Mercaderes de la duda.
Cómo un puñado de científicos ocultaron la verdad sobre el calentamiento global Naomi Oreskes / Erik M. Conway
Ben Santer es de esa clase de personas a las que nunca imaginarías que nadie va a atacar. Es la moderación en persona —estatura y constitución física moderadas, un temperamento moderado, convicciones políticas moderadas—. También es discreto —habla con tanta suavidad que casi resulta humilde— y, por lo pequeño y austero que es su despacho del Laboratorio Nacional Lawrence Livermore, podrías pensar que se trata de un contable. Si te lo encontrases en una sala en la que hubiera mucha gente y no le conocieses, ni siquiera repararías en su presencia. Pero no es, ni mucho menos, un simple contable y el mundo sí se ha fijado en él. Ben Santer es uno de los científicos más destacados del planeta y ha recibido, entre otros, el premio MacArthur al talento (en 1998) y numerosas distinciones del Departamento de Energía de Estados Unidos —institución para la que trabaja—. La razón es que, en la práctica, es la persona que más ha contribuido a demostrar los efectos de la acción humana sobre el calentamiento global. Lo cierto es que desde su tesis doctoral, a mediados de los ochenta, ha estado estudiando cómo funciona el clima de la Tierra y planteando si podemos afirmar que las actividades humanas lo están modificando. Y ha demostrado que la respuesta es sí. Santer trabaja como científico en el Proyecto de Diagnóstico e Intercomparación de Modelos Climáticos del Laboratorio Nacional Lawrence Livermore, un enorme proyecto internacional que recoge datos de modelos climáticos en todo el mundo, se los comunica a otros investigadores y los compara. En los últimos veinte años, Santer y sus colegas han demostrado que realmente existe el calentamiento global… y que responde exactamente a cómo lo haría si se debiese a los efectos de los gases del efecto invernadero. El trabajo de Santer se denomina «dactiloscopia», porque consiste en buscar esas huellas «dactilares», las pistas y rastros que deja el calentamiento global, causado por los gases de efecto invernadero. Las más importantes se concentran en dos partes de nuestra atmósfera: la troposfera —la cálida capa más próxima a la superficie de la Tierra— y la estratosfera —la capa más delgada y fría que la envuelve—. La física explica que, si el sol fuese la causa del calentamiento global —como aún afirman algunos escépticos—, como el calor llegaría a la atmósfera desde el espacio exterior, tanto la troposfera como la estratosfera tendrían que calentarse. En cambio, si el calentamiento lo causan los gases de efecto invernadero emitidos en la superficie —atrapados en gran medida en la parte más baja de la atmósfera—, la troposfera se calentaría, mientras que la estratosfera se enfriaría. Santer y sus colegas han demostrado que la troposfera se está calentando y la estratosfera se está enfriando. En realidad, como el límite entre estas dos capas atmosféricas viene definido por la temperatura, esa frontera se está desplazando ahora hacia arriba. En otras palabras, toda la estructura de nuestra atmósfera está cambiando. Esos cambios serían inexplicables si el culpable fuese el sol. Esto indica que los cambios que estamos observando en nuestro clima no son por causas naturales. Hasta el Tribunal Supremo tuvo que abordar la diferenciación entre la troposfera y la estratosfera en el caso Massachusetts et al. v. la EPA, en el que doce estados acusaban al Gobierno federal de no haber incluido el dióxido de carbono como contaminante en la Ley del Aire Limpio. El juez Antonin Scalia desestimó la demanda alegando que no había nada en la ley que obligase a la Agencia de Protección del Medio Ambiente (EPA, por sus siglas en inglés) a actuar… Este honorable juez también resbaló en el terreno de la ciencia cuando, en una ocasión, se refirió a la estratosfera queriendo nombrar la troposfera. Un abogado de Massachusetts puntualizó: «Con todo el respeto, señoría, no es la estratosfera, sino la troposfera». El juez respondió: «Pues troposfera, como sea. Ya le dije antes que no soy científico. Ese es el motivo de que no quiera abordar el tema del calentamiento global».1 Sin embargo, el tema del calentamiento global tenemos que abordarlo todos, nos guste o no, y hay