Por Edmundo Arlt
El aniversario del Estallido Social tuvo un sabor agraz en la izquierda. En primer lugar, una débil izquierda institucional obligada a interpretar los sucesos bajo la conservadora fórmula “demandas justas, forma equivocada”, el conocido noeslaformismo. Dicha debilidad también se presenta como disculpas por antiguos tweets que reaccionaban a las violaciones de DDHH cometidas por Carabineros. De manera bastante particular, el gobierno que prometía una refundación de la policía termina pidiendo disculpas por el “tono” mientras al mismo tiempo abraza con fuerza el viejo lema de “la ley y el orden” ante la ausencia de un plan claro para lidiar con la migración y la delincuencia.
Pero el sabor agraz no termina ahí. Las fuerzas reaccionarias, ahora victoriosas después del plebiscito, discuten cuánto pueblo debe incluir la actualización jurídica del orden neoliberal. Haciendo honor a su profunda tradición antidemocrática, buscan un equivalente funcional de los -hasta el año 2005- senadores designados. Este equivalente se encuentra en la necesidad de un comité de expertos que ejerza un tutelaje sobre la discusión constitucional mediante personeros no elegidos democráticamente. De más está detallar los hercúleos esfuerzos de la prensa corporativa por redefinir lo ocurrido durante el Estallido como mero vandalismo acéfalo con negativas consecuencias pecuniarias.
Pero lo agraz se transforma en hiel apenas se lee a las y los intelectuales orgánicos que acompañan esta reacción contra la revuelta. Quienes buscan mediante complejos artilugios redefinir el pasado desde el presente en pos de determinar el futuro. El primus inter pares es indudablemente el Rector de la Universidad Diego Portales: Carlos Peña.
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Cuando la estupidez organizada de las elites de Twitter había llegado al paroxismo de sus elucubraciones sobre el Estallido, las cuales no superaban el maniqueísmo violencia o emancipación, Peña nos hacía la existencia aún más desagradable al brindar una entrevista. En ella no decía absolutamente nada nuevo ni novedoso, sólo repetía la tesis que inventó para interpretar la revuelta mientras ésta ocurría. Su origen se encontraría en las paradojales consecuencias de una exitosa modernización capitalista junto a una profunda brecha generacional. A diferencia de quienes fueron adultos durante la dictadura y que lograron incluirse dentro de la bonanza, la generación más joven padece una “conmoción pulsional”. La repetición de la tesis estuvo, por supuesto, acompañada de la condena en cuanto a que la intelectualidad de izquierda es culpable de no haber condenado, sino justificado, la violencia ocurrida durante a partir de octubre de 2019. Acusación tan absurda que supone que las revueltas dependen sólo de lo que la intelectualidad orgánica diga sobre ellas. Pero antes de analizar la tesis de Peña retrocedamos un par de pasos.
En primera instancia, Peña irrita porque nunca aprendió a deshacerse de una desagradable costumbre de adolescente con aspiraciones aristocráticas. Una muy común entre exestudiantes de "colegio emblemático" como él, que consiste en clasificar a los seres humanos por su nivel de inteligencia, siempre aterrizando misteriosamente quien realiza la clasificación en el lado de los inteligentes. Peña hace uso de esta irritante forma de diferenciar entre inferiores y superiores cuando distribuye la patente de intelectual. De esta manera, transforma el debate riguroso en imposible. Quien lo critica no está probablemente a su altura, seguramente no lo entendió o muy probablemente carece del requerido coeficiente intelectual para participar de estos debates.
Pero las patentes que reparte Peña no son de intelectual a secas, sino de intelectual orgánico. A estos últimos pertenece él cuando dentro de sus análisis privilegia el “papel y el lápiz”, negando convenientemente tanto las jornadas populares de protesta con sus decenas de muertos, como también las acciones del Frente Patriótico. ¿Qué haría Peña ante una pregunta rigurosa sobre el FPMR? Seguramente persignarse antes de comenzar un pseudo-psicoanálisis de sus miembros. No. Carlos Peña y quienes son como él no son intelectuales, sino intelectuales orgánicos leales a una red de contactos particular. No son como Émile Zola tomando partido por el judío Dreyfus acusando al presidente de Francia por antisemitismo y pagando su acción con el exilio. Peña jamás acusó a Piñera sus violaciones a los DDHH, de hecho, las omite sistemáticamente en todas sus intervenciones. Tampoco es como Kurt Tucholsky acusando a los soldados alemanes de asesinos en 1931 y enfrentando valientemente la persecución judicial por aquello. Por el contrario, el carlospeñisno representan lo mejor del reacomodo pospinochetista. De quienes han disfrutado de la bonanza de transformar los derechos sociales en servicios subvencionados estatalmente brindados por empresas como su universidad. Carlos Peña es de esos que no tiene problema alguno con su conciencia al ocupar el mismo cargo que tuvo anteriormente un criminal de lesa humanidad como Francisco Javier Cuadra.
Ahora dediquemos unas líneas a su tesis. Primero, Peña jamás la ha contrastado con la investigación científica que ha producido la propia institución que dirige. Esto es lo mínimo que le debe a la ciudadanía un rector de una institución financiada primordialmente con los impuestos de la clase trabajadora. No. Lo que nos ha ofrecido es un pobre relato coherente con su rol de intelectual orgánico del concertacionismo autocomplaciente.
