencia a la clase política chilena, señalando el peligro de que nuestra nación se dividiera en dos grupos irreconciliables: El grupo de los que tienen hambre y el grupo de los que tienen miedo.
Era un lenguaje simple, simplificado al máximo. Pero servía entonces y sigue sirviendo ahora, aunque ahora el hambre, el verdadero hambre, ha sido en gran medida reemplazado por otros apetitos más complejos. Apetitos de consumo y del prestigio social que supuestamente obtienen los que consumen mucho y gastan mucho dinero.
Y el miedo también ha cambiado. Ya no es el miedo que podían sentir los ricos cuando a los pobres les da rabia sentir hambre. No. Ahora se trata de un miedo lustroso y bien empaquetado que la propaganda trata de instalarnos permanentemente. Miedo a los rusos o a los chinos, miedo a los delincuentes, miedo a los súper microbios, miedo a ser pobres, a envejecer y ponernos feos… en fin.
Como sea, esa frase del viejo Eduardo Frei sigue vigente ahora, con un sentido más amplio y, por desgracia, menos humano.
Hace algún tiempo mencioné que la Democracia, desde sus inicios hasta ahora, ha probado ser básicamente un estado de ánimo. Esa especie de entusiasmo vigoroso que sentimos cuando sentimos que el futuro sigue ahí, cerquita, y nos abre las puertas sólo porque somos seres humanos.
La democracia demostró su formidable eficacia en cuanto mandó al trasto los abolengos familiares y permitió que la gente común, según sus capacidades, agarrara ímpetu y pudiera subir en una dinámica social que iba desde lo más bajo hasta las alturas supremas de la sociedad.
Jamás nunca en la Historia de los estados nacionales, hubo una democracia verdadera y completa. Siempre los que llegaban arriba tendían a formar oligarquías y apernarse en sus privilegios.
Pero también, siempre que hubo un empuje democrático, el brío de los que empujaban para ascender lograba aunque fuese en parte ir reemplazando y renovando a los oligarcas, y eso la mayoría de las veces trajo consigo progreso social y generación de riqueza verdadera para más y más gente.
El entusiasmo y la esperanza, dos estados de ánimo, se conjugaban en el alma nacional y casi todo el mundo se daba cuenta de que eso era bueno. No sólo era conveniente. Además era sabroso como un juego que prometía y que con frecuencia cumplía sus promesas.
Pero también la gente comprendió muy luego que, como cualquier juego, la democracia se definía proyectando en torno suyo una crisálida de normas, de leyes y procedimientos que deben ser acatados so pena de que la democracia misma se enferme y muera.
Durante miles de años desde los tiempos del rey Hammurabi, en Babilonia, las civilizaciones fueron ensayando sistemas de leyes que facilitaran la convivencia eficaz entre los miembros de la sociedad. Mil años después, en Grecia, el ateniense Solón concibió un conjunto de leyes que trataban de definir una democracia
Pero fueron necesarios dos mil y tantos años más para que la humanidad al fin descubriera que más allá de las normas prácticas, existía un conjunto de valores que se originaban en la existencia misma de los seres humanos, y sin los cuales las leyes no eran mucho más que simples manuales de procedimientos y contratos.
Esos valores esenciales generaron el concepto de los Derechos Humanos. Es decir, los derechos que emanan directamente de la condición humana, en todo lugar y toda circunstancia
Fue al final del siglo 18, un período de constelaciones de tecnología, dinámica social y relativa paz, donde el periodismo ya hacía vibrar las ideas de muchísimos miles de personas inteligentes… Y en ese pedacito de planeta que va desde Suiza hasta Londres, pasando a través de Francia, nacieron, estudiaron y prosperaron esos pocos personajes que retomaron las antiguas ideas de derecho y democracia, las limpiaron de dioses y milagrería, y replantearon en términos exclusivamente humanos la noción de derecho y de poder político.
El suizo Jean Jacques Rousseau, el francés Charles Louis de Montesquieu, y el británico John Locke, fueron los primeros en formular que el propietario del poder político es el pueblo, el conjunto de los ciudadanos.
Más aún, plantearon que el contrato social entre los ciudadanos y sus gobernantes exigía desde la partida, una clara y poderosa separación de los poderes. Un Poder Legislativo, donde personas elegidas directamente por el pueblo debían redactar las leyes que el pueblo deseaba y aprobaba.
Un Poder Judicial, encargado de comprobar la coherencia de las leyes con la voluntad popular y los derechos de las personas, y su debida aplicación mediante procesos judiciales claros y públicos.
Y, finalmente, un Poder Ejecutivo, encargado de administrar las órdenes contenidas en las leyes, cumplir las tareas que le encomienden los poderes legislativo y judicial, incluyendo la recaudación de fondos para financiar sus trabajos.
Es decir, tan fundamental como el reconocimiento mismo de los derechos humanos, fue el determinar la separación de los poderes del Estado.
Los habitantes de las colonias inglesas en Norteamérica, gente ajena a cualquier abolengo nobiliario y además fugitivos del autoritarismo monárquico y religioso, pero a la vez sorprendentemente cultos y reflexivos, fueron los primeros en traducir en términos prácticos aquellos pensamientos que llegaban desde Europa en libros pasados de contrabando.