gente que lleva resistiéndose a ello durante mucho tiempo. Más aún, algunos han atacado no solo el mensaje, sino también al mensajero. Desde que la comunidad científica empezó a ofrecer pruebas del calentamiento climático y apuntó a las actividades humanas como posibles causantes, ha habido gente que se ha dedicado a cuestionar los hechos, a dudar de las pruebas y a atacar a los científicos que las recopilaban y explicaban. Nadie ha sido atacado más despiadadamente —ni más injustamente— que Ben Santer. El Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés) es la principal autoridad del mundo en cuestiones climáticas. Lo crearon en 1988 la Organización Meteorológica Mundial y el Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente como respuesta a las primeras advertencias que anunciaban el calentamiento global. Muchos científicos sabían desde hacía tiempo que los gases de efecto invernadero procedentes de la quema de combustibles fósiles podían provocar un cambio climático —tal como le comunicaron a Lyndon Johnson en 1965—, pero la mayoría creía que tendría lugar en un futuro lejano. Hasta los años ochenta no empezaron a preocuparse seriamente y a pensar que el futuro tal vez estuviese llegando; incluso, unos cuantos inconformistas afirmaron que el cambio climático antropogénico se había iniciado ya. Así que se creó el IPCC para investigar las pruebas y evaluar el impacto de dicho cambio en el caso de que los inconformistas estuvieran en lo cierto. En 1995, el IPCC declaró que el impacto humano sobre el clima ya era perceptible. No lo afirmaban solo unos cuantos científicos, porque ese año este organismo ya incluía varios cientos de expertos sobre el clima de todo el mundo. Pero ¿cómo sabían que esos cambios se estaban produciendo? ¿Y en qué se basaban para afirmar que los estábamos causando nosotros? El segundo informe de evaluación del IPCC ―Cambio climático 1995: La ciencia del cambio climático― respondía a estas dos importantes preguntas. El capítulo 8 ―«Detección del cambio climático y atribución de causas»― resumía las pruebas de que el calentamiento global realmente estaba originado por las emisiones de efecto invernadero. Su autor era Ben Santer. Santer contaba con una experiencia como científico impecable y hasta ese momento nadie había sugerido siquiera su falta de rigurosidad. Sin embargo, en ese momento un grupo de físicos vinculado a un comité de expertos de Washington, D.C., le acusó de haber modificado el informe para que las pruebas científicas pareciesen más contundentes de lo que eran en realidad. Se redactaron informes acusándole de «depuración científica», de no tener en cuenta las ideas de los que no estaban de acuerdo. Escribieron informes con títulos como «Prosigue el debate sobre el efecto invernadero» o «Manipulando la documentación» que aparecieron en publicaciones como Energy Daily o Investor's Business Daily. Enviaron cartas a congresistas, funcionarios del Departamento de Energía y directores de publicaciones científicas plagadas de todo tipo de acusaciones. Presionaron a sus contactos en el Departamento de Energía para que despidieran a Santer. La acusación más conocida (y más publicitada) fue la que apareció en el Wall Street Journal, en la que se atribuían a Santer supuestos cambios para «engañar a los responsables de tomar medidas políticas y al público».3 Santer había modificado el informe, pero no con el fin de engañar a nadie. Los cambios que había realizado eran para tener en cuenta las críticas y comentarios de otros científicos. Todos los artículos e informes científicos tienen que pasar por el escrutinio crítico de otros expertos: es la revisión por pares. A los autores de artículos científicos se les exige que consideren seriamente los comentarios críticos de esas revisiones y que corrijan cualquier error que hayan encontrado. Un principio ético fundamental del proceso científico es que ninguna propuesta se puede considerar válida ―ni siquiera potencialmente― hasta que no haya pasado una revisión por pares. La revisión por pares se utiliza también para ayudar a los autores a exponer más claramente sus argumentos. Concretamente el IPCC somete sus trabajos a un proceso de revisión por pares excepcionalmente amplio e inclusivo en el que participan tanto científicos