El miércoles pasado fue el Día Internacional de la Mujer, y, como ya se ha vuelto tradicional, los actos conmemorativos de la llamada Revolución Sexual del Siglo 20 contaron con la participación, también, de las organizaciones que defienden la integración y los derechos igualitarios de homosexuales de ambos sexos y de las personas transgénero.
En Estados Unidos, el nuevo gobierno republicano ha enfatizado sus posiciones opuestas a las demandas feministas y de las minorías sexuales, esgrimiendo una batería de argumentos que no logran disimular su indigencia racional y científica.
Sosteniendo los paquetes ideológicos puritanos, ya se anunció la eliminación de aportes estatales para ayudar a la planificación familiar y, a la vez, se reforzarán los obstáculos para realización de abortos clínicos.
Bajo la noción de que el sexo sólo se justifica como una función reproductiva, un ramillete de republicanos, muy virtuosos ellos, afirman que la naturaleza desarrolló el aparato sexual sólo como instrumento de reproducción de la especie, y, por ende, el uso del sexo con otros fines constituiría una práctica que califican como “degenerada”, fijese.
En realidad, más allá de las pretenciosas afirmaciones seudocientíficas, el horror homofóbico no es otra cosa que una expresión de los vagos y generalmente oscuros procesos psicológicos de donde emergen las condenas moralistas y los siempre cambiantes ingredientes de lo que se debe considerar decente o indecente.
La verdad es que, a lo largo de muchísimos miles de años, las mujeres, para bien de la humanidad, han sido esencialmente indecentes.
Pero algo pasó en un momento del pasado, hace no demasiado tiempo, y las pobrecitas se pusieron decentísimas. Aunque la idea misma de decencia implicase mantener sometidas y dóciles a las mujeres.
De hecho, hubo un célebre predicador norteamericano, el reverendo pastor Billy Graham, que formuló esa doctrina con una claridad casi obscena por allá a comienzos de los años 80.
Ante un extasiado auditorio de damas evangélicas, el reverendo Billy Graham dijo que las prostitutas deben ser consideradas krumiras, rompehuelgas y traidoras a la causa de las mujeres, ya que aceptan dar sus favores sexuales a cambio de una tarifa que, aunque sea de bastante plata, siempre va a ser poca cosa comparada con lo que cobra una “mujer decente”.
Esa tarifa de mujer decente, según Graham, es todo el dinero y todos los bienes que el hombre pueda ganar en toda su vida de casado, más todas las atenciones, las deferencias, halagos y abnegaciones que debe dar el hombre, a cambio del privilegio de disponer de su mujer.
O sea, según la teología de míster Graham, la decencia consistiría en reunir un conjunto de características a la medida de los gustos y de las categorías sociales masculinas. Había que ser decente para agarrar un buen marido y alcanzar algún prestigio social.
Curiosamente, el mismo proceso de adecentamiento femenino se produjo en toda la extensión del planeta, a través de las culturas más dispares, desde las antiguas culturas de la China y la India, y las primitivas culturas de África negra, pasando por el mundo hebreo, griego y romano, hasta compenetrar las más refinadas culturas del occidente cristiano.
En gran parte de África, la decencia de las mujeres todavía exige la llamada circuncisión femenina, que es una operación salvaje, dolorosísima y peligrosa. Se trata de extirpar gran parte de los genitales externos de las muchachas aún vírgenes, incluyendo el clítoris. Con ello, se logra evitar que las mujeres puedan sentir placer durante el acto sexual. Y eso porque la mujer “decente” –según ellos- no debe tener nunca, jamás, ganas de sexo, y sólo debe aceptarlo cuando el hombre tenga ganas.
En la China, hasta bien avanzado el siglo XX, a las niñas les vendaban las patitas desde que aprendían a caminar. Les ponían unas vendas tan apretadas que llegaban a atrofiarles los pies. ¿Y sabe por qué?... Pues porque las mujeres decentes tenían los pies pequeñitos y caminaban dando unos pasitos menudos que los hombres encontraban muy de buen gusto.
