Chihiro o la alienación del trabajo

Chihiro: Chihiro… ¡ese es mi nombre! Haku: Yubaba controla a los demás robándoles el nombre. Ahora eres Sen. Mantén tu verdadero nombre en secreto

Recientemente Netflix ha incorporado a su cartelera una serie de películas del estudio Ghibli que hasta hace poco eran difícil acceder o contar con ellas (salvo en salas de cine arte o por descarga directa). Una de éstas, un clásico de Hayao Miyazaki, es "El viaje de Chihiro", la que recientemente tuve la oportunidad -gracias al servicio de streaming- de verla una vez más con mis hijas. Este cine animado, que juzgado desde el exterior pareciera solo tratarse de “películas infantiles”, realmente esconden mundos, enormes críticas sociales, humanas, y reflexiones trascendentales tanto para menores como también para las personas adultas. Cada nuevo visionado permite concentrarse en una nueva capa, como si se tratase de una cebolla. Te puede interesar: Isao Takahata, principe del sol: Animación, Ghibli y marxismo Y tal vez por las lecturas que uno paralelamente realiza, o quizás por el contexto social de la revuelta en curso en nuestro país, El viaje de Chihiro toma frente a mis ojos un nuevo significado, más político, de crítica a un sistema que, como la protagonista, experimentamos inevitablemente. Chihiro, una niña tímida y un tanto temerosa de 10 años, viaja junto a sus descuidados padres rumbo al que va a ser su nuevo hogar. Reacia a emprender un nuevo rumbo, y desposeída de sus anteriores relaciones (expresadas en el ramo de flores de despedida que ella aferra tan fuerte al grado de estropearlo). En este trayecto es que sus padres deciden parar en lo que parecía ser un parque de atracciones abandonado que encuentran al atravesar un túnel. Rápidamente son tentados por un puesto abandonado con suculentas comidas que ellos ingieren hasta convertirse en cerdos. Desde ese momento es que comienza lo sobrenatural, pero que sorprendentemente tiene muchas similitudes con la naturalidad del capitalismo. Chihiro, para sobrevivir debe hacerse parte de este mundo mágico poblado de espíritus y deidades, donde se ve obligada a trabajar en éste, una suerte de spa o baño público para dioses controlados por una malvada señora llamada Yubaba. [caption id="attachment_72284" align="alignnone" width="953"]Chihiro Yubaba negociando el contrato con Chihiro[/caption] Ahí es ayudada por uno de los lugartenientes de Yubaba, Haru, quien si bien aparenta ser parte del engranaje de ese sistema, todavía cuenta con algo de bonbad, y aconseja a Chihiro conseguir un trabajo. Es acá cuando Chihiro se convierte en una metáfora de nuestra sociedad actual y su sistema económico capitalista: pues para vivir hay que trabajar, y quien no trabaja, desaparece, como podría haberle ocurrido. La niña, ahora forzada al mundo del trabajo para prolongar su vida, debe empeñarse como sea para obtener alguno. La respuesta dominante que tiene es la clásica que escuchan las y los desempleados y/o migrantes: “no hay más trabajo”, por lo que intenta incluso tomar el trabajo de otros (como los duendes de polvo) pero sin éxito. Finalmente, Chihiro no encuentra otra alternativa que confrontar a Yubaba y pedirle a ella misma empleo, en lo que parecer ser la extraña mezcla entre un “favor” (te doy trabajo) y una maldición. Y es que la maldición que sufre Chihiro al firmar su contrato, que voluntariamente acepta aunque implique en la práctica una forma de esclavitud, es la de perder su nombre, dejar de ser Chihiro y convertirse en Sen. ¿Y es que el trabajo capitalista no es aquello mismo? El contrato celebrado por Chihiro y Yubaba no es diferente a cualquier contrato laboral en que, durante las horas contratadas, uno deja de ser uno y se convierte en otra cosa. Lo que retrata Miyazaki con ese cruel contrato no es sino la perfecta analogía de lo que se entiende por alienación: dejo de ser yo cuando me pongo a trabajar de forma asalariada. Yubaba: Ese juramento ridículo que hice de darle trabajo a quien me lo pidiera...