La administración Trump, hoy en formación, es una mezcolanza de generales y multimillonarios; en el caso del probable nuevo secretario de Defensa, el general de la infantería de marina retirado James “Mad Dog” Mattis, incluso los hombres de armas parecen haber hecho algo más que algunos dólares en estos últimos años. Por ejemplo, una vez retirado, Mattis, accedió al directorio de General Dynamics, el gigante de la industria armamentista, como uno de los 13 “directores independientes”, que según se sabe acumulan por lo menos 900.000 dólares en acciones de la empresa y otros 600.000 en metálico de disposición inmediata.
Así es, y todavía hay un requisito más para ser admitido en la administración Trump: el civil designado debe estar preparado para demoler el sistema con que él o ella se encuentre. Betsy DeVos, la favorecida por el presidente electo para la secretaría de Educación, quiere hacer pedazos la educación pública; Tom Price, el futuro secretario de Salud y Servicios Humanos, está impaciente por desmantelar el Obamacare y el Medicare; Scott Pruitt, que ha sido propuesto para dirigir la Agencia de Protección Ambiental (EPA, por sus siglas en inglés), parece desear el despedazamiento total de esa Agencia; y el candidato a la nueva secretaría de “Trabajo” (es verdad que esto hay que ponerlo entre comillas), el CEO de la comida rápida Andy Puzder, está contra el aumento del salario mínimo y piensa que la automatización del puesto de trabajo es una ventaja total, ya que las máquinas no se toman vacaciones y nunca llegan tarde.
Seamos realistas; el gobierno más extremista de los últimos tiempos va a ser un clásico de la demolición. Imaginemos una administración Reagan de los ochenta del siglo pasado que ha tomado esteroides para coger músculo, y no olvidemos que Donald Trump será el presidente de un país mucho más frágil que el que gobernaron Ronald Reagan y sus compinches. Las cosas podrían empezar a desmoronarse para el estadounidense de a pie. Por ejemplo, se espera que el nuevo Congreso republicano apruebe rápidamente la prometida versión “revocar y demorar” de la obliteración del Obamacare, borrando oficialmente ese programa de los libros e incluso aplazando su implementación y facilitando la entrada de lo que sea para reemplazarlo hasta que lleguen las elecciones de 2018. Sin embargo, en el ínterin, el resultado podría ser una especie de mercado de atención sanitaria tipo “zombi” desde el cual se espera que salten las compañías de seguros, con la posibilidad de que un número importante de los 20 millones de estadounidenses que accedieron por primera vez a una cobertura médica –vía Obamacare– se quedarían con las manos vacías.
Después, cuando Pruitt, el jefe de la EPA, ayude con todos los medios a su alcance a que Donald Trump consume su “revolución energética” con la explotación desenfrenada de los combustibles fósiles, tal como nos lo cuenta claramente hoy Michael Klare, colaborador regular de TomDispatch, y los cielos de Estados Unidos vuelvan a llenarse de niebla tóxica, habrá mucha más necesidad de cuidados sanitarios en lo que haya quedado en el horizonte.
Donald Trump, como señala Politico, ya está en guerra contra los trabajadores, y contra los futuros “fracasados de las escuelas públicas”, y contra la red de seguridad estadounidense, y contra el medioambiente, por no hablar del planeta todo... y esto incluso antes de que pongamos nuestros ojos en la guerra de verdad, que será supervisada por un equipo de islamófobos e iranófobos. Si, como puntualiza hoy Klare, el mismo Trump es un serio caso de nostalgia del Estados Unidos de su juventud (también el de la mía), con su admiración por los combustibles fósiles, no olvidemos que esa nostalgia también manda en los asuntos militares. En ese caso, sin embargo, no solo serían los paisajes petroleros de la mitad del siglo XX sino tal vez los de los tiempos de las Cruzadas.
