Por Ruperto Concha/resumen.cl
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Hoy es el verdadero día de Pascua. Es la verdadera Pascua. La principal y más antigua fiesta de la Cristiandad, a la que llaman, también, Pascua de Flores.
En este día, determinado por la luna y por el sol, la cristiandad celebra la resurrección del Mesías, celebra que el misterio de la muerte haya sido sobrepasado por el misterio del Hijo, quien afirmó ser el Camino, y la Verdad, y la Vida.
Es el primer domingo después de la luna llena de marzo.
En Jerusalén, en Constantinopla, en Nicea, en Roma... en todas las más antiguas ciudades del mundo cristiano, la gente sabe que esta Pascua es celebrada por la naturaleza entera, pues, en aquellas tierras, la Pascua marca el comienzo de la primavera, cuando el sol recobra su poderío, vence al invierno, los campos reverdecen y las flores surgen por todas partes.
Hace más de mil años un monje irlandés escribió un poema de Pascua que dice: “El sol baila, ebrio de alegría, como un huevo de colores maravillosos”.
Pero aquí en Chile, que es un país patas p’arriba, la Pascua no llega en primavera sino en otoño, y muchos niñitos chilenos creen que lo que hoy se celebra es la Pascua del Conejo. La Pascua de los Huevos de Chocolate, vacíos y estériles, pero que vienen envueltos en plástico de colores.
El misterio de la Resurrección de Jesús está ligado a muchos otros misterios primordiales, antiquísimos, surgidos de la percepción intuitiva de nuestros más remotos antepasados... Esos que todavía observaban el mundo con ojos claros de limpieza, con amor apasionado, con un asombro que era sólo un poquito temeroso, y con un apego porfiado a la esperanza. Una auténtica vocación de felicidad tenían ellos, y lo mostraban como páginas y crónicas de sinceridad emocionante, que ellos pintaban en los muros de las cavernas.
Pero esa observación esencialmente dichosa no eludía describir también los aspectos sombríos de la realidad. Y esas páginas de piedra en las cavernas están cargadas de luces y de sombras.
Entre aquellas tradiciones antiquísimas se cuenta una que decía que ciertos seres, de naturaleza sobrehumana, podían en ciertos casos desafiar a la muerte, incluso rescatando a alguien desde las propias alforjas de la muerte.
Sin embargo, cada vez que esos seres sobrehumanos producían el milagro de una resurrección, debían pagar también un precio en vida. A la muerte no se la engaña ni se la doblega. Sólo se puede transar con ella.
Así, aquel que hace resucitar a un muerto, debe pagarle a la muerte con años de su propia vida. De acuerdo a antiquísimas tradiciones que aún tenían vigencia en el Siglo 1°, Jesús sabía muy bien que al resucitar a Lázaro y a la hija de Jairo estaba en la práctica fijando la fecha de su propia muerte. Atrayéndola años más cerca que el plazo natural de su vida, haciendo así que el momento fatal le llegase cuando él estaba todavía en la flor de la edad.
Es decir, el Salvador estaba cumpliendo un designio supremo, poniendo en marcha leyes misteriosas que harían que su propia muerte en la cruz no fuese asunto de la mísera voluntad humana, sino asunto de un misterio sobrehumano.
Y bien, si el misterio de la muerte es abismante... ¿Cuán abismante, cuán vertiginoso ha de ser el misterio de la Resurrección?
En los asuntos de la Teología, mejor será que sólo se metan los antropólogos, los psicólogos o los teólogos. Para un cronista, el tema es solamente histórico. Cuando más, es poético.
Y, claro, las más bellas historias comienzan siempre por el principio.
Un comienzo hecho por preguntas. ¿Por qué la Pascua se llama Pascua? ¿Por qué no se celebra en una fecha determinada y fija, sino en una ocasión variable, que está marcada por la luna que también es tan variable en sus ciclos?
La palabra Pascua tiene un triple origen. Por un lado, viene de la palabra hebrea Pesach, la gran fiesta que conmemora la emigración de los judíos desde Egipto hacia Palestina, y, por supuesto, de la conquista del Canaan y los demás territorios de la actual Palestina.
Por otra parte, la palabra Pesach fue reproducida por los griegos como Pascha, o Pasja. Y en tercer lugar esa palabra griega fue asociada en el latín con la palabra Pascuus, que alude a los corderitos paciendo la hierba en los prados de la primavera. Y eso venía muy bien, pues a Jesús se le conoció siempre como el Cordero de Dios cuyo sacrificio redime al mundo.