especializados como representantes de los Gobiernos de los países participantes del proyecto. De esa forma se garantiza no solo que se detecten y corrijan errores, sino también que todos los juicios e interpretaciones estén adecuadamente documentados y respaldados, y que todas las partes interesadas tengan oportunidad de expresarse. A los autores se les exige que modifiquen sus textos teniendo en cuenta estas revisiones o bien que, si consideran esos comentarios irrelevantes, no válidos o claramente erróneos, expliquen por qué. [caption id="attachment_59181" align="aligncenter" width="640"] Ben Santer. Fuente: BillMoyers.com[/caption] Esto era lo que Santer se había limitado a hacer. Había modificado su trabajo como respuesta a la revisión por pares. Había cumplido las normas que el IPCC le imponía. Estaba cumpliendo lo que le exigía la ciencia. Realmente le estaban atacando por ser un buen científico. Intentó defenderse enviando una carta al director del Wall Street Journal. La firmaban veintinueve coautores ―todos ellos distinguidos científicos―, entre los que figuraba el director del Programa de Investigación del Cambio Global de Estados Unidos.4 La Sociedad Meteorológica Americana escribió una carta abierta a Santer en la que afirmaba que los ataques no tenían ningún fundamento.5 Bert Bolin, el fundador y presidente del IPCC, corroboró el informe de Santer en una carta al Journal en la que señalaba que estas acusaciones estaban circulando sin ninguna prueba y que los acusadores no se habían puesto en contacto con él ni con ningún experto del IPCC, y tampoco con ninguno de los científicos que habían participado en la revisión de los datos. Solo con que «se hubiesen tomado la molestia de familiarizarse con las normas de funcionamiento del IPCC», habrían descubierto fácilmente que no se había quebrantado ni una sola, no se había transgredido ningún procedimiento y no había sucedido nada reprobable. Como han señalado comentaristas posteriores, ninguno de los países miembros del IPCC secundó la queja en ningún momento. Pero el Journal solo publicó una parte de ambas cartas ―la de Santer y la de Bolin― y dos semanas después concedió a los acusadores una nueva oportunidad de arrojar más lodo, publicando una carta en la que afirmaban que el informe del IPCC había sido «manipulado con fines políticos». El ataque resultó efectivo y sectores de la industria, diversos periódicos y revistas económicos y algunos grupos de expertos se hicieron eco de las acusaciones. Estas aún siguen presentes en Internet. Si buscas «Santer IPCC» en Google, no aparece el capítulo en cuestión ―y mucho menos el informe completo del IPCC―, sino toda una variedad de páginas que repiten las acusaciones de 1995.9 En una de ellas incluso se afirma (falsamente) que Santer admitió que había «ajustado los datos para que coincidieran con la política del Gobierno», como si este mantuviese una política climática a la que se pudiesen ajustar los datos (no la teníamos en 1995 y aún seguimos sin tenerla hoy día). Fue una experiencia amarga para Santer, que dedicó mucho tiempo y energía a defender su reputación científica y su integridad, así como a intentar mantener unido su matrimonio a lo largo de todo el proceso (no lo consiguió). Este hombre, habitualmente apacible, se pone rojo de rabia cuando le recuerdan aquellos hechos, porque ningún científico o científica empieza su carrera esperando que ocurran cosas semejantes. ¿Por qué los que acusaban a Santer no se molestaron en comprobar los hechos? ¿Por qué insistían en sus acusaciones mucho tiempo después de que se hubiese demostrado que carecían de fundamento? La respuesta, por supuesto, es que no tenían ningún interés en comprobar los hechos. Lo que les interesaba era combatirlos. Unos cuantos años después, Santer estaba leyendo la prensa matutina y se encontró con un artículo sobre la participación de algunos científicos en un programa diseñado por empresas de la industria del tabaco para desacreditar las pruebas científicas que vinculaban el tabaco con el cáncer. El objetivo, según explicaba el artículo, era «mantener viva la polémica». Mientras hubiese dudas sobre el vínculo causal, la industria del tabaco seguiría a salvo de pleitos y regulación legal. Santer pensó que esta historia le era