* * * La obsesionada política energética de Trump y la pesadilla planetaria por venirRepasemos las promesas de campaña de Trump o volvamos a escuchar sus discursos; podríamos concluir con toda facilidad que su política energética es poco más que una lista de deseos formulada por las mayores empresas de explotación de combustibles fósiles: quitar las limitaciones medioambientales a la extracción de petróleo y gas natural, construir los oleoductos de Keystne XL y Dakota Access, permitir que más tierras federales sean abiertas a la perforación, retirar a Estados Unidos de los acuerdos climáticos de París, acabar con el plan de Energías Limpias de Obama, reactivar la industria de la extracción de carbón, y más, y más, hasta el infinito. De hecho, muchas de sus propuestas, simplemente han sido extraídas directamente de las conversaciones con los más altos directivos de la industria de la energía y sus pródigamente financiados aliados en el Congreso.
Sin embargo, si el lector mira detenidamente este cúmulo de propuestas pro-dióxido de carbono, las todavía inadvertidas contradicciones muy pronto se hacen aparentes. Si todas las políticas de Trump fuesen aprobadas –y el nombramiento del negacionista del cambio climático y fiscal general de Oklahoma, cuya amistosa actitud en relación con la industria de la energía es bien conocida, Scott Pruitt, al frente de la EPA sugiere que eso se hará– no todos los sectores de la industria de la energía prosperarán. En lugar de eso, muchas empresas de los combustibles fósiles serán borradas del mapa gracias a la caída de precios provocada por el enorme exceso de oferta de crudo, hulla y gas natural.
Por cierto, dejemos de pensar que el objetivo de la política energética de Trump es sobre todo ayudar a las empresas que explotan los combustibles fósiles (aunque, seguramente, algunas se beneficiarán). Antes bien pensémosla como una nostálgica compulsión que aspira a restaurar el Estados Unidos de otros tiempos, donde las centrales eléctricas a carbón, las siderúrgicas y los coches siempre sedientos de gasolina eran los indicadores del progreso, mientras la preocupación por la contaminación del aire –dejemos de lado el cambio climático– todavía era una cuestión por venir.
Si queremos una confirmación de que esa devastadora versión de nostalgia da forma al corazón y el alma de la agenda energética de Trump más vale no centrarse en sus propuestas específicas o en alguna combinación de ellas. Miremos en cambio su elección del CEO de ExxonMobil Rex Tillerson para que sea su secretario de Estado y la del ex gobernador del empetrolado estado de Texas, Rick Perry, para la secretaría de Energía, por no hablar de su fervor por los combustibles fósiles que tiñó todas sus declaraciones y opiniones durante su campaña electoral. Según su sitio web de campaña, su máxima prioridad será “permitir que Estados Unidos destine 50 billones de dólares a la explotación de las reservas de crudo y gas natural no convencionales, además de las de hulla”. Para ello, dice el sitio web, Trump “arrendará zonas federales, tanto en tierra como en el mar, anulará la moratoria que pesa sobre el carbón y abrirá los yacimientos de energías no convencionales”. Mientras tanto, cualquier norma o regulación que se cruce en el camino de la explotación de esas reservas será anulada.
Si todas las propuestas de Trump resultan aprobadas, se disparará la emisión de gases de efecto invernadero (GEI) de Estados Unidos, dando fin así a la disminución lograda en los últimos años e incrementando la velocidad del cambio climático global. Dado que otros importantes emisores de GEI, sobre todo India y China, se sentirán menos obligados a cumplir los compromisos sumidos en París si Estados Unidos no los respeta, lo más probable es que el calentamiento global aumente más allá de los 2 ºC por encima de los niveles de la era preindustrial que los científicos consideran que es lo máximo que el planeta es capaz de absorber sin que haya catastróficas consecuencias. Y si, tal como prometió, Trump revoca también todo un conjunto de regulaciones medioambientales y desmantela la EPA, gran parte del progreso logrado en los últimos años en la mejora del la calidad del aire que respiramos y el agua que bebemos sencillamente será eliminado y el cielo sobre nuestras ciudades y zonas suburbanas volverá a ser gris por la niebla tóxica y los contaminantes de todo tipo.