La verdad es que la imagen del Cordero resultaba tremendamente familiar para los antiguos de la cuenca del mar Mediterráneo. El cordero era parte del ganado más común, más dócil y abundante. Y, además, la mansedumbre con que el cordero entrega su garganta al cuchillo, sin lanzar gritos ni oponer resistencia, llega a dar la impresión de que el pobrecito estuviera de acuerdo con su destino.
Por eso el cordero era la víctima más común en los sacrificios sangrientos. Y, obviamente, el corderito sacrificado era aprovechado tanto para honrar a la divinidad como para festín de los seres humanos.
Era también una antigua tradición prehistórica el ritual de “comerse al Tótem”, o sea, comerse el cuerpo de un ser vivo, un animal, una planta o un ser humano, que fuese considerado sagrado y cargado de divinidad, a fin de que en aquel festín el alimento añadiera bendición a la simple nutrición.
Recordemos a nuestros propios y entrañables mapuche. Ellos no eran caníbales, pero igual se comieron el corazón de Pedro de Valdivia. En realidad lo hicieron como un homenaje a aquel extranjero de audacia extrahumana. Como un ritual sagrado para una especie de “comunión” con la virtud prodigiosa del conquistador
Quizás el mismo Jesús haya aludido a esas viejas tradiciones en la Ultima Cena, cuando ofreció el pan y el vino instando a sus apóstoles a que los comieran. “Este es mi cuerpo, esta es mi sangre”, dijo, iniciando el sacramento de la Comunión, que muchos no comprenden y sólo ven en ella un terrible ritual de canibalismo simbólico.
Fue uno de los más admirables y sabios obispos del cristianismo primitivo, Beda el Venerable, el primero que reconoció que la Fiesta de Pascua era la expresión cristianizada de una antiquísima Consagración de la Primavera. Más aún, señaló que la palabra Easter, con que en Inglés se llama a la Pascua, viene del nombre de la antigua diosa Eostre, la encargada de traer la primavera al mundo cada año.
Es decir, el sabio Beda señaló claramente que nada de hay de malo en la superposición de la verdad cristiana sobre las ruinas de una religiosidad más primitiva que, por vieja, por supersticiosa o incluso a veces por cruel, había cedido lugar a la doctrina de Jesucristo.
Para el obispo Beda el Venerable, esa antigua religión era inocente aunque hubiese sido equivocada, ya que era la búsqueda de lo sagrado por gentes que, pobrecitas ellas, les tocó nacer antes de la venida de Jesucristo.
Eso, en cuanto al nombre de la Pascua y su relación con el Cordero. ¿Qué pasa con esa fecha determinada por la Luna?
No podemos olvidar que Jesús era judío. Era un judío culto y bien instruido, que conocía profundamente las Sagradas Escrituras y también las tradiciones secretas, en particular una misteriosa secta, que ha sido calificada erróneamente como la de los Esenios, donde al parecer Jesús recibió enseñanzas cuando era un adolescente.
Así como Jesús conocía bien las tradiciones referentes al precio de resucitar a un muerto, también conocía otras tradiciones que se mantuvieron fuera de las doctrinas oficiales cristianas. Por ejemplo, las reminiscencias de los antiguos roles femeninos en la sacralidad. Roles que el judaísmo patriarcal recién vino a extirpar en el siglo V antes de Cristo, de sus doctrinas que desde entonces se centraron en el varón. Pero que el catolicismo los redimió con la figura de la Santísima Virgen.
Una de las expresiones de esas reminiscencias de los tiempos matriarcales fue el calendario judío, que mantuvo un año no basado en el varonil sol, sino en la femenina luna. El año judío es once días más corto que el año solar, y deben corregir esa diferencia mediante recursos nada de astronómicos.
Así, para Jesús era perfectamente familiar que la fecha en que su pueblo celebraba el Pesach, el Éxodo, estuviera determinado por la Luna llena del mes de Nisan, el mes en que la primavera desciende a este mundo. Según la tradición hebrea, Moisés dio comienzo al éxodo el día 15 del mes lunar de Nisan, es decir, 14 días después de la luna llena.
Eusebio, el gran historiador de la Iglesia Paleocristiana, cuenta en el siglo IV, que los cristianos del Asia celebraban todos la Pascua del Salvador el mismo día 14 de Nisan, en coincidencia con la Pascua Judía en que se hace el sacrificio del cordero. Pero, en cambio, los cristianos de occidente fueron disidentes con esa tradición que se centraba en la muerte del Cordero y no en su Resurrección.
Cuenta Eusebio que los obispos y sabios monjes occidentales realizaron concilios y sínodos en los que estuvieron todos de acuerdo en que la Pascua Cristiana debía ser celebrada conmemorando la Resurrección del Señor, y que su fecha debía caer en día domingo, día sagrado.