En la India, las mujeres “decentes” tenían que ser quemadas vivas en la misma hoguera en que incineraban el cadáver del marido. Y en Israel, según cuenta el Evangelio, a las mujeres que se comportaban de manera indecente los hombres las apedreaban hasta matarlas.
Fue la cultura occidental, cargada de humanismo, la que se lanzó en la primera arremetida contra la decencia femenina en sus expresiones más truculentas. Comenzó prohibiendo el asesinato a piedrazos de las mujeres judías; siguió prohibiendo el asesinato de las viudas hindúes; logró que las leyes de China prohibieran atrofiarles los pies a las niñitas, y actualmente está tratando de que se prohíba definitivamente la circuncisión a las negritas africanas.
Pero fíjese Ud. que tanto en África como antes en la India, la China e Israel, ha habido numerosas mujeres dispuestas a defender lo que consideraban su “derecho a ser decentes”. En la China, las mujeres decentes insultaban a las chiquillas que salían a la calle caminando con los pies sanitos, y en la India las demás mujeres trataban como a prostitutas a las viudas que seguían vivas tras la incineración del difunto marido.
¿Qué nos extraña entonces que hoy siga habiendo algunas mujeres que sigan apegando a las recetas de “decencia” que los varones les embutieron desde chiquititas?
Hasta hace muy poco, en todo el mundo occidental era una tradición que los propios papás, o los hermanos mayores, o los amigos mayores, festejaran los 15 años de un varón invitándolo a una casa de remolienda para que tuviera su iniciación sexual.
La decencia no oponía muchos obstáculos a la sexualidad masculina. En cambio, ¿se da cuenta usted del escándalo que sería, incluso en nuestros días, si a las chicas de 15 años las invitara su mamá o sus hermanas grandes, o sus amigas mayores, a iniciarse sexualmente en un prostíbulo?
Eso no sólo sería indecente. Eso sería considerado crimen, pedofilia y corrupción de menores, incluso en el caso de que la chiquilla hubiera tenido muchas ganas de ese aprendizaje.
O sea, aún en nuestros días existe un ostentoso doble estándar para determinar lo que es la decencia de la mujer y la decencia del hombre. Y esto tiene mucho sentido para entender un poco más la historia del feminismo y de lo que es el feminismo actual.
En la prehistoria y el comienzo de la Edad de los Metales, en casi todo el mundo, las feministas estaban en el poder. Y tenían el poder en forma tan natural que ni siquiera sabían que eran feministas.
El historiador suizo Johan Bachhoven fue el primero en demostrar que, durante el Neolítico, las grandes culturas, desde la India hasta los pantanos prehistóricos de Gran Bretaña, eran matriarcados. Es decir, la autoridad estaba en manos de las mujeres. Y no sólo eso: también las grandes divinidades eran mujeres, presentadas como la Triple Diosa, la trinidad de las fases de la luna como la Virginal -Luna Nueva, la Maternal -Luna Llena, y la Diosa Abuela y Trascendental - Luna Menguante.
Diosas, sacerdotisas y reinas, las mujeres gobernaban con toda naturalidad las civilizaciones que, por lo demás, en gran medida habían sido a su vez obra de las propias mujeres.
Hay muchas evidencias de que fueron las mujeres las primeras en comprender los misterios de la fecundidad, no solo de su propia fecundidad, sino también la fecundidad de la tierra que recibe una semilla, y del animalito hembra que, tras un fugaz contacto con un macho, se reproduce y proporciona rebaños y aves de corral. O sea, hay evidencias de que fueron las mujeres las inventoras de la agricultura y la ganadería, que a su vez fueron la base de todas las civilizaciones.
Obras de arte, de alrededor de 20 mil años de antigüedad, muestran divinidades femeninas, algunas como hembras gruesas, otras como ancianas misteriosas, y otras como bellísimas jovencitas.
Una cabecita de marfil, de más de 10 mil años, es conocida como la Venus de Brassempouil, y presenta a una joven que lo más bien habría podido trabajar en nuestros días como modelo de alta costura.
Otras pinturas de las cavernas muestran mujeres plantando semillas o jugando con animalitos nuevos. Y todas esas pinturas, que sin duda fueron pintadas por hombres, exhiben una ternura, un respeto y una devoción por la mujer, que contrasta dramáticamente con las representaciones dolorosas y simplificadas de varones, cazadores y aventureros.
