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Por Ruperto Concha / resumen.cl
El martes pasado se celebró el llamado Día Internacional de la Mujer… y si a las feministas les sigue yendo bien, de aquí a pocos años más este Día Internacional desaparecerá pues habrá perdido su significado y resultará tan injustificado como un Día Internacional del Hombre.
Eso, porque entre los objetivos esenciales del feminismo se cuenta la igualdad legal y cultural absoluta con el hombre. Iguales derechos, iguales obligaciones, iguales libertades e iguales atribuciones.
Y, ojo, este último punto de iguales atribuciones, implica nada menos que una reforma radical en las tres grandes religiones monoteístas: el Judaísmo y sus derivados el Cristianismo y el Islam, que son religiones que hasta hoy siguen concibiendo un Dios machista que establece categóricamente la sumisión de la mujer al hombre.
La verdad es que la larga lucha de las mujeres en busca de su plenitud de derechos y de su independencia respecto del hombre, ha llegado a un punto crítico.
Una culminación, a partir de la cual el feminismo sólo tiene la alternativa entre darse por satisfecho con la materialización legal de sus aspiraciones, lo que ya se ha logrado en gran medida, o bien seguir adelante en lo que puede transformarse en la revolución más relevante de nuestra civilización.
Algo que podría, de veras, generar un cambio revolucionario de la civilización que llegue a ser capaz de transformar la constitución de la familia humana como unidad esencial de toda la estructura de la sociedad.
Según muchas de las más brillantes feministas actuales, incluyendo a la célebre antropóloga Leonora Morgan, las primeras formas de tecnología y organización social surgieron a partir de las mujeres.
Señalan que hay pruebas arqueológicas de que nuestros antepasados trogloditas dependían naturalmente del aporte de las mujeres para la alimentación de la comunidad entera mediante recolección de larvas, moluscos y plantas comestibles, raíces y sobre todo semillas con alto contenido de calorías.
De hecho, prácticamente todas las pinturas rupestres prehistóricas muestran escenas de recolección, con mujeres ayudadas por niños, afanadas en juntar semillas, en mariscar o saquear panales de miel desafiando a las abejas furiosas.
Y en una maravillosa pintura rupestre en la caverna prehistórica de Dos Aguas, en Valencia, se muestra a una linda y esbelta jovencita, alegre y elegante, de aspecto asombrosamente moderno, caminando feliz y vigorosa con un canastillo lleno de diversos vegetales y frutas.
El aporte de los varones cazadores era sólo ocasional, cuando conseguían capturar alguna pieza con sus tan poco eficaces armas. Por cierto, ese aporte de los cazadores era valiosísimo, y comerse un mamut, un ciervo o un jabalí, era una fiesta maravillosa que duraba hasta que sólo quedaban huesos.
Pero en los largos días entre presa y presa, la comidita cotidiana dependía de la recolección que hacían las mujeres. Sin ese cimiento alimenticio omnívoro, la especie no habría podido sobrevivir.
También hay indicios claros de que las mujeres, como hábiles recolectoras, fueron las primeras en advertir que las semillas que guardaban como reserva de alimentos, germinaban al caer en la tierra húmeda, y producían nuevas plantas que convertían cada granito caído en muchos granitos nuevos.
También es muy probable que hayan sido mujeres las primeras que, en vez de devorarse de inmediato a un ternerito o un corderito capturado, hayan preferido guardarlo y criarlo, quizás sólo por jugar, y hayan comprendido que ese animalito pequeño crecía y se convertía en una valiosísima reserva viva de carne o leche.
Más aún, que una parejita salvada de una camada, al crecer se acoplaban y engendraban más animalitos iguales a sus progenitores,
Es decir, según esta perspectiva, los indicios paleontológicos mostrarían que fueron las mujeres las creadoras de las artes fundamentales de la civilización: la ganadería y la agricultura.