Eliminar todas las restricciones en la extracción de carbónPara apreciar en toda su dimensión la oscura y delirante naturaleza de la nostalgia energética de Trump, empecemos haciendo un repaso de sus propuestas. Dejando de lado su colección de Tweets y simplismos, hay dos discursos suyos dichos ante grupos de la industria de la energía que son la expresión más elaborada de sus puntos de vista: el primero, lo pronunció el 26 de mayo en el Congreso de la Cuenca Petrolera Williston, en Bismarck, North Dakota, para un grupo dedicado básicamente a la extracción de petróleo no convencional mediante la tecnología de fractura hidráulica (fracking) en la formación Bakken; el segundo, fue el 22 de septiembre en Pittsburgh y estaba dirigido a la Coalición Marcellus Shale, un grupo de extracción mediante fracking en el estado de Pennsylvania.
En ambas ocasiones, los argumentos de Trump estaban pensados para conseguir el favor de este segmento de la industria mediante la promesa de derogar cualquier regulación que se opusiera a la intensificación de las perforaciones. Pero esto no era más que el comienzo para el por entonces candidato. Después, continuó con el planteo del “Plan energético Estados Unidos primero”, diseñado para la eliminación virtual de todo impedimento a la explotación de petróleo, gas natural y carbón tanto en tierra firme como en aguas costeras para asegurar el liderazgo mundial duradero en la producción de combustibles fósiles.
Buena parte de esto, adelantó Trump en Bismarck, sería puesto en marcha en los primeros 100 días de su gobierno. Entre otras cosas, prometió:
* Rescindir el compromiso de Estados Unidos con los acuerdos climáticos de París e interrumpir los pagos a los programas de Naciones Unidas contra el calentamiento global con dinero del contribuyente estadounidense. * Levantar cualquier moratoria existente relacionada con la producción de energía en tierras federales. * Solicitar a Canadá la renovación de los permisos para la construcción de oleoducto Keystone. * Anular las políticas que imponen restricciones injustificadas respecto de las nuevas tecnologías de perforación. * Salvar la industria del carbón.Los detalles de cómo sucedería todo esto no fueron proporcionados ni por el candidato ni –más tarde– su equipo de transición. De todos modos, el eje central de su enfoque no podría ser más claro: abolir todas las regulaciones y directivas presidenciales que se opongan a la extracción irrestricta de los combustibles fósiles, entre ellas los compromisos asumidos por el presidente Obama en diciembre de 2015 en el marco de los acuerdos climáticos de París. Particularmente, esto incluiría el Plan Energías Limpias de la EPA y su promesa de reducción sustancial de la emisión de gases de efecto invernadero en las centrales eléctricas que queman hulla, junto con la orden de mejorar la eficiencia para alcanzar los 100 km con 4,34 litros de gasolina en todos los coches fabricados en 2025. Como todas estas medidas constituyen el meollo de las “decididas contribuciones” de Estados Unidos al acuerdo de 2015, sin duda serán los primeros objetivos de una presidencia Trump y representarán una retirada funcional de los acuerdos de París, incluso aunque una retirada real de esos acuerdos es algo que no puede concretarse al instante.
Es imposible predecir con qué prisa se moverá Trump respecto de sus promesas ni en qué medida tendrá éxito. Sin embargo, dado que muchas de las medidas tomadas por la administración Obama para encarar el cambio climático fueron aprobadas como directivas presidenciales o normas promulgadas por la EPA –un estrategia adoptada para sortear la oposición de los escépticos climáticos en un Congreso controlado por los republicanos–, se verá obligado a imponer un buen número de sus prioridades mediante la emisión de nuevas órdenes ejecutivas que anulen las de Obama. Sin embargo, algunos de los objetivos estarán lejos de conseguirse. Particularmente, será bastante difícil “salvar” la industria del carbón si las eléctricas de Estados Unidos continúan prefiriendo el gas natural, que les resulta más barato.
