Llegué a Chile a mitad del mandato del gobierno de Unidad Popular. Se había elegido presidente a Salvador Allende el 4 de septiembre de 1970; era su cuarto intento de llegar a la presidencia. Lideraba una coalición de su propio partido -el Partido Socialista-, el Partido Radical -homólogo del Partido Laborista de Gran Bretaña, afiliado de la Internacional Socialista-, el Partido Comunista y otros partidos menores, uno de ellos escindido del Partido Demócrata Cristiano.
El estado de ánimo del país en marzo de 1972 era todavía bastante eufórico a consecuencia de logros sustanciales y muy populares, tales como la nacionalización de las minas de cobre de Chile y la búsqueda de una reforma agraria más radical. La gente creía todavía que por fin tenía un gobierno que les pertenecía y que llevaría a cabo mejoras reales e irreversibles para los pobres y desposeídos. Como dice la letra de la canción de Inti-Illimani, «porque esta vez no se trata de cambiar un presidente, será el pueblo quien construya un Chile bien diferente».
Una cultura radicalizada
En ese momento Chile era un sitio apasionante. Todo el mundo estaba «comprometido». No había sitio, como reza la letra de la canción de Víctor Jara, para los mirones: «ni chicha, ni limonada». El debate político era constante, ubicuo y practicado por todas las edades, clases e ideologías, tanto de la derecha, el centro y la izquierda. En los periódicos -la mayoría de los cuales sigue en manos de la derecha-, las revistas, la radio y la televisión se discutía cada acción del gobierno, cada promesa hecha por Allende y sus ministros y cada movimiento de la oposición con una profundidad, una sofisticación y un veneno casi inimaginables en la Gran Bretaña de hoy.
Los cambios no fueron sólo políticos, sino también culturales. La mayoría de los cantantes populares, actores, artistas, poetas y autores se identificó estrechamente con Unidad Popular y se consideraban comprometidos en la batalla contra los valores importados e implantados de Hollywood, Disney, Braniff Airlines, «Los fríos traficantes de sueños en revistas que de la juventud engordan y profitan» en las críticas palabras de la canción de Víctor Jara ¿Quién mató a Carmencita? Se puso de moda jugar al ajedrez en las cafeterías y plazas, a la vez que se debatía febrilmente de política.
El editor nacional Quimantu -la antigua compañía ZigZag que el gobierno compró en 1971- imprimía una gran variedad de libros que vendía a bajo precio para permitir a los más pobres tener libros, disfrutar de leer y tener acceso a la literatura. Durante sus dos años de existencia se imprimieron 12 millones de libros que no sólo se distribuían en librerías, sino también en kioscos de prensa en la calle, autobuses, sindicatos y en algunas fábricas.
Nubes oscuras
Pero se divisaban nubes oscuras en el horizonte. La CIA ya había intentado dar un golpe de Estado en 1970 y un secuestro chapucero que desembocó en el asesinato del General Schneider, comandante en jefe del ejército chileno. La ITT y otras corporaciones estadounidenses fomentaban una intervención más decisiva por parte del Departamento de Estado. Hubo una financiación inmensa de los grupos de oposición en Chile y el precio del cobre -la exportación clave de Chile- se manipuló en el mercado mundial. La economía empezaba a tambalearse y la inflación subía.
En octubre de 1972 los propietarios del transporte por carretera escenificaron un gran cierre patronal -todavía denominado por error «huelga de camioneros»- que paralizó el transporte por carretera, asaltaban o saboteaban los vehículos de cualquiera que seguía trabajando y pagaban jornales muy por encima de los ingresos habituales a los camioneros propietarios que llevaron sus camiones a los campamentos de huelga montados en las cunetas de las carreteras. El ambiente de estos campamentos era similar al de los bloqueos de las refinerías de petróleo de Gran Bretaña en 2000, sólo que mucho más grave y violento. Los alimentos, el petróleo y la gasolina escaseaban.
En mis horas libres descargaba los trenes en la estación de Yungay de Santiago de Chile, junto con los equipos de voluntarios organizados por los Jóvenes Comunistas Chilenos y otros grupos.