extrañamente familiar. Tenía razón. Pero había más. No solamente se trataba de prácticas muy similares, sino que además los actores eran los mismos. El ataque contra él lo habían dirigido dos físicos retirados, ambos de nombre Fred: Frederick Seitz y S. (Siegfried) Fred Singer. Seitz era un físico especializado en el estado sólido que había destacado durante la Segunda Guerra Mundial colaborando en la construcción de la bomba atómica y más tarde llegó a ser presidente de la Academia Nacional de Ciencias. Singer era un físico (de hecho era conocido como científico espacial) que despuntó desarrollando satélites de observación terrestre y fue el primer director del Servicio Nacional de Satélites Meteorológicos y más tarde científico jefe del Departamento de Transportes con la administración Reagan. Ambos eran conservadores extremistas y habían defendido vehementemente la necesidad de equipar a Estados Unidos con armamento de alta tecnología para defenderse de la amenaza soviética. Los dos estaban relacionados con un grupo conservador de expertos de Washington, D.C.: el Instituto George C. Marshall, creado para defender la Iniciativa de Defensa Estratégica (SDI, por sus siglas en inglés), también conocida como Star Wars («Guerra de las Galaxias»). Además, los dos habían trabajado previamente para la industria del tabaco ayudando a sembrar dudas sobre las pruebas científicas que relacionaban fumar con la muerte. Desde 1979 a 1985, Fred Seitz dirigió para la empresa tabacalera R.J. Reynolds un programa en el que distribuyó 45 millones de dólares entre científicos de todo el país para apoyar investigaciones biomédicas que pudiesen aportar pruebas y disponer de especialistas que se pudieran utilizar en los tribunales con el fin de defender el «producto». A mediados de la década de los noventa, Fred Singer firma como coautor un importante informe en relación con los riesgos sobre la salud de los fumadores pasivos que atacaba a la Agencia de Protección del Medio Ambiente de Estados Unidos. Varios años antes, el director del servicio federal de sanidad había declarado que el humo del tabaco era peligroso no solo para la salud de los fumadores, sino también para cualquiera que estuviese expuesto a él. Singer rechazó este dictamen proclamando que dicha investigación estaba manipulada y que la revisión científica que había realizado la agencia (a cargo de expertos de todo el país) estaba distorsionada por una agenda política destinada a ampliar el control público sobre todos los aspectos de nuestra vida. El informe de Singer en el que atacaba a la agencia estaba financiado por una subvención del Instituto del Tabaco, canalizada a través de un grupo de expertos, la Institución Alexis de Tocqueville. Millones de páginas de documentos salieron a la luz durante el litigio del tabaco demostrando esos vínculos. Revelan el papel decisivo que jugaron los científicos en la tarea de sembrar dudas sobre cualquier vínculo que relacionara el consumo del tabaco con riesgos para la salud. Esos documentos ―que apenas han sido estudiados, salvo por abogados y un puñado de académicos― muestran también que se aplicó esta misma estrategia no solo con el calentamiento global, sino también con una larga y variada lista de cuestiones ambientales y sanitarias, incluidos el amianto, los efectos del humo de segunda mano, la lluvia ácida y el agujero de la capa de ozono. La llamaremos «la estrategia del tabaco». Su objetivo era la ciencia y, por ello, se apoyaba fundamentalmente en científicos ―guiados por abogados de la industria y especialistas en relaciones públicas― dispuestos a cargar el fusil y apretar el gatillo. Entre los numerosos documentos que encontramos cuando escribíamos este libro, figuraba Bad Science: A Resource Book, un manual práctico para quienes combatían los hechos que proporcionaba un ejemplo tras otro de estrategias fructíferas para socavar la ciencia y una lista de especialistas con formación científica disponibles para emitir comentarios sobre cualquier tema sobre el que un grupo de expertos o una gran empresa necesitase un argumento negativo. Un caso tras otro, Fred Singer, Fred Seitz y un puñado de científicos más unieron sus fuerzas con las de grupos de expertos y empresas privadas para recusar las pruebas científicas en