Ignorar las realidades del mercadoEste último punto es el que muestra la mayor contradicción del plan energético de Trump. Si se trata de estimular la extracción de todos los combustibles fósiles, es inevitable que se condene a aquellos sectores de la industria que no pueden competir en el contexto dominado por los bajos precios del mercado trumpiano de la energía.
Tomemos la competencia entre la hulla y el gas natural en la industria de la generación de electricidad en Estados Unidos. Como resultado del uso cada vez más extendido de la tecnología de la fracturación hidráulica en los prolíficos yacimientos de no convencionales de este país, la disponibilidad de gas natural se ha disparado en los últimos años, multiplicándose por 1,5 entre 2005 y 2015. Con tanto gas extra en el mercado, era natural que los precios se redujeran; lo que ha significado una gran ayuda para el aumento de los beneficios de las empresas generadoras de electricidad, que han convertido sus centrales para poder quemar gas en lugar de carbón. Por encima de cualquier otra circunstancia, he aquí el porqué de la caída del uso del carbón cuyo consumo total bajó un 10 por ciento solo en 2015.
En su discurso ante la Coalición Marcellus, Trump prometió que facilitaría el aumento de la producción de ambos combustibles. Dijo que en particular eliminaría las regulaciones federales que, sostuvo, “continúan siendo el mayor obstáculo para la extracción de los combustibles no convencionales” (presumiblemente, esto se refería a las medidas de la administración Obama que apuntaban a las excesivas fugas de metano –un importante gas de efecto invernadero– desde las instalaciones de fracking en tierras federales). Al mismo tiempo, juró que “acabaría con la guerra declarada contra el carbón y los mineros del carbón”.
En la imaginación de Trump, esta “guerra contra el carbón” es una acción orquestada por la Casa Blanca para disminuir su producción y consumo mediante un exceso de regulaciones, sobre todo el Plan de Energías Limpias. Pero en tanto el plan –si alguna vez se pusiera en pleno funcionamiento– redundaría en una cada vez más rápida disminución de la producción de carbón, la verdadera guerra contra el carbón la llevarían a cabo los mismísimos operadores de fracking que Trump trata de quitar todo freno. Mediante el aliento a una producción irrestricta de gas natural, él asegurará la perdurabilidad de los bajos precios del gas y, consecuentemente, la depresión del marcado del carbón.
Una contradicción similar está en el centro mismo del enfoque de Trump respecto del petróleo: en lugar de tratar de reforzar los sectores centrales de la industria, él prefiere el punto de vista de un mercado supersaturado que acabará haciendo daño a muchos productores nacionales. De hecho, ahora mismo, el mayor impedimento para el crecimiento y la rentabilidad de las empresas petroleras es el entorno de bajos precios provocado por el exceso de oferta, debido en buena parte al boom de producción de petróleo no convencional en Estados Unidos. Con más crudo volcado sin cesar en el mercado y una demanda mundial insuficiente, los precios se han mantenido deprimidos durante más de dos años, afectando gravemente incluso a la producción mediante fracking. Muchos de los productores estadounidenses con esta modalidad, entre ellos algunos que trabajan en la formación Bakken, se ven obligados a suspender operaciones o declararse en quiebra ya que cada nuevo barril de crudo no convencional les cuesta más producirlo que lo que pueden obtener por él con su venta.
En esta apurada situación, el punto de vista de Trump –extraer la mayor cantidad posible de petróleo en Estados Unidos y Canadá– es potencialmente desastroso, incluso en términos de la propia industria de la energía. Por ejemplo, amenazó que habilitaría todavía más tierras federales –en tierra firme y en el litoral marítimo–, incluyendo presumiblemente zonas que hasta ahora estaban medioambientalmente protegidas como el Refugio de la Vida Silvestre del Ártico y el fondo del mar en las costas del Atlántico y el Pacífico, para perforar aún más. Además, está claro que se aprobará y facilitará la construcción de oleoductos –como el resistido en North Dakota– y otras infraestructuras necesarias para poner en el mercado los recursos adicionales.