En 1893 publicaba Émile Durkheim, padre fundador de la sociología, su tesis doctoral La división del trabajo social, cuyo objetivo principal fue explicar las diferencias entre las modernas sociedades europeas y las sociedades tradicionales. Para Durkheim el fenómeno que explica la discrepancia entre ambas sociedades es la acelerada y progresiva diferenciación del trabajo, con el individualismo como consecuencia. Las modernas sociedades europeas, en contraposición a las sociedades tradicionales agrícolas y comunitarias, experimentaron tres procesos acelerados de manera concatenada. En primer lugar, una división del trabajo que posicionó el sector industrial de la economía por sobre la agricultura; en segundo, una intensiva migración campo-ciudad que rompió las relaciones comunitarias establecidas en el campo; en tercero, una combinación entra ambos factores que posibilitó el nacimiento de una nueva forma de individualismo separado de los tradicionales lazos comunitarios asociados al trabajo agrícola. Mientras las sociedades tradicionales basaban sus contactos sociales mediante las interacciones cara a cara dónde la reconstrucción mutua de la biografía era una condición de pertenencia comunitaria, a las sociedades europeas modernas sólo les bastaba una relación funcional. La diferencia es algo así como comprarle pan a Don Pedro, que tiene una panadería familiar junto a su esposa e hijos, con ir a comprar pan al supermercado, donde uno ni siquiera ha visto a quien hace el pan. Para el conservador Durkheim estos fenómenos producían una grave alteración en la moral que guía el comportamiento de los individuos por la sencilla razón de que una moral comunitaria ya no existe más. A esto le llamó Durkheim “anomia”, es decir, ausencia de normas. Quienes siguen a Durkheim, como los marxistas que siguen irreflexivamente a Marx, sostienen que absolutamente toda modernización que implique una alteración importante en las condiciones descritas deberá lidiar con el problema de la anomia.
Carlos Peña es uno de ellos. De esta manera, la" exitosa modernización capitalista" de la dictadura, es decir su acelerada diferenciación del trabajo y la consecuente ruptura de los lazos sociales tradicionales, habría hecho emerger una anomia generalizada. Quienes padecen más intensamente de ella son las generaciones más jóvenes que Peña insiste en tratar como adolescentes defectuosamente socializados mediante un pseudo-psicoanálisis. Ahora bien, es claro que un intelectual pondría por delante sus fuentes de pensamiento, explicaría detalladamente sus tesis y las contrastaría con la investigación existente. Por el contrario, Peña no es más que un Axel Kaiser con mejores corbatas, más parsimonia y con una universidad particular-subvencionada de prestigio a sus espaldas. Dicho de otra manera: cuando se ha leído a Durkheim y a sus críticos, las tesis de Carlos Peña sólo impresionan a quienes comulgan con su posición conservadora o a quienes no tienen la más supina idea de sociología. Peña es como un mago haciendo trucos que sólo funcionan ante quien no conoce el compartimiento secreto del que sale el conejo. Ahora bien, ante el pobre nivel de las tesis de la izquierda, que fueron aniquiladas por el 62% del Rechazo, Peña parece un tipo sensato, incluso racional.
Pero lo peor no es que Peña intente explicar un fenómeno del siglo XXI, de ninguna manera exclusivo a Chile, con teorías del siglo XIX. Tampoco es que no presente evidencia alguna siendo él rector de una universidad, hay algo aún peor. Durkheim tenía una genuina preocupación conservadora por los efectos negativos de la modernización capitalista y la irremediable anomia que la acompañaba. Su solución no era de ninguna manera una sociedad comunista o anarquista. En las transcripciones de sus clases dictadas entre 1898 y 1900, publicadas como Lecciones de Sociología, el viejo maestro francés presentaba como una solución un orden económico que tuviese como actor principal a una nueva versión de los gremios medievales. Ellos podrían, sino resolver, al menos aminorar varios efectos negativos de esta modernización. Por ejemplo, generar lazos comunitarios entre las y los trabajadores de un mismo rubro, además de incluir a las nuevas formas de trabajo dentro de ellos. Durkheim no alcanzó a vivir para observar cómo estas ideas, no sólo defendidas por él, fueron hechas realidad por el fascismo mediante el corporativismo. menos aún ese fascismo fuertemente descafeinado presente en el “gremialismo” chilensis.
Es aquí donde emergen varias preguntas. La primera es cuál es la solución de Carlos Peña al problema de la anomia y cuán cerca está de la solución de Durkheim mediante de los gremios. Preguntas que claramente no le serán formuladas en El Mercurio, tampoco en RESUMEN pues nunca se atrevería a dar una entrevista aquí.
Finalmente, deja pensando el rol de la academia en todo este asunto. Es claro que muchísimas personas que trabajan allí leyeron a Durkheim. Pero el miedo a dañar la propia carrera es muy generalizado, en especial en las generaciones jóvenes. Ojalá tuviésemos una academia que fuera menos un salón cortesano lleno de tertulias guiadas por prominentes e intelectuales orgánicos. Una que le diera un más espacio a los obreros de la ciencia que trabajan escribiendo artículos en condiciones de absoluta precariedad laboral. Por mientras nosotros nos seguiremos preguntando por Carlos Peña…el último intelectual orgánico de los noventa.
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