Las únicas representaciones de hombres que tienen detalles similares a las de mujeres, son las que muestran brujos o chamanes. Y, fíjese usted, hay también indicios poderosos que inducen a creer que ya entonces, como en los posteriores tiempos históricos, los brujos, los médicos y los chamanes casi sin excepción eran homosexuales, lo mismo que los antiguos machis araucanos.
Ese matriarcado, ese gobierno de las mujeres, fue aceptado alegremente por los hombres durante miles y miles de años.
Hasta que algo pasó hace unos cuatro mil años atrás. Algo terrible que aún no sabemos cómo se originó. Súbitamente los hombres parecieron enfurecerse en contra de las mujeres, hubo una revolución violenta contra el antiguo matriarcado.
Los machistas vencedores, a las grandes Diosas las casaron con dioses maridos, fortachos y tan autoritarios como podían. Claro que muchos de esos nuevos dioses machos seguían teniéndole un poco de miedo a sus esposas, como es el caso de Zeus y Júpiter, que tenían que hacer malabares para que sus esposas no los pillaran cuando hacían diabluras.
El nuevo machismo fue endureciéndose cada vez más. Incluso los varones llegaron a concebir la idea de dioses machos que sin embargo eran capaces de parir, como Zeus, que parió a su hija Atenea sacándosela de la frente.
De ahí a concebir dioses machos que parían o creaban universos, sólo faltaba un paso. Según el historiador Robert Graves, ese paso lo dio el hebreo Abraham, quien tomó a la diosa caldea Ya-Hú, una diosa de la fecundidad y la creación, a la que no se podía representar gráficamente y cuyo símbolo era una paloma, y la convirtió en el dios macho Ya-Hué, o Jehová, al que tampoco se puede representar y al que también se le atribuye la paloma en función de Espíritu Santo.
Cuando Abraham emigró desde Caldea, otros líderes habían emigrado o estaban emigrando también en otras partes del mundo, volviéndose conquistadores agresivos y sumamente machistas, que a filo de espada impusieron la nueva cultura en que el varón fue el dominador absoluto de las mujeres.
¿Por qué se produjo esa feroz rebelión masculina, que se generalizó por todo el planeta?... Sólo hay conjeturas y teorías. Se sabe que las mujeres habían llegado a elaborar rituales muy sangrientos y crueles, en que sacrificaban a los mejores varones de las comunidades.
Pero esas cosas no llegan a explicar la tremenda magnitud y la terrible odiosidad de la revolución machista. Es preciso buscar una causa más profunda y poderosa. Una de las explicaciones más coherentes sobre esa revolución ha surgido de las nuevas feministas europeas, especialmente las españolas, que se orientan a un feminismo más radical y completo.
Según esa tendencia, el fenómeno revolucionario se produjo por la acumulación a través de los siglos, de una forma sutil de poder en los varones.
Plantean que, en la especie humana, las mujeres son esenciales y, en cambio, los hombres sólo son accesorios. Por ejemplo, si en un lugar aislado sobrevivieran veinte mujeres y un solo hombre, allí la especie seguiría viviendo y reproduciéndose. En cambio, si los sobrevivientes fueran veinte hombres y una sola mujer, allí la especie moriría irremediablemente.
Esa diferencia hace que los hombres seamos desechables en gran número. En cambio, a las mujeres hay que cuidarlas porque ellas tienen la clave de la vida. Desde la prehistoria, las mujeres aportaron riqueza expresada en vida: la vida de los hijos, de los cultivos y de los animales domésticos.
Los varones, en cambio, salían a cazar, desafiaban a las fieras y repelían peleando a los invasores. No era una pérdida tan grande el que muchos varones murieran en ello. Además, los sobrevivientes recibían un premio delicioso en el hogar que habían defendido: Un premio de alegría, ternura, calorcito, sexo, alimento y descanso.
Pero, mientras las mujeres cultivaban, criaban y hacían grato el hogar, los hombres resultaron muy buenos para hacer trabajos peligrosos. Tanto, que pronto tuvieron mucho tiempo libre para dedicarlo a otras tareas accesorias, que realizaban así como jugando.
