Colombia: Una temporada en el infierno

Por Daniel Mathews / resumen.cl

“Es muy contradictorio: estamos en un momento de post-conflicto y cese el fuego, pero no hay garantías para el trabajo social, político, sindical y de derechos humanos”, nos decía un miembro de la “Red por la vida y los derechos humanos”. Y no le falta razón. A lo largo de 2016, fueron asesinados 120 líderes y lideresas sociales, campesinos, docentes, sanitarios, estudiantes… 40 de ellos sólo en la región del Cauca. En lo que va de año, ya son más de 20 los asesinatos cometidos, 5 durante las dos semanas, cumpliéndose el macabro ritmo de un defensor o defensora de derechos humanos asesinado cada tres días.

El gobierno niega la existencia del paramilitarismo. El gobierno habla de bandas armadas organizadas que ocupan territorios abandonados por las FARC con ánimo lucrativo: minería ilegal y narcotráfico. El asesinato de líderes sería consecuencia de esos intereses económicos comprometidos por la defensa del territorio por parte de los campesinos; pero, según él, no serían crímenes políticos, ni habría conexión con el estado, ni las bandas forman parte de una única estructura. Pero pese al despliegue de más de 60 000 soldados, el gobierno no tiene el control de todo el territorio nacional. Donde las FARC era un estado “de facto”, había normas y reglas de convivencia. La llegada de las bandas paramilitares ha disparado el número de homicidios y asesinatos selectivos.

Los testimonios sobre la presencia paramilitar en numerosas zonas del país es abrumadora: “Águilas Negras”, “La Constructora”, “Los Rastrojos”, “Autodefensas Gaitanistas”, “Clan del Golfo”, son nombres de otras tantas organizaciones paramilitares de las que oímos hablar. Escuchamos relatos de nuevos desplazamientos forzados, de panfletos y amenazas, de nombres y lugares por los que campean, de connivencia con fuerzas armadas, fiscalía y autoridades. Pero sobre todo escuchamos el silencio. El silencio se hace a nuestro alrededor. Nos asfixia. El vendedor de la tienda nos mira asustados cuando entramos, podemos estar trayendo la peste, no hay que mostrarse amigable.

Asistimos a la impotencia de campesinos a quienes se les impide recuperar sus tierras, del dolor de personas que perdieron a un padre, una madre, a una hija… Nos hablaron del miedo de algunos que renuncian a sus derechos y se van de la tierra por temor a perder la vida. Pero ese es el drama individual. No se puede desplazar a toda una comunidad. Y ahí tenemos el compromiso de comunidades rurales organizadas en defensa de su territorio para las que “ya no cabe el miedo”. El tejido organizativo que se desarrolla en la búsqueda de una soberanía alimentaria, la capacidad de recuperar cultivos y crear cooperativas comunitarias, el papel decisivo de la mujer en esta lucha por la tierra. Su capacidad para “crear vida”.

Porque en el fondo, se trata de un conflicto por la posesión y uso de la tierra: la lucha del campesinado por recuperar y/o mantener las tierras ancestrales de las comunidades, contra los intereses de las multinacionales que necesitan cada vez de más y más tierras para desarrollar sus proyectos o ejecutar otros nuevos. Los sectores más conflictivos son el minero energético (oro, fracking, petróleo…), agroindustrial (sobre todo el arrasador cultivo de la palma) y ganadero. Todo ellos mezclado con los intereses del narcotráfico y las bandas paramilitares, que son quienes realizan el trabajo sucio en beneficio de los anteriores.

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