¿Ya lo Firmaste? Chihiro: Sí Yubaba: Te llamas Chihiro ¿verdad? Chihiro: Sí Yubaba: Que nombre extravagante… desde ahora tu nombre será Sen ¿Entendiste? Yubaba se jacta, al igual que un empresario actual, en que está realizando un favor al darle trabajo a una persona, a la vez que sabe que tiene el completo control de la situación. La escena se complementa con la pérdida de buena parte de los ideogramas (kanjis japoneses) del nombre de Chihiro para solo quedarse con una fracción, que sola se llama Sen. Es una analogía a la desposesión, a poseer una ínfima parte de lo que se tenía o era antes de firmar el contrato que, mágico o no, se asemeja muchísimo a un contrato laboral actual. Haru, que se encuentra aprisionado entre los deseos de liberarla y el ser parte del funesto engranaje que condena a la misma niña, le devuelve su nombre, su identidad, como artefacto para resistir al mundo que Chihiro enfrenta. Cuando ella es capaz de limpiar al dios del río en el baño de aromas, víctima de la contaminación humana, el oro que deja la ola de escombros y agua nuevamente es reapropiado por parte de Yubaba y su empresa: ¡Las manos quietas!¡Es propiedad de la empresa! Y es que los trabajadores en los baños de Yubaba no poseen nada, ni el producto de su trabajo, ni su tiempo, ni siquiera su vestimenta. Chihiro representa esa doble condición de la experiencia de vivir el capitalismo. Una personal, la de convertirse en eso que tan rimbombantemente llaman como “capital humano”, y que significa convertir tu cuerpo en parte de una maquinaria productora de mercancías y valores, como también del desarrollo histórico del capitalismo, que mediante cercamientos de espacios comunes, de prohibición de usufructo de lo que antes era propiedad colectiva, con leyes de prohibición a la vagancia (que te mandaban a la cárcel de no corroborar un empleo formal), y del surgimiento del sistema carcelario mismo, hizo que millones y millones de personas alrededor del orbe, y en distintos tiempos, no vean otra alternativa que realizar el mismo viaje que Chihiro: abandonar la comunidad donde siempre se vivió, llegar a un mundo caótico (las ciudades y los grandes centros industriales y mineros) en donde la única forma de vivir era vender el propio cuerpo y el propio tiempo a otra persona (a los Yubaba que pueblan este mundo y controlan las fábricas y empresas), para que esa persona te de una fracción de lo que uno produjo con el objetivo de comprar cosas para seguir viviendo. Tal como en el baño público de deidades, la libertad es una ficción, y la esclavitud del trabajo una realidad, una esclavitud que te desposee de lo que uno es como sujeto (sueños, aspiraciones, valores, identidad) y te convierte en una trabajadora o trabajador moderno, que es esa extraña condición entre la humanidad y la máquina, de ser un engranaje que late y sangra, pero que aun así sigue siendo engranaje. Miyazaki con su filme animado, dentro de una de esas tantas lecturas posibles, nos sumerge a ese mundo que tenemos tan naturalizado, a la vez que también nos tiene tan alienados. La revuelta iniciada el 18 de octubre tuvo en parte la causa de negar, en un viernes por la tarde, el traslado desde ese lugar en que somos un desposeído engranaje hacia donde aún conservamos algo de nuestra humanidad, al menos por las tardes (en realidad noches) y durante los fines de semana. Esa interrupción, en el momento en que somos menos nosotras o nosotros (no olvidemos la cantidad de peleas que ocurrían en el metro y en las calles solo por ver quien pasa o entra primero) hacia lo único que nos recuerda nuestro nombre (el deseo de pasar un fin de semana con los seres queridos) que terminó siendo el momento del inicio de la ira que, esperamos, termine con el reino de los Yubaba en Chile. Chihiro Joaquín Hernández  
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