El cierre patronal remitió y toda la atención se concentró en las elecciones al Congreso que se celebraron a mitad de la legislatura en marzo de 1973. A pesar de la campaña concertada de los medios de comunicación de la oposición para denunciar la creciente escasez de alimentos y las dificultades económicas que incidían en los niveles de vida de muchos trabajadores, Unidad Popular incrementó su voto en un 43,2%.
Pero para entonces el Partido Demócrata Cristiano se había derechizado y se identificaba cada vez más con los partidos de la derecha tradicional. Su periódico -La Prensa- publicaba con más frecuencia mensajes virulentos anticomunistas y a veces antisemitas. Este bloque dominado por la derecha tenía mayoría en el Senado y la Cámara de los Diputados e impedía la aprobación de cualquier legislación. Unidad Popular significaba «el camino al comunismo a través del estómago», es decir hambre y el socialismo significaba promocionar la envidia o el odio (hacia los ricos).
La violencia de los ricos
La oposición -unida en ese momento - decidió que si los votos no podían proporcionar los resultados requeridos, recurriría a la violencia y a los militares. Los edificios y organismos gubernamentales fueron objetivo de los pirómanos y el sabotaje de la red eléctrica originó apagones frecuentes. Las pandillas de jóvenes de clase media en Providencia -una de las avenidas más adineradas de Santiago- paraban los trolebuses y los incendiaban.
El 29 de junio el Regimiento de Tanques número 2, liderado por el Coronel Souper y apoyado por la dirección del grupo fascista Patria y Libertad, escenificó un golpe de Estado. Los tanques rodearon la Moneda, el palacio presidencial en el centro de Santiago. Pero el resto de las fuerzas armadas no prestó su apoyo y el golpe falló. Pasé ese día con mi amigo Wolfgang -un cineasta de la Universidad Técnica del Estado- intentando filmar la acción en el momento que sucedía.
No sabíamos en ese momento si se trataba de un ensayo general o un intento fallido por parte de un grupo de cabezas locas. Nuestro alivio por su fracaso fue efímero: se hizo evidente de inmediato que lo peor quedaba por venir. En mi lugar de trabajo -el Instituto Forestal- empezamos a hacer turnos de guardia por la noche para proteger los edificios contra el sabotaje. Los vehículos todoterreno ARO distintivos del Instituto habían sufrido emboscadas en el sur conservador de Chile y se había agredido a los conductores.
En el vecindario pobre donde yo vivía cerca del centro de Santiago, habíamos montado un comité de suministro de alimentos, cuyo objetivo era combatir el mercado negro, disuadir el acaparamiento y asegurar que los alimentos básicos como arroz, azúcar, aceite y algo de carne se distribuyeran entre los residentes locales a precio oficial. Habíamos inscrito a 1.200 familias en una zona de ocho manzanas y a las asambleas generales semanales asistían unas 400 personas. Contactamos con los dueños de los pequeños comercios de ultramarinos de la zona, pero no fuimos bien recibidos.
La rebelión militar
El país se encontraba de facto en un estado de guerra civil. Allende intentó estabilizar la situación al incorporar a varios militares en su gabinete pero a su leal jefe militar, el General Prats, lo obligaron a dimitir cuando un grupo de esposas de otros generales se manifestó delante de su casa y lo acusaron de cobardía. El General Augusto Pinochet lo sustituyó; en ese momento se le consideró todavía leal a la constitución.
A principios de septiembre de 1973 preveíamos un aumento progresivo de la violencia por parte de la derecha, una rebelión militar, más intentos de golpe de Estado. Los partidarios de Unidad Popular se manifestaron el 4 de septiembre delante del Palacio de la Moneda donde Allende -desesperadamente cansado y serio- saludó a sus seguidores.
Pero no estábamos preparados para la celeridad, precisión y totalidad del golpe de Estado que se inició en Valparaíso la noche del 10 de septiembre y que -a las 3 horas de la mañana del 11 de septiembre- se había hecho con el control del gobierno, de las principales ciudades, los aeropuertos, las emisoras de radio y televisión, la red telefónica y las comunicaciones.