Fuera de ese rol esencial en la obtención de alimentos, las investigadoras feministas observaron también que, dada la cortedad de la esperanza de vida de nuestros antepasados, de los cuales sólo muy pocos alcanzaban a vivir 30 años, la influencia y el recuerdo de la mamá como el personaje que representaba la dulzura, la tibieza, el arrullo y la alimentación, traía consigo una especial veneración hacia ella, que llevó naturalmente a que las más antiguas expresiones de lo sagrado, de la divinidad, no hayan sido dioses varones sino diosas vinculadas al símbolo de la luna en sus tres fases:
La luna nueva, jovencita y esbelta, como la Diosa de las novias, Astarté, Tanit, Mariana, Gea, en fin, la diosa de la joven que produce pasión y fascinación erótica.
La luna llena, como la joven madre, la hembra en plenitud, redonda como el vientre preñado de vida, y llena del poderío que provoca mareas en las aguas, incluso en las aguas dentro de nuestros cuerpos y en nuestras oscuras aguas psíquicas.
Y, finalmente, la anciana luna menguante: la abuela sabia, cargada de recuerdos y experiencia, capaz incluso de penetrar en los mundos sobrenaturales y el mundo de los muertos, hacia donde ella se dirige.
Así, la Triple Diosa Blanca llegó a ser la primera Santísima Trinidad que unió religiosamente al menos a todas las nacientes culturas de Occidente, desde el Valle del Indo hasta las Islas Británicas.
A fines del siglo XIX, el historiador suizo Bachhoven fue el primero en describir cómo en las civilizaciones occidentales hubo un período inicial de matriarcado. Las mujeres, como reinas, ecónomas y sacerdotisas de diosas, tenían el poder político, y los hombres lo aceptaban gustosamente.
Sin embargo, hace unos seis mil años, se produjo un vuelco súbito y aparentemente muy violento. Una revolución de los varones que llegó a tener un terrible tono de resentimiento y bronca. En todas partes surgieron reyes machos que subyugaron a las reinas, y hasta en los panteones, aparecieron dioses que subyugaron a las diosas tal como los maridos subyugaban a sus mujeres.
Hay muchas y distintas interpretaciones sobre ese lejano período, y sobre las causas de aquella revolución que marcó no sólo la subyugación de las mujeres por los hombres, sino también el carácter sagrado o al menos religioso de aquella subyugación.
Quizás la expresión más ostensible de aquella subyugación sagrada se encuentra en ciertas oraciones del judaísmo, en que los hombres dicen “Gracias, Señor, por no haberme hecho mujer”, mientras las mujeres dicen: “Gracias, Señor, por haberme hecho como soy”.
Con rarísimas excepciones, la subyugación de la mujer por el hombre se prolongó durante miles de años. Recién a fines del siglo 18 la filósofa inglesa Mary Woolstoncraft publicó su obra “Reivindicación de los derechos de la mujer”, y con sus argumentos desató la reacción de decenas de personas inteligentes de ambos sexos que se atrevieron a desafiar los prejuicios machistas que implicaban que, para ser “decente” la mujer debía someterse al hombre y hacerlo con mucha gracia y elegancia.
Desafiando la condena social, la burla, los insultos y hasta los garrotazos, desafiando incluso los mandatos religiosos que desde el matrimonio las hacían jurar ante Dios obediencia y sometimiento al hombre, miles y miles de mujeres fueron sumándose a una lucha heroica por alcanzar sus derechos básicos.
Un hito especialmente dramático de esta lucha se produjo el 8 de marzo de 1908, en Nueva York, donde las obreras de una fábrica de ropa se atrevieron a formar sindicato y amenazaron con una huelga por mejora de sus salarios.
El dueño de la fábrica, entonces, no sólo optó por el lockout, es decir, cerrar la industria y dejarlas a todas cesantes, sino que, además, le prendió fuego al edificio, provocando una masacre de mujeres huelguistas varias de las cuales perecieron quemadas vivas.
Esa fecha fue tomada por las mujeres socialistas, encabezadas por las legendarias líderes socialistas alemanas Clara Zetkin y Rosa Luxemburgo, como Día de la Lucha de la Mujer por sus Derechos.