toda una serie de temas contemporáneos. En los primeros años, una buena parte del dinero necesario para esas tareas procedía de la industria del tabaco; en años posteriores, el dinero llegaba de fundaciones, grupos de expertos y la industria de combustibles fósiles. Todos ellos proclamaban que no se había demostrado ninguna relación entre el uso del tabaco y el cáncer. Insistían en que los científicos estaban equivocados respecto a los peligros y las limitaciones de la Iniciativa de Defensa Estratégica (SDI). Aseguraban que la lluvia ácida la causaban los volcanes y lo mismo decían sobre el agujero de la capa de ozono. Acusaban a la Agencia de Protección del Medio Ambiente de haber manipulado los datos científicos relacionados con el humo de segunda mano. Más recientemente ―a lo largo de casi dos décadas y contra la cada vez mayor evidencia de las pruebas― negaron la realidad del calentamiento global. Primero afirmaron que no existía tal calentamiento, luego proclamaron que se trataba solo de un cambio natural y, por último, aseguraron que, aunque estuviese sucediendo y fuese culpa nuestra, no importaba, porque podríamos adaptarnos a ese cambio climático sin problemas. Una vez tras otra, rechazaban obstinadamente el consenso científico en torno a un tema, a pesar de que los únicos que discrepaban en la práctica eran ellos mismos. Un puñado de hombres no habría tenido ni la menor repercusión si nadie les hubiese dado crédito, pero la gente les prestaba atención. Gracias a su trabajo anterior en los programas armamentísticos de la Guerra Fría, estos personajes eran muy conocidos y respetados en Washington, D.C., y estaban bien relacionados con las esferas de poder, incluso con la Casa Blanca. En 1989, por dar solo un ejemplo, Seitz y otros dos protagonistas de nuestra historia, los físicos Robert Jastrow y William Nierenberg, escribieron un informe poniendo en duda las evidencias del calentamiento global. No tardaron en ser invitados a la Casa Blanca para instruir a la administración Bush. Un miembro de la Oficina de Asuntos del Gabinete dijo sobre el informe: «Todo el mundo lo ha leído. Todo el mundo lo toma en serio». No fue solo la administración Bush la que se tomó en serio esas afirmaciones, también lo hicieron los medios de información. Respetables canales mediáticos como el New York Times, el Washington Post, Newsweek y muchos otros reprodujeron esas afirmaciones como si fuesen de «uno de los bandos» participantes en un debate científico. Luego las repitieron una y otra vez ―como una sucesión de ecos― numerosos individuos implicados en el debate público, desde blogueros a miembros del Senado e incluso el presidente y el vicepresidente de Estados Unidos. En todo este proceso, ni los periodistas ni el público en general eran conscientes de que no se trataba de debates científicos en un lugar pertinente entre investigadores en activo, sino que eran simplemente desinformación y formaban parte de una forma de actuar de más alto alcance que se inició con el tema del tabaco. El presente libro relata lo ocurrido con lo que hemos denominado la estrategia del tabaco y cómo se utilizó para atacar a la ciencia y a los científicos con el fin de confundirnos sobre algunos de los grandes temas que afectan a nuestras vidas… y al planeta en el que vivimos. Lo que sucedió con Ben Santer no es, por desgracia, algo excepcional. Cuando se acumulaban las pruebas que mostraban la drástica disminución de la capa de ozono de la estratosfera, Fred Singer desafió a Sherwood Rowland, premio Nobel y presidente de la Asociación Estadounidense para el Progreso de la Ciencia; este había sido el primero en llegar a la conclusión de que ciertas sustancias químicas (los CFC) podían destruir la capa de ozono de la estratosfera. Cuando un estudiante de posgrado llamado Justin Lancaster intentó aclarar las opiniones de Roger Revelle ante la afirmación de que habían cambiado sus ideas sobre el calentamiento global, fue denunciado por difamación. ―Como Lancaster carecía de fondos económicos para defenderse, se vio obligado a llegar a un acuerdo extrajudicial que hizo añicos su vida personal y profesional. De todos los científicos que participaron en estas campañas, Fred Seitz y Fred Singer, ambos físicos, fueron los más destacados y