En teoría, este enfoque destinado a inundarnos de petróleo ayudaría a conseguir la muy mentada –por Trump– “independencia” energética de Estados Unidos pero, dadas las circunstancias, seguramente acabará siendo una calamidad de primer orden. Y la tan fantasiosa visión de un futuro mercado de la energía será algo cada día más confuso gracias a la aspiración de Trump de asegurar la supervivencia de esa particularmente sucia forma de producir petróleo que es el tratamiento de las arenas bituminosas de Canadá.
No es sorprendente que también esa industria esté enormemente presionada por la caída del precio del crudo, ya que la producción de petróleo a partir de la arena bituminosa es mucho más cara que con el convencional. En este momento está faltando un oleoducto con la capacidad adecuada para hacer llegar ese material tan espeso y sucio a las refinerías del golfo de México donde podría ser convertido en gasolina y otros productos de valor comercial. Entonces, he aquí una ironía más en la cuenta de Trump: al apoyar la construcción del oleoducto Keystone XL Trump está arrimando una nueva dificultad a sus propios planes. El lanzamiento de semejante salvavidas a la industria canadiense –permitiendo así que compita en mejores condiciones con el crudo estadounidense– sería otro golpe contra su propio “plan energético Estados Unidos primero”.
Buscando las razones subyacentesPara decirlo con otras palabras, no hay dudas de que el plan de Trump demuestra ser un enigma o un acertijo dentro de un nebuloso conjunto de contradicciones. Aunque parecería ofrecer grandes oportunidades a todos los sectores industriales ligados a los combustibles fósiles, solo beneficiaría al del carbón, mientras otras empresas y sectores se resentirían. ¿Cuál podría ser la motivación de una perspectiva tan extravagante y peligrosa para el planeta?
No caben dudas, en cierta medida está relacionada, al menos en parte, con la profunda y perdurable nostalgia del presidente electo por el Estados Unidos de rápido crecimiento (y mayormente libre de regulaciones) de los años cincuenta del siglo XX. Cuando Trump estaba creciendo, Estados Unidos estaba viviendo una expansión extraordinaria y la producción de bienes básicos –entre ellos, el petróleo, el carbón y el acero– crecía de día en día. Las industrias más importantes del país estaban muy sindicalizadas; los suburbios estaban en su mejor momento; en el barrio neoyorquino de Queens, donde Trump empezaba a vivir, los edificios de apartamentos eran cada vez más altos; los coches salían sin cesar de la línea de montaje en lo que por entonces estaba muy lejos de ser un “Cinturón de Óxido”; y las refinerías y las centrales eléctricas a base de carbón producían una enorme cantidad de energía para hacer que todo eso ocurriera.
Habiéndome criado en el Bronx, justo enfrente –del otro lado del estrecho de Long Island– de donde se crió Trump, puedo recordar la ciudad de Nueva York de aquellos años: enormes chimeneas escupiendo espesas columnas de humo en todo el horizonte y autopistas repletas de coches que aportaban su cuota de suciedad pero también aquella sensación de explosivo crecimiento. Por entonces, ni constructores de edificios ni fabricantes de coches debían preocuparse demasiado por las regulaciones en su actividad, mucho menos las ambientales; esto hacia que la vida –para ellos– fuese más sencilla.
Es a esa época saturada de dióxido de carbono a la que Trump sueña regresar aunque ya está bastante claro que el único tipo posible de sueño que alguna vez puede salir de su conjunto de políticas será una pesadilla total, con temperaturas batiendo todos los récords, ciudades costeras inundadas, bosques en llamas y tierras cultivables convertidas en páramos.
Y no olvidemos otra cuestión: el afán de venganza de Trump; en lo que ahora nos atañe, no contra su oponente demócrata en las últimas elecciones sino contra quienes no le votaron. Donald es muy conciente de que la mayor parte de los estadounidenses que se preocupan por el cambio climático y están en favor de una decidida evolución de Estados Unidos hacia las energías verdes no le votaron, entre ellos prominentes figuras de Hollywood y Silicon Valley que contribuyeron espléndidamente a la campaña de Hillary Clinton respondiendo a su promesa de que el país se trasformaría en una “superpotencia de las energías limpias”.
