Jonathan Pastorini* / resumen.cl
Durante varias décadas en nuestro país se debatió sobre la existencia de una cocina chilena propiamente tal, es decir, ese conjunto de platos, recetas, productos y comunidades asociadas que tienen una pertenencia común y que sentimos como propia. Pues bien, esta discusión se daba en los círculos de cocineros y más de alguno probablemente sentía vergüenza de nuestra gastronomía en comparación con la cocina de otras latitudes en las cuales se formaron profesionalmente como la francesa, la italiana o española. Por años nuestra cocina estuvo apartada del protagonismo que se merece y no es hasta la década del dos mil, que producto de la crisis de la globalización y el desgaste de algunas tendencias como la cocina fusión o molecular, es que se comienza una introspección y valorización de lo propio, con ello las gastronomías locales, sobre todo las latinoamericanas, renacen y se hacen parte del quehacer de las nuevas generaciones de cocineros y cocineras, situación que se mantiene hasta hoy.
Pero y entonces, ¿existía la cocina chilena? o ¿desde cuándo existe? Pues bien, en estas dos interrogantes hay que ser tajantes, sí hay cocina chilena y esta se ha configurado desde hace siglos, es más, podemos decir que hay varias cocinas chilenas que se han desarrollado según sus propias características culturales y geográficas, entre ellas podemos nombrar la nortina, con su influencia Aymara, la Rapa Nui y la chilota. Más allá de cualquier debate teórico gastronómico, la realidad es indiscutible. Además, podemos agregar otra aseveración, nuestra cocina tiene manos y rostro de mujer. En esto es preciso aclarar que hablamos de cocina como manifestación cultural y no como un quehacer cotidiano del hogar, que no está de más decir, es responsabilidad y deber de todos y todas quienes habitan el mismo lugar. Pero sin duda, las mujeres, madres y abuelas a través de los años fueron las encargadas de ese espacio, por lo cual se transformaron en las cultivadoras y conservadoras de nuestra cocina.
Durante décadas, en el campo y posteriormente en las ciudades a partir del siglo XX con la migración campo-ciudad, se forjó una gastronomía que podríamos llamar sin lugar a dudas chilena, pues no solo la sentimos como propia sino que además se diferencia en varios elementos de la de otros países. En un primer momento, esta se desarrolló evidentemente entre el encuentro entre españoles y los pueblos indígenas, principalmente Mapuche, de hecho, una de nuestras comidas más insignes, la cazuela, es una simbiosis entre la olla podrida española y el corri achawal Mapuche. Más tarde además recibimos algunas influencias de los moros, italianos, croatas y alemanes que poblaron el centro y sur de Chile, pero de forma más bien limitada por la forma hermética de estas comunidades principalmente europeas de habitar nuestro país.
Así pues, la cocina popular del campo, caletas y suburbios de las ciudades se configuró con un patrón común, la necesidad. No tan solo de alimentarse, sino de buscar con qué y cómo hacerlo, producto muchas veces de la precariedad. De estas limitantes nace el ingenio para parar la olla, que se va manifestando en la creación o modificación de platos ya existentes, adaptándolos a la presencia de insumos. De ahí tenemos el causeo, el apol, las guatitas, el charquicán, el salpicon, el cordero arvejado, la chairo, el tomaticán, etc. La cocina chilena siempre existió y generación tras generación crecimos disfrutándola en nuestros almuerzos, desayunos u onces, sin importar que alguien la patentara o hablara de su existencia.
Esta cocina también se nutrió de la fiesta. Chinganas, fondas o cualquier celebración en particular era caldo de cultivo para la exaltación de nuestra cocina. Es así que mientras la oligarquía disfrutaba en sus grandes salones comidas europeas, en los sectores populares el festín se daba con perniles, interiores, grandes asados, chicha y baile. Incluso, en momentos tan complejos como un funeral, el comer era parte primordial del rito, nadie podía quedarse insatisfecho por más que quisiese al finao.
La chilenidad por tanto, ligada a nuestra cultura y en particular a la gastronomía se la debemos a todas y todos esos compatriotas olvidados de la historia, ellas y ellos fueron quienes sin saberlo construyeron la cocina chilena, ese tesoro inmaterial que huele y sabe tan rico. Y es así, que a través de esta cocina chilena popular y multicultural es que les invitamos a disfrutar semana a semana de este espacio que se abre, en el cual compartiremos saberes, sabores, datos, recetas y análisis, pues en esencia, de eso se trata la gastronomía, compartir, querernos y encontrarnos.*CocineroFoto: Documental, La Ruta de las Semillas