Por ejemplo, hacer instrumentos musicales. O curiosear los movimientos de las estrellas, o jugar con piedrecitas y descubrir las leyes que alteran el número de ellas. De hecho, la palabra cálculo significa “piedrecita”.
Así, mientras las mujeres seguían haciendo sus tareas esenciales, los hombres cada vez más enriquecieron sus tareas accesorias. Descubrieron las matemáticas, la astronomía y la tecnología sistemática. A partir de entretenidas conversaciones entre hombres, descubrieron la lógica y el pensamiento abstracto.
Y cada uno de esos descubrimientos iba acumulando un grano más de poder para los hombres, mientras las mujeres movían la cabeza con dulzura, como una mamá que mira a los niños que sueñan y fantasean.
Hasta que al fin lo accesorio llegó a ser más importante y eficaz que lo esencial. El poder neto, insensiblemente, había quedado en manos de los hombres. Las mujeres sólo conservaban un poder político y religioso que se desvanecería rápidamente. Una feminista española dijo que, ahora, cuando una mujer estudia física, o matemáticas o cualquiera otra ciencia, en realidad está obligada a hacer estudios de ciencias masculinas.
Según este sector del feminismo, las mujeres deberán replantearlo todo. Deberán crear ciencias femeninas, que se colaboren con las ciencias masculinas enriqueciéndose recíprocamente.
Y no sólo ciencias. Ellas plantean que el futuro de la humanidad debe ser la confluencia de civilizaciones distintas pero coherentes, aportadas por los diversos géneros. Y el reemplazo de la palabra sexo por la palabra género, ya llegó a remecer la vieja civilización machista en que nos criamos.
Decir género en vez de sexo es básicamente una maravillosa indecencia. Es rechazar categóricamente la imposición biológica que separa a machos y hembras en dos mundos “seccionados por el sexo”. Y, en consecuencia, también propone que esos sexos no tienen por qué ser únicamente dos.
El feminismo aparece como aliado enérgicamente a la defensa de las opciones homosexuales de hombres y de mujeres, con lo que llega a sostener que las identidades de género son a lo menos cuatro. Mujeres, hombres, lesbianas, homosexuales masculinos, además de los géneros intermedios de bisexualidad u homosexualidad ocasional y de la transexualidad biológica.
En esa perspectiva, resultan casi ingenuas las heroicas luchas de las mujeres que en los últimos ciento cincuenta años defendieron y ganaron la igualdad de la mujer. A partir del libro de la inglesa Mary Wollstoncraft “Reivindicación de los Derechos de la Mujer”, publicado en 1792, miles y miles de mujeres desafiaron ser tratadas de indecentes, recibieron burlas, garrotazos y hasta la misma muerte, en su lucha.
En la carrera del Derby de 1913, la joven inglesa Emily Davidson se arrojó a las patas de los caballos gritando: ¡No dejaré que ustedes se diviertan en las carreras de caballo, mientras nos niegan el derecho a voto! Emily Davidson murió aplastada.
En Nueva Zelandia, en 1893, las mujeres lograron por primera vez el derecho a voto. En Estados Unidos, lograron derecho a voto en 1920. Y en 1952, la Asamblea General de las Naciones Unidas dispuso que, en todo el mundo, el derecho a voto de las mujeres será igual que el de los hombres.
Poco a poco, las mujeres han venido conquistando igualdad de salarios y oportunidades laborales, además de otras prerrogativas que deben ser exclusivas para ellas. Cada día las mujeres se liberan más de sus roles esenciales, que en la prehistoria las convirtieron en reinas, pero después la volvieron esclavas. Ahora sólo algunas quieren ser madres y sólo por un corto tiempo, para luego entregarse a las tareas accesorias y remuneradas que antes eran exclusividad de los varones.
Tenemos que admitirlo. Las mujeres están iniciando una revolución inmensa. Y, según podemos esperar, su resultado no será un desquite en contra de los hombres, sino una conciliación en la libertad dentro de la diversidad.
Hasta la vista, amigos. Cuídense, hay peligro. Pero juntos mujeres y hombres podemos enfrentarlo.