Los occidentales lograron hacer prevalecer su punto de vista, pero muchos orientales asiáticos se mantuvieron en sus trece, o mejor dicho en sus catorce, al extremo de que los llamaron los “Catorcenos”. Y tanto porfiaron que al final el Papa Víctor, en el siglo II, los excomulgó a todos.
En el Concilio de Nicea, el año 325, se logró al fin el consenso de que la Pascua de Resurrección fuera siempre celebrada en domingo. Pero subsistía todavía el problema de los calendarios usados por la cristiandad, a fin de lograr que esa fiesta, la más importante del cristianismo, se celebrase al mismo tiempo por todos los fieles.
El calendario más perfecto que existía por entonces era el de los astrónomos griegos de Alejandría, que señalaban que el equinoccio de primavera se producía el 21 de marzo, y no el 25 como había fijado el calendario romano de Julio César.
El Concilio de Nicea le dio la razón a los astrónomos y el calendario juliano fue corregido. El equinoccio fue señalado los días 21 y por consiguiente la Pascua de Resurrección debía fijarse en cualquier fecha que cayese el primer día domingo posterior a la luna llena de marzo, lo que dejaba un margen entre los días 22 de marzo y 25 de abril.
Y así sigue hasta nuestros días. La más sagrada fiesta de la cristiandad, no tiene una fecha fija para su celebración.
Al margen de las formalidades de fecha, la Pascua cristiana fue desde el comienzo mismo la fiesta fundamental. De hecho, marcaba el momento en que se inicia el año sagrado, el año litúrgico. Ya en el siglo II, San Justino Mártir escribió: “Nos congregamos este domingo porque es el Primer Día, cuando Jesús se levantó de entre los muertos”.
En las antiguas celebraciones de la Pascua de Resurrección, el cristianismo mantuvo muchas de las más importantes fórmulas de la tradición judía. Se hacía ayuno previo y una vigilia rigurosa la noche del sábado. Y la fiesta del domingo incluía encender fuegos sagrados, un cirio de cera fragante, y una cena o banquete sacramental.
Y desde la vigilia anterior, los fieles leían párrafos de las escrituras, cantaban salmos y, lo más interesante, le preguntaban francamente a los curas las cosas que no comprendían de la doctrina.
Es decir, era una fiesta de preparación emocional, de alegría, de ingenuidad y sinceridad.
En las partes más lejanas del mundo cristiano occidental, las fiestas en torno de la Pascua de Resurrección mantuvieron mucho de los antiguos rituales de la Primavera, que la Iglesia Católica toleraba con amable condescendencia.
Sobre todo en el mundo céltico, en las Galias, en el Noroeste de España y en las islas británicas, los rituales pre cristianos se agregaron como ingenuos y dichosos adornos al gran rito cristiano. La gente del pueblo, sobre todo los jóvenes, salían a los prados y a las plazas a bailar en rondas muy rítmicas que giraban veloces, todos vestidos con sus mejores galas, y todos se hacían regalos entre sí, al parecer simbolizando el pago de un rescate o de una redención.
De fuentes antiquísimas salieron juegos tradicionales, como el que se celebraba en la abadía de Sheffield, en Gran Bretaña, donde el venerable abad, junto al obispo y los sacerdotes, se atrincheraban alegremente a un lado del gran salón de la abadía, mientras que al frente una multitud de niños, encabezados por los cantorcitos del coro, los atacaban muertos de la risa disparándoles huevos primorosamente pintados.
De estas raíces paganas pero dichosas e inocentes, provienen las tradiciones que en el consumismo de nuestros días han llegado a desplazar el profundo sentido místico de la Pascua de Resurrección. Sobre todo en lo referente a los huevos de colores y el asunto de ese famoso Conejo, que en realidad no era un conejo sino la célebre Liebre de Marzo, que aparece en Alicia en el País de las Maravillas, y que es un símbolo misterioso de los arcaicos ritos de la fecundidad, de los que mejor no hablaremos en esta ocasión, porque eran demasiado orgiásticos y muy, pero muy poco cristianos.
Baste recordar que en la primavera los pajaritos hacen sus nidos, se aparean y ponen sus huevitos, y que, de los mamíferos, las liebres se cuentan entre las que más entusiasmo tienen para reproducirse... y, claro, hacerlo haciendo aquello que usted sabe.
Como en el poema del monje irlandés, el huevo era el símbolo de la primavera y también el símbolo solar, y por ello se le engalanaba con primorosas pinturas y dibujos. Y cuando se regalaban esos huevos decorados, equivalía a un acto bellamente poético en que los seres humanos se regalaban el sol y la primavera unos a otros.