En 1776, en el estado de Virginia, se presentaron los borradores de la primera Carta de los Derechos Humanos, que serían incorporados a la Constitución de los Estados Unidos en 1789, estableciendo que el concepto moderno de Estado Democrático es absolutamente inseparable del concepto de los Derechos Humanos. Tan inseparable como lo expresó el célebre discurso de Abraham Lincoln en que definió la democracia como “El gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”.
La declaración de los Derechos del Hombre define a la nación como una asociación de personas libres y jurídicamente iguales. Una asociación tiene por objeto esencial defender, todos juntos, los derechos humanos de cada uno.
Y, por supuesto, ahí quedaron formulados 17 artículos definiendo aquellos derechos humanos que son inviolables en una democracia.
Allí, la Declaración afirmaba: Uno, que los seres humanos nacen libres y deben seguir libres e iguales, y que las diferencias sociales sólo se justifican cuando se traducen en un aporte al bien común.
Dos, que el propósito de la política es preservar los derechos naturales e inalienables del hombre, básicamente, libertad, propiedad privada, inviolabilidad de las personas y capacidad de luchar contra la opresión.
Tres, que la soberanía pertenece a la totalidad del pueblo y que ninguna persona, institución o grupo puede arrogarse la soberanía más allá de lo que explícitamente le encomienden las leyes aprobadas por el pueblo.
Cuatro, que la libertad consiste en poder hacer lo que uno quiera, en la medida en que no cause daño a los demás. El daño al prójimo es el único límite a la libertad.
Cinco, las leyes sólo pueden prohibir aquellas cosas que probadamente causen daño a la sociedad. Ninguna acción que no esté claramente prohibida por una ley, puede ser prohibida por la autoridad.
Seis, la ley no es otra cosa que la expresión de la voluntad del pueblo. Ninguna ley que no sea aprobada por el pueblo puede tener validez. Siete, ninguna persona puede ser arrestada sino por expresa violación a la ley. Y aun así, la persona deberá ser sometida a un procedimiento que garantice su derecho de acuerdo con la ley.
Ocho, todo castigo se limitará a lo estrictamente necesario y útil, y ninguna ley podrá imponer obligaciones y castigos sobre hechos anteriores a la promulgación de ella. Nueve, toda persona deberá ser considerada inocente hasta que se pruebe fehacientemente que es culpable.
Diez, ninguna persona podrá ser castigada por sus opiniones. Sólo cuando esas opiniones se traduzcan en acciones que afecten a la sociedad, será legítimo actuar en su contra. Es decir, no se deben penalizar las opiniones sino las acciones. Once, la libertad de pensamiento, de opinión y de expresión, es el más precioso de los derechos del hombre, y esa libertad debe ser celosamente protegida.
Doce, trece y catorce, las fuerzas armadas y policiales deben actuar según lo requiera el pueblo mediante sus procedimientos legales. Todo ciudadano debe poder decidir si acepta o no ser reclutado en el ejército.
Quince, el pueblo tiene el derecho de exigir a cualesquiera de sus autoridades y funcionarios públicos que rindan cuentas detalladas de sus actividades y del uso de los dineros públicos que ellos manejen. Dieciséis, los poderes público, administrativo o ejecutivo, judicial y legislativo, deben estar perfectamente separados y ser independientes entre sí.
Y, 17, el derecho a la propiedad es inviolable. Por tanto, si la ley requiriera expropiar algún bien privado con fines benéficos, el Estado deberá pagar al propietario una indemnización justa y de acuerdo con el valor vigente de lo expropiado.
La Declaración de los Derechos Humanos fue aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas, en París, el 10 de diciembre de 1948. Pero en 1950, el embajador de la República Árabe del Líbano, Charles Malik, protestó que no todos los gobiernos que habían suscrito la Carta de Derechos Humanos estaban realmente respetando esos derechos.
Principalmente, Malik señaló que en Estados Unidos aún existía segregación y violación a los derechos de los negros. En réplica, la embajadora de Estados Unidos, y ex primera dama, Eleanor Roosevelt, señaló que la Carta de Derechos Humanos no había sido formalizada como un Tratado o Acuerdo Internacional, y por ello no era vinculante ni establecía obligación legal.
Ante ello, la Asamblea General encomendó redactar la Declaración en términos de Tratado Internacional, y, tras su aprobación, ahora la Carta de Derechos Humanos es un texto legal que las naciones firmantes deben cumplir con carácter obligatorio.
Es decir, la Organización de las Naciones Unidas realizó la proeza de establecer a nivel mundial una legalidad basada en los Derechos Humanos, base de todo el Derecho Internacional moderno.
Pero algo dramáticamente destructivo comenzó a producirse en el mundo, inmediatamente después de la desintegración de la Unión Soviética. Bajo las figuras de diversas guerras santificadas por el lenguaje político, la Carta de Derechos Humanos parece haber sido desbaratada por los intereses hegemónicos de occidente.