Dada su conocida inclinación por el ataque a quienquiera que frustre sus ambiciones o hable negativamente de él y su anhelo de castigar a los ambientalistas mediante, entre otras cosas, la revocación de todas las medidas del presidente Obama tomadas para agilizar el empleo de las energías renovables, se espera que haga pedazos la EPA y todo lo que pueda para eliminar todo lo que se oponga a la explotación de los combustibles fósiles. Si eso implica apresurar el incendio del planeta, pues que se incendie. A él tampoco le importa (con sus 70 años, no vivirá para verlo): no cree en la ciencia o no piensa que esto pueda perjudicar los negocios de su empresa en los próximos años.
A este brebaje todavía le falta un ingrediente: el pensamiento mágico. Como muchos líderes de estos tiempos, Trump parece equiparar el dominio del petróleo en particular, y de los combustibles fósiles en general, con el dominio del mundo. En esto, coincide con el presidente de Rusia, Vladimir Putin, quien en su disertación de doctorado escribió sobre la necesidad de aprovechar las reservas rusas de crudo y gas natural para restaurar el poder global del país, y con el CEO de ExxonMobil, Rexon Tillerson, de quien se dice es el favorito de Trump para la secretaría de Estado y durante mucho tiempo socio del régimen de Putin. Para estos y otros políticos y magnates –por supuesto, aquí hablamos casi exclusivamente de hombres– la posesión de enormes reservas de petróleo confiere una especie de vigor viril. Tal vez el equivalente nacional al Viagra.
En 2002, Robert Ebel, del Centro de Estudios Estratégicos e Internacionales planteó muy sucintamente el tema: “El petróleo es mucho más que el alimento de coches y aviones: el petróleo alimenta el poder militar, el tesoro nacional y la política internacional... [Es] un determinante del bienestar, la seguridad nacional y el poder internacional para quienes lo posean y lo opuesto para quienes no lo tengan”.
Da la impresión de que Trump ha asimilado perfectamente esta línea de pensamiento. “El dominio en el plano de la energía será el objetivo declarado de la economía estratégica y la política exterior de Estados Unidos”, dijo el pasado mayo en el foro Eilliston. “Seremos absolutamente independientes de cualquier necesidad de importar energía del cártel de la OPEP o de cualesquiera países hostiles a nuestros intereses.” Parece firmemente convencido de la rápida extracción de petróleo y otros combustibles fósiles hará que “vuelva la grandeza de Estados Unidos”.
Esto es un delirio, pero como presidente sin duda estará en condiciones de hacer lo que haga falta para que su programa consiga el caos energético, tanto en el corto plazo como en el largo. En realidad, Trump no podrá revertir la transición mundial hacia las energías renovables que está hoy en curso ni influir en el aumento de la producción estadounidense de combustibles fósiles para alcanzar ventajas importantes en la política exterior. Sin embargo, sí es probable que sus esfuerzos aseguren la entrega del liderazgo de Estados Unidos en energías limpias a países como China o Alemania, que ya están compitiendo en el desarrollo de sistemas basados en energías renovables. Y al hacerlo, garantizará también que todos nosotros viviremos aún más fenómenos climáticos extremos. Jamás recreará él el soñado Estados Unidos de sus recuerdos ni nos regresará al hirviente caldero de la economía del periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial, pero quizás tenga éxito en la recuperación de los cielos con niebla tóxica y los ríos envenenados tan característicos de aquella época y, como premio, acceder al consabido desastre climático planetario. El eslogan de Trump debería ser: “Volvamos al Estados Unidos con nieblas tóxicas”.
Michael T. Klare es colaborador regular de TomDispatch, es profesor de estudios sobre paz y seguridad mundial en el Instituto Hampshire y autor del reciente libro The Race for What’s Left . Una versión documental en vídeo de este libro, Blood and Oil, está disponible en la Fundación Media Education.
Fotografía: inquisitr.com