En el Instituto Forestal nos reunimos en la cafetería. La mayoría de los trabajadores se fue a casa a recoger a los niños del colegio, a asegurar la seguridad de su familia. Quizá algunos habían recibido órdenes de sus partidos de acudir a ciertos lugares de la ciudad con el fin de defenderlos, esperar órdenes o hasta de coger las armas. Algunos nos quedamos para custodiar los edificios hasta que el toque de queda militar hizo que nos fuera imposible partir. La radio sólo retransmitía música militar y los bandos militares se leían con una voz entrecortada mecánica y cruel; se había declarado un toque de queda indefinido que duraba las 24 horas, se leía los nombres de los que debían entregarse inmediatamente en el Ministerio de Defensa y se justificaba el «pronunciamiento militar».
La tortura y los asesinatos
Al principio pensábamos que había resistencia, que las fuerzas armadas se dividirían, incluso que el General Prats marcharía desde el sur con los regimientos leales a la constitución. Pero nada de esto ocurrió. Los focos de resistencia en las zonas industriales de las ciudades se eliminaron rápida y brutalmente, se detuvieron a algunos mandos militares, otros huyeron del país, pero no hubo una rebelión significativa. Los partidos de Unidad Popular y del Movimiento de Izquierda Revolucionaria se prepararon para la resistencia clandestina, pero como habían trabajado pública y abiertamente durante tanto tiempo, la mayoría de los dirigentes fue identificada al instante, detenida y asesinada.
Junto con otras personas no chilenas, me escondí esa noche en el cobertizo de un colega que vivía cerca del Instituto. Al volver la mañana siguiente encontramos el Instituto vacío con las puertas forzadas y marcas de bala. Una patrulla militar había llegado durante la noche y había detenido al director y a los que habían quedado para hacer guardia. Registramos todo el edificio, despacho a despacho, eliminando todo rastro de nombres, afiliación sindical, carteles e insignias de partidos, todo lo que podría incriminar a nuestros colegas. Fue duro: todo lo que había sido normal, rutinario y legal fue ahora ilegal, peligroso y potencialmente letal.
Más tarde algunos limpiadores llegaron y nos advirtieron que nos fuéramos: podrían volver los militares y detenernos. Nos llevaron por el campo a las chabolas donde vivían y -poniéndose en riesgo a sí mismos y a sus familias- nos escondieron y alimentaron hasta el fin del toque de queda.
Pasamos los días siguientes en el limbo, de casa en casa de amigos. De mis dos compañeros de piso chilenos, uno había sido detenido el 12 de septiembre en la Universidad Técnica del Estado junto con cientos de estudiantes y académicos y llevado al Estadio de Chile donde se torturó y asesinó a Víctor Jara. Wolfgang consiguió escapar y se asiló más tarde en Gran Bretaña. Mi otro compañero, Juan, había pedido asilo en la embajada sueca.
Una limpieza completa
Es difícil captar la escala y la minuciosidad del golpe de Estado. Desde el principio los militares buscaron sustituir a todos los funcionarios, desde los ministros, gobernadores provinciales y rectores de universidad hasta los alcaldes de ciudades pequeñas y directores de institutos. Los sustitutos fueron en su mayoría militares en activo o retirados o de la confianza de los gobernantes.
Los departamentos universitarios -sobre todo sociología, políticas, periodismo- se depuraron o se cerraron y se abolieron licenciaturas enteras. Se saquearon bibliotecas y librerías y se quemaron libros. Los bloques de apartamentos en el centro de Santiago en el centro de Santiago se registraron y se tiraron todos los libros -incluyendo los míos- por las ventanas de los pisos para quemarlos en la calle. Se declararon todos los partidos políticos «en receso» y los de Unidad Popular y la izquierda se prohibieron y se requisaron sus oficinas y propiedades.
La policía había realizado una redada dos veces en nuestro apartamento después de que unos vecinos de derechas alegaran que allí albergábamos un arsenal de armas. Fue una imprudencia por mi parte volver -diez días después del golpe de Estado- a recoger algo de ropa y ya me iba cuando la policía bloqueó la calle y una patrulla armada me detuvo.