La Guerra contra el Terrorismo permitió reimplantar el uso de la tortura para obtener confesiones, la detención de seres humanos por simples sospechas, durante tiempo indefinido, e incluso la ejecución de pena de muerte a veces sin que mediara acusación judicial alguna.
Este año se reveló formalmente que la llamada Guerra contra las Drogas iniciada por Estados Unidos durante el gobierno de Richard Nixon, fue básicamente un pretexto para desarrollar vastas operaciones policiales contra pacifistas que se oponían a la guerra de Vietnam y grupos de protesta de afro-americanos.
Igualmente, Washington, la Unión Europea y otros aliados occidentales han estrechado alianzas con regímenes brutalmente violadores de los derechos humanos, como, en este mismo instante, son los gobiernos de Turquía y Arabia Saudita, que proclaman, incluso en tono vanidoso, la matanza de miles y miles de opositores, población civil no combatiente, incluyendo más de 5 mil niños en unos pocos meses.
Y en el campo político supuestamente pacífico y democrático, se están produciendo otras gravísimas violaciones a los derechos humanos claramente definidos. En Estados Unidos, en la actual campaña electoral, han quedado en evidencia medidas elaboradas prácticamente a escondidas, a espaldas de la ciudadanía, aprovechando el secretismo generalizado en el Parlamento.
Ya durante el gobierno de Bill Clinton, por un contubernio transversal de demócratas y republicanos en connivencia, se estableció la creación de los llamados “súper delegados”, facultados para decidir en la designación de candidatos en las primarias estaduales.
Supuestamente, cada 10 mil electores que participan en las primarias, eligen un delegado. Y los precandidatos que reúnen mayor número de delegados pasan a ser candidatos oficiales de cada partido.
Pero con aquella subrepticia ley, se estableció que los partidos políticos quedaban facultados para designar, sin someter a votación, hasta un 20% de estos “súper delegados”, que son personajes de la nomenclatura partidista, altos funcionarios de gobierno, ex ministros, ex parlamentarios, en fin, individuos que obedecen dócilmente las órdenes de la jefatura, incluso votando en contra de la mayoría de los electores, como ocurrió en la primaria de Ohio, donde Bernie Sanders venció a Hillary Clinton por más de un 20% de los votos, pero finalmente, por intervención de los súper delegados, la Clinton quedó como empatando con Sanders.
De hecho, se teme que los candidatos con mayor respaldo ciudadano, el republicano Donald Trump y el demócrata Bernie Sanders, serán bloqueados a fuerza de súper-delegados, y la elección presidencial será entre Hillary Clinton y Ted Cruz.
Por supuesto, con ello, según la mayoría de los analistas y académicos más serios, se están produciendo las bases para un gravísimo descalabro de todo el sistema político de Estados Unidos, incluyendo el surgimiento de una oposición extremadamente militante.
Un proceso equivalente aparece dándose en la economía, donde ya el supuesto sistema liberal de libre mercado está siendo reemplazado por una conducción económica centralizada por los gobiernos, los bancos centrales y las organizaciones de grandes empresas.
De hecho, como señaló el economista Jean Tirol, premio Nobel de economía en 2014, las deudas de las grandes sociedades anónimas ya son parte de la deuda nacional, al igual que la deuda del sector público.
Ello, porque el Estado ya no puede permitir que esas inmensas empresas vayan a la quiebra, y, de hecho, el estado las salva traspasándoles inmensas sumas de dinero, obtenidas por endeudamiento nacional y que, por lo tanto, tendrán que pagar los ciudadanos.
En el caso de Chile, el blog “Politiko” denunció que el endeudamiento de las grandes sociedades anónimas ya alcanzó a unos 363 mil millones de dólares, que serían principalmente préstamos otorgados por las AFP, contra documentos como bonos, letras o pagarés.
Si esas empresas no pudieran pagar, como se teme que ocurra por la contracción económica mundial, las pérdidas serían finalmente pérdidas de los ahorrantes de las AFP.
Así, pues, encontramos que en estos momentos, y casi sin excepción, los gobiernos y las cúpulas políticas están descalabrando la legalidad suprema del derecho, que es la Carta de los Derechos Humanos.
El secretismo no sólo se mantiene sino que se agudiza. A ningún gobierno se le ocurre preguntar al pueblo si quiere o no que haya un estado de guerra interminable disfrazado de lucha por la paz.
En Chile, el Congreso está despachando febrilmente textos legales para evitar que se sepa qué hechos oscuros están siendo investigados, y, a la vez, para que los delitos por fraudes financieros para financiar campañas políticas, queden prescritos, o sea, sin investigar y sin sancionar, en un plazo de apenas 2 años.
También acá la clase política está empeñada en mantenerse encastillada, dejando a la gente sin posibilidad de siquiera saber lo que en realidad está ocurriendo.
Como dice el ingeniero Mario Waisbluth, la corrupción de la clase política ya ha superado lo que pudiera corregirse, y ya estamos en una realidad que exige un cambio total, una nueva constitución y la demolición de unos partidos políticos convertidos en guaridas impenetrables.
¡Hasta la próxima, amigos! Cuídense, es necesario.