En ese sentido, la sola idea de regalar un huevo vacío, un huevo estéril, hecho de una sustancia artificiosa, habría sido una blasfemia. Peor aún, habría sido un gesto de mal agüero, algo muy parecido a una maldición. Habría sido equivalente a darle a nuestros seres queridos un simulacro falsificado, y no la verdadera dicha solar y primaveral.
A la luz de la historia de la cristiandad y de las antiguas tradiciones, la Pascua de Resurrección es una fiesta de alegría, pero también de misterio y de preguntas sinceras, en que los fieles tratan de redimir su fe, expresando sus dudas.
Y a esa misma luz, toda esa chacota del Conejo no es más que un accesorio que sirve a la alegría de la fiesta, que es más profunda. El frívolo consumismo, sin embargo, ha tenido por efecto que lo accesorio llegue a ocupar el lugar de lo esencial. Por lo menos así aparece en la propaganda comercial y así también lo demuestran las encuestas sobre los niños. Fíjese que una encuesta realizada en Gran Bretaña, mostró que casi el 80% de los ingleses no tiene nada de claro qué es lo que se celebra en la Pascua del Conejo.
Frente a ese desvirtuamiento tan generalizado, resulta sobrecogedora la forma en que los fieles de la religión-madre del cristianismo, el judaísmo, se han mantenido en cambio leales a sus fuentes y a lo que para ellos es el Pesach. La Pascua judía.
Ellos cumplen rigurosamente los mismos ritos y ceremonias que realizaban sus antepasados hebreos en los tiempos del rey David. Durante una semana sólo comen pan sin levadura, el Matzoth, recordando que los hebreos de Moisés, al momento de ir al Éxodo, no tuvieron tiempo para leudar con levadura la masa con que hacían el pan.
Mas al mismo tiempo, con sus mejores galas, realizan el banquete Seder, que en la antigüedad incluía el sacrificio de un cordero cuya carne era luego servida a la familia. También la familia, a intervalos, tomaba cuatro copas de vino. La primera, el Kiddush, acompañaba a la bendición de la familia y a afirmar el carácter sagrado de ese día. Los fieles lavan sus manos y comen hierbas amargas mezcladas con vino y con frutas endulzadas con miel, que representan el trabajo y el sacrificio que son necesarios para alcanzar la dicha en este mundo.
La segunda copa se relaciona con la Haggadah, o la Narración, en que el jefe de familia relata la historia del Éxodo y todos comentan el significado de cada una de las ceremonias de la fiesta.
Ese es el momento más importante también para los niños pequeños, que en una atmósfera de alegría y serenidad reciben las explicaciones íntimas a todas las dudas que pudieran tener. La tradición es que el más pequeño de los niños presentes haga una serie de preguntas a sus mayores, los cuales deben responderle con respeto y con claridad.
Tras responder las preguntas, se recita la Haggadah en que se explican los ritos de la Pascua. Entonces se bendice nuevamente el vino y todos beben la segunda copa.
La tercera copa de vino se bebe cantando, cantando cantos de gratitud a Dios al terminar el banquete, y la cuarta copa se bebe en gratitud a la Divina Providencia, al Destino, a la Casualidad.
Sin embargo, se suele agregar también una quinta copa de vino, a la que han llamado la Copa del Profeta Elías, en la cual se ensalza a Dios como Señor de la Historia de la Humanidad, cuyo reino, se espera, terminará para siempre la explotación del hombre por el hombre.
Fiesta familiar, de clarificación, de inteligencia íntima, de pasado y de futuro, en esta pascua judía, los huevos de chocolate no tienen nada que ver. Es la ecúmene de los judíos proyectada a un presente sobre el entendimiento, la esperanza y la aceptación del lado amargo de la vida.
Todo judío, así, siente la unión entrañable con sus hermanos y la voluntad de compartir lo que se anhela. Quizás esta Pascua Judía tenga que ver con un hecho que nos muestra la Historia. Fíjese que desde los tiempos de Herodes, los judíos jamás han tenido una guerra en que se maten unos a otros.
Bueno, eso es cosa de ellos. Y en cuanto a los que no somos judíos, e incluso a los que somos agnósticos… ¿Qué puede darnos esta Pascua de la Resurrección?
¿Será algo que debiéramos exigirlo de la Pascua, o algo que debiéramos exigirnos a nosotros mismos? ¿Qué de nuestra civilización ha muerto o se está muriendo, y qué, de ella, quisiéramos resucitar?
Hasta la vista, amigos. Cuídense, hay peligro. Pero sigue siendo posible la esperanza.