En la comisaría había un ambiente de histeria. Los carabineros habían luchado el día del golpe de Estado entre los que eran leales a la constitución y los que apoyaban el golpe. Los supervivientes habían estado de guardia casi permanentemente, alimentados con rumores de que «habían llegado extranjeros a Chile para asesinar a sus familias». Aunque parecía improbable -debido a mi pelo rubio y ojos azules- me acusaron de ser extremista cubano. Una pila de libros -quizá los míos incluidos- se quemaba en el patio y el humo me llegaba a través de los barrotes de la celda donde me retenían.
En el Estadio Nacional
Más tarde ese día me llevaron al Estadio Nacional, el gran recinto nacional de fútbol y deporte. La entrada estaba atestada de grupos de prisioneros que llegaban de los cuatro puntos de la capital. Había un grupo importante con batas blancas, médicos y enfermeros de uno de los principales hospitales, detenidos porque se habían negado el mes anterior a unirse a sus colegas de derechas en una huelga contra el gobierno.
Nos llevaron como rebaños hasta los vestuarios y despachos. Los soldados estaban situados con ametralladoras a lo largo del pasillo que rodeaba el estadio por debajo de las gradas. Éramos 130 en nuestro camarín, un vestuario de equipo donde sólo podíamos dormir por la noche en filas y tocándonos pies con cabeza. En la celda contigua había mujeres; algunas habían sido horriblemente vejadas y torturadas, pero su moral y cánticos nos sostuvieron durante los días siguientes.
Las fotografías del momento tienden a mostrar a los prisioneros en las gradas. Pero estos prisioneros sólo eran una pequeña parte del número total, mientras muchos más permanecieron en las celdas subterráneas y aquellos prisioneros que se seleccionaron para interrogación, tortura y eliminación se llevaron al velódromo colindante.
Yo tuve suerte. Mi familia y amigos habían informado a la embajada británica de que estaba desparecido y en el séptimo día de mi detención en el estadio el cónsul británico se presentó para obtener mi liberación. Quería quedarme en Chile pero sin documentos ni empleo -todos los extranjeros del Instituto habían sido suspendidos indefinidamente por el nuevo director nombrado por los militares- no tuve más remedio que partir. Otros muchos fueron menos afortunados. Al ingeniero brasileño que estuvo conmigo en el camarín lo encapucharon y golpearon en los oídos con un bate de madera hasta que casi no oía y fue interrogado tanto por la inteligencia chilena como por la brasileña. Se lo comenté a Amnistía Internacional, pero nunca supimos qué fue de él.
El neoliberalismo empieza aquí
Cuando volví a Gran Bretaña me uní a la Chile Solidarity Campaign que se estaba formando con el apoyo de Liberation, los principales sindicatos, el Partido Laborista y el Partido Comunista, el IMG [Grupo Marxista Internacional] e IS, gente procedente de las iglesias y el teatro y académicos, artistas y músicos. En ese momento creíamos que la dictadura duraría poco y personalmente esperaba volver a Chile para retomar mi vida allí.
Pero no entendimos entonces que el régimen de Pinochet fue mucho más que la suma de sus tropas, el armamento y la represión. Fue un proyecto económico completo, quizá el primer intento total de implantar una revolución neoliberal mediante la conmoción extrema de un golpe de Estado y una dictadura. Pero el poder que lo apuntaló no residía en el Ministerio de Defensa de Santiago, sino en Washington y Chicago, en las sedes centrales de las corporaciones, los bancos y los comités de expertos, en la City de Londres, Delaware y los imperios extraterritoriales emergentes que tan brillantemente documentó Naomi Klein en La Doctrina del Shock. Estas instancias dominaron no sólo Chile sino los Estados y las economías de gran parte del mundo desarrollado que a pesar de la actual recesión, siguen dominando.
La lucha contra esta dictadura económica globalizada acaba de empezar. Incluso en Chile, más de 20 años después del fin del régimen de Pinochet, los miles de estudiantes que han tomado las calles saben lo que piden: que se ponga fin al modelo liberal en la educación y otros servicios públicos y que se reinstaure la provisión universal como derecho humano.
Mike Gatehouse es activista y periodista. Vivió en Chile en 1972 y 1973 y después de partir trabajó en la Chile Solidarity Campaign y el Comité de Derechos Humanos de El Salvador. Es ahora miembro del equipo editorial de Latin America
http://www.redpepper.org.uk/chile-the-first-dictatorship-of-globalisation/