En las luchas políticas de fines del siglo 19 y comienzos del 20, ya las mujeres habían llegado a constituir una fuerza social muy poderosa. Las mujeres fueron parte esencial de la Revolución Rusa, y la primera gran victoria política de las mujeres fue en Nueva Zelandia, en 1893, al promulgarse la primera ley que reconocía el derecho a voto de hombres y mujeres en igualdad.
En Estados Unidos, sólo en 1920 las mujeres obtuvieron derecho a voto para las elecciones presidenciales de ese año, y en 1952 la Asamblea General de las Naciones Unidas acordó por mayoría abrumadora en todo el mundo el derecho a voto de las mujeres.
Así, desde mediados del siglo pasado, las mujeres habían logrado pasar a convertirse en una fuerza política al menos igual a la de los hombres en términos del número de sus votos.
Sin embargo eso fue considerado sólo como el primer frente de batalla de una guerra por la independencia muchísimo mayor.
Por una parte, aún en países como Chile, que fueron de los primeros en reconocer el derecho a voto de las mujeres, subsistían aún normas que mantenían un doble estándar jurídico para ambos sexos. En Chile, recién a mediados de los años 60 fue derogada la ley que obligaba a las mujeres a pedirle permiso al marido para poder viajar.
Hubo también que rescatar el derecho de las mujeres a mantener el control y el manejo de los bienes que tenían al contraer matrimonio, de los que hasta entonces los maridos podían usar a su antojo.
Pero la lucha que les ha resultado más difícil ha sido por la igualdad de oportunidades de trabajo e iguales remuneraciones para hombres y mujeres que desempeñan trabajos iguales.
Sin embargo también esas aspiraciones van siendo alcanzadas velozmente. Y a ojo de varones irritados, y de muchas mujeres moderaditas, pareciera que ya lo están consiguiendo todo y sería tiempo de que se quedaran tranquilas.
Pero no es así.
En septiembre de 1995 se realizó en Beijing, la capital de China, la Conferencia Mundial de la Mujer, convocada por las Naciones Unidas. Y allí quedó planteada ante el mundo entero la amplitud y la profundidad de la revolución de las mujeres.
Y aquel planteamiento comenzó con la proposición oficial de reemplazar definitivamente el concepto de “sexo” por el de “género”, lo que para muchos ingenuos, no era más que reemplazar una palabra por otra.
Sin embargo, muchos grupos religiosos habían comprendido que el nuevo planteamiento implicaba nociones revolucionarias que podrían afectar no sólo la legalidad y las categorías sociales y morales del cristianismo, sino también a la iglesia misma, a su teología y sus dogmas.
De ahí que, cuando se propuso el reemplazo de la palabra “sexo” por la palabra “género”, aquel sector exigió de inmediato a la asamblea que se definiera con mucha claridad qué es lo que se quiere decir con la palabra “género”.
La respuesta fue la que los cristianos temían. La directiva de la Conferencia de las Naciones Unidas señaló textualmente: “El género se refiere a las relaciones entre mujeres y hombres basadas en roles definidos socialmente que se asignan a uno y otro sexo”.
Por su parte la ex congresista estadounidense Bella Abzug, clarificó aún más el concepto añadiendo: “El sentido de la expresión “género” ha evolucionado, diferenciándose de la palabra “sexo”, para expresar la realidad de que la situación y los roles de la mujer y el hombre son construcciones sociales que están sujetas a cambio”.
Es decir, con el cambio de sexo por género se estaba refutando hasta sus cimientos la noción de que los roles, el carácter, la moralidad y las nociones de “decencia”, tradicionalmente asignados a hombres y mujeres, no son producto de la naturaleza: son construcciones sociales
Según el concepto de género, las diferencias anatómicas y fisiológicas entre mujeres y hombres, no son suficientes para determinar la existencia de un “hombre natural” o una “mujer natural” que deban conducirse de tal o cual manera.