beligerantes. William Nieremberg y Robert Jastrow eran físicos también. Nierenberg fue durante un tiempo director de la distinguida Institución Scripps de Oceanografía y miembro del equipo de transición de Ronald Reagan, y ayudó a proponer científicos para cargos importantes de la administración. Había colaborado, como Seitz, en la construcción de la bomba atómica y estuvo asociado más tarde con varios laboratorios y programas armamentísticos de la Guerra Fría. Jastrow eran un destacado astrofísico, autor popular de éxito y director del Instituto Goddard de Estudios Espaciales, y llevaba mucho tiempo participando en el programa espacial estadounidense. Estos hombres no tenían ninguna experiencia específica en cuestiones sanitarias ni medioambientales, pero disponían de poder e influencia. Seitz, Singer, Nierenberg y Jastrow habían servido todos como científicos en niveles elevados de la administración, donde habían conocido a almirantes y generales, congresistas y senadores, e incluso presidentes. También se habían relacionado mucho con los medios de comunicación, por lo que sabían cómo conseguir que la prensa reflejara sus puntos de vista y cómo presionar a los medios cuando esto no ocurría. Utilizaban su formación científica para presentarse como una autoridad en la materia y, mediante esta autoridad, intentaban desacreditar toda la ciencia que no les gustaba. Estos hombres no desarrollaron prácticamente ninguna investigación científica original a lo largo de más de veinte años sobre ninguno de los asuntos en los que intervinieron. Habían sido investigadores destacados en el pasado, pero en el periodo en que pasaron a interesarse por las cuestiones que nos ocupan se dedicaron principalmente a denostar el trabajo y la reputación de otros. De hecho, estuvieron en el lado contrario al consenso científico en cada uno de estos asuntos. Fumar mata, tanto directa como indirectamente. La contaminación provoca lluvia ácida. Los volcanes no son la causa del agujero de la capa de ozono. El nivel de nuestros mares se está elevando y nuestros glaciares se están fundiendo a causa del efecto creciente sobre la atmósfera de los gases de efecto invernadero, producidos por la quema de combustibles fósiles. Sin embargo, la prensa citó a estos hombres como expertos durante años, y los políticos les escucharon y utilizaron sus afirmaciones como justificación para no hacer nada. El presidente George H.W. Bush se refirió a ellos una vez como «mis científicos». Aunque la situación ahora es un poco mejor, sus ideas y argumentos siguen citándose en la Red, en la radio e incluso los repiten miembros del Congreso de Estados Unidos. ¿Por qué unos científicos ―consagrados a descubrir la verdad sobre el mundo natural― tergiversaron deliberadamente el trabajo de sus propios colegas? ¿Por qué difundieron acusaciones sin base alguna? ¿Por qué se negaron a corregir sus tesis una vez demostrado que eran incorrectas? ¿Y por qué continuó citándolos la prensa año tras año, a pesar de que estaba demostrado que sus afirmaciones, una tras otra, eran falsas? Eso es lo que vamos a contar. Es la historia de un grupo de científicos que combatieron las pruebas científicas y esparcieron confusión sobre muchos de los asuntos más importantes de nuestra época. Es la historia de unas prácticas que continúan hoy en día. Una historia sobre negar los hechos y mercantilizar la duda. ----------- Mercaderes de la duda. Edición en Castellano en 2018. Edita Capitán Swing. --------------- Naomi Oreskes es historiadora de la ciencia de nacionalidad estadounidense. Tras quince años como profesora de Historia y estudios de la Ciencia en la Universidad de California, en 2013 se convirtió en profesora de Ciencias de la Tierra y Planetarias en Harvard. Ha participado en estudios de geofísica. Su ensayo “Más allá de la torre de marfil”, publicado en 2004 en Science fue un hito en la historia contra el negacionismo sobre el calentamiento global. Erik M. Conway es historiador residente en el Jet Propulsion Laboratory de la NASA en el Instituto de Tecnología de California. Ha centrado la mayor parte de su trabajo en la intersección de ciencia y tecnología a finales del siglo XX. Ha escrito sobre historia de la ciencia climática. Entre sus libros destaca Atmospheric Science and NASA.