Por el contrario, el concepto de género implica que esos roles, esa forma supuestamente “decente” de conducta de hombre o conducta de mujer, es ni más ni menos que una construcción elaborada por una cultura dominada por hombres.
Y que, en la medida en que la liberación de las mujeres se hace más real y efectiva, neutralizando la dominación masculina, la cultura debe necesariamente cambiar junto con sus construcciones y convencionalismos sociales.
De acuerdo a la visión de la vanguardia feminista, la liberación de las mujeres sólo puede ser verdadera cuando nuestra cultura global deje de lado lo que considera un cúmulo de convencionalismos, prejuicios, y dogmas religiosos que han construido esa definición de la mujer y lo que es femenino, que prevaleció durante tanto tiempo.
Y eso implica que la identidad sexual de las personas, es decir, la manera en que se relacionan con su propio sexo y el sexo opuesto, ya no debe depender de las características anatómicas y fisiológicas. De ahí que estén planteando desde ya la existencia no de dos “géneros”, sino de por lo menos cinco, que son:
Varón heterosexual, mujer heterosexual, varón gay, mujer lesbiana y mujer o varón bisexual.
Cada uno de estos géneros debe ser reconocido en plena igualdad respecto de los otros, y por consiguiente tienen derecho a formalizar uniones tanto civiles como religiosas.
Pero todo eso tiene sólo la importancia de confirmar la tesis feminista de que las relaciones entre personas que biológicamente sean de sexos igual o distinto, deben ser entendidas en la perspectiva de género y no de sexo. Esto es, que la identidad sexual es asunto de género y no de anatomía.
Por otra parte, también las feministas han abierto un nuevo frente de batalla en el terreno de la teología, no sólo enfrentando los contenidos de las Escrituras sagradas que consolidan y legitiman la sumisión y la minusvalía de la mujer ante el hombre, sino también a la idea misma de que el Ser Supremo sea masculino. Sea “Dios” no “Diosa”.
Es decir, como temía la Iglesia Católica, el concepto de “género” reemplazando al de “sexo” ha llevado a la confrontación entre el cristianismo tradicional y una nueva forma de cristianismo reformado de acuerdo a la perspectiva feminista.
Como vemos, los logros ya alcanzados en más de un siglo de lucha de las mujeres por su emancipación y sus derechos, están resultando poca cosa frente a las aspiraciones más profundas y complejas del feminismo actual.
De ahí que el feminismo se encuentre en un punto crítico. Hay muchas mujeres se han sentido acobardadas por la magnitud de los planteamientos revolucionarios feministas.
Otras mujeres están conciliando sus aspiraciones feministas con un astuto uso de su atractivo sexual para obtener ventajas adicionales.
Muchas estudiantes de universitarias ganan bastante dinero trabajando como bailarinas de cabaret, haciendo meneítos ante un público de varones sobreexitados.
O son modelos en desfiles de modas, o barristas “cheer leaders” en eventos deportivos, sin dejar por ello de sentirse feministas. Pero otras jóvenes consideran que es una traición valerse de sus cuerpos como mercancía erótica para obtener ventajas económicas o de influencia.
En fin, hay una erosión del feminismo, una deserción bastante fuerte por parte de mujeres que consideran que ya todo lo importante lo consiguieron o están a punto de lograrlo.
Sin embargo, en una abrumadora mayoría de las más importantes universidades de Estados Unidos, Europa y Japón, las jóvenes y sus profesoras se mantienen férreamente alineadas con el feminismo de vanguardia.
Para ellas, la revolución de las mujeres no debe concluir hasta que ese segmento de la humanidad logre reformar de raíz la civilización mundial.
¿Podrán lograrlo?... Está claro que las más importantes revoluciones de la historia se han engendrado en el mundo desarrollado y desde ahí se extendieron hacia el mundo subdesarrollado.
Hoy, los grupos conservadores temen que esta suerte de “herejía” feminista, que hoy es poderosa en el mundo desarrollado, pueda extenderse hacia el mundo subdesarrollado que es el bastión antifeminista que les va quedando.