Cuando se acaba de conmemorar el sexagésimo aniversario de la Conferencia de Bandung que reunió en 1955 a veintitrés países asiáticos y seis africanos, el mundo ha cambiado por completo, y si África continúa siendo el territorio con mayores problemas del planeta, Asia no es el mismo continente de hace seis décadas, y el breve paseo que llevó a Xi Jinping, Joko Widodo y otros presidentes por la Jalan Asia Afrika de Bandung hasta el simbólico Merdeka, en una celebración que congregó a representantes de cien países, marcaba las diferencias y el camino recorrido desde entonces. Si Bandung fue, tras la II Guerra Mundial, el primer grito de dos continentes atropellados y humillados por Occidente, la Cumbre Asia-África 2015 que se celebró en Indonesia adquiría un nuevo significado para el mundo y daba cuenta de los cambios estratégicos acontecidos desde entonces.
Pese a las resistencias norteamericanas para admitir la progresiva configuración de un mundo multipolar, la relación estratégica entre Estados Unidos y Europa, por un lado, y los países congregados en Bandung por otro, ha cambiado también: desde los lejanos días de Chu En Lai, Nehru, Sukarno y Tito que dieron lugar al Movimiento de Países no alineados y a la justa exigencia de unas relaciones internacionales que no estuvieran presididas por la rapiña occidental, nunca como ahora Asia y África habían estado en condiciones de conseguir sus fines. Una década atrás, en la celebración del quincuagésimo aniversario de Bandung, los países asistentes decidieron crear la Nueva Asociación Estratégica Asiático-Africana, que, hoy, se ha concretado en múltiples iniciativas de colaboración, sobre todo gracias a los recursos económicos de China. Debe resaltarse que en 2005 la economía norteamericana era el doble de la china (según el FMI, y en PPA), mientras que hoy ambas tienen una envergadura similar. Xi Jinping afirmó en el Merdeka que su país mantiene el espíritu de Bandung, y propuso tres objetivos para su desarrollo: primero, fortalecer la cooperación entre Asia y África; segundo, ampliar la asociación Sur-Sur, prescindiendo de las viejas dependencias coloniales; y tercero, promover la colaboración Sur-Norte, como una forma de asegurar el beneficio mutuo. Antes de la conmemoración, se habían celebrado en Yakarta las sesiones de la Cumbre Asia-África 2015, con participación de más de cien países, que decidieron impulsar la asociación estratégica entre los dos continentes. El simbólico encuentro en el viejo y blanco Gedung Merdeka, sirvió también para lanzar el Mensaje de Bandung, un ambicioso documento de cuarenta y un puntos, y para aprobar una declaración de solidaridad sobre Palestina. Entre los objetivos relevantes del documento, además de la cooperación, el impulso de la paz y la asociación estratégica, se encuentra la apuesta por el desarrollo sostenible de los dos continentes gracias a la cooperación en logística y transporte, nuevas inversiones (que, aunque no se cita, apunta al esfuerzo inversor de China, junto a otros países), desarrollo de nuevos sectores como el turismo, y la colaboración de los organismos policiales para combatir las redes de delincuencia internacionales y el terrorismo. La cumbre se mostró muy interesada por el gran proyecto de la nueva ruta de la seda impulsado por Pekín. En el estado actual del ambicioso plan chino, destacan los acuerdos con Pakistán y Camboya, los convenios con Rusia, los proyectos conjuntos en Kazajistán, Kirguistán y Tayikistán para Asia central, así como las perspectivas abiertas en todo el sudeste asiático, desde la India hasta Vietnam, pasando por Indonesia. Japón permanece expectante, pero, de forma significativa, el primer ministro japonés Shinzō Abe solicitó un encuentro con Xi Jinping durante la Cumbre Asia-África 2015. El presidente chino (que se entrevistó también con el mandatario indonesio, Joko Widodo, para desarrollar acuerdos entre ambos países) había viajado previamente a Pakistán, donde se reunió con el presidente Mamnoon Hussain y con el primer ministro Nawaz Sharif, para impulsar la asociación estratégica y la vía de la nueva ruta de la seda. Xi Jinping anunció en Pakistán acuerdos energéticos (con énfasis en las energías limpias, que Islamabad necesita con urgencia) y de transporte por valor de 50.000 millones de dólares para desarrollar su proyecto de “corredor económico China-Pakistán” y el ramal marítimo de la ruta de la seda. La importancia de una inversión semejante es patente: el año anterior, el conjunto de inversiones extranjeras en Pakistán fue de poco más de 1.400 millones de dólares, y el país precisa la construcción de infraestructuras modernas. China ha acumulado una gran experiencia desarrollando infraestructuras en tres continentes, Asia, África y América Latina, y sus empresas son capaces de impulsar gigantescos proyectos, con suma rapidez, que no están al alcance de muchas empresas europeas y norteamericanas. Esa iniciativa regional china se añade al Banco Asiático de Inversión en Infraestructuras (BAII, o AIIB en las siglas inglesas, que, en la práctica, es la respuesta china a los poco fiables FMI, Banco Mundial, controlados por Estados Unidos; y al Banco de Desarrollo Asiático, donde Washington y Tokio imponen sus decisiones) y al Fondo de la Ruta de la Seda, un ambicioso plan que pretende agrupar alrededor de los intercambios económicos a un conjunto de países que suman casi 4.500 millones de habitantes, dos terceras partes de la población mundial. Será la mayor inversión realizada nunca en toda la historia de Pakistán, que incluye la construcción de una línea férrea de tres mil kilómetros y nuevas carreteras que cambiarán la fisonomía del país. La importancia demográfica de Pakistán (casi 190 millones de habitantes) y su papel en el endiablado nudo estratégico que le une a Afganistán, Irán y a las repúblicas de Asia central, en un momento en que los inversores occidentales rehúyen el país, ilustra la relevancia de la apuesta china, dado que China comunicaría así la región de Xinjiang con el puerto índico de Gwadar. Pekín está dispuesto a invertir capitales y traspasar su tecnología para el desarrollo del plan, y, además, quiere contribuir a la pacificación de Cachemira (que enfrenta a India y Pakistán y es una de las regiones más peligrosas del mundo donde podrían enfrentarse esas dos potencias nucleares), aunque la venta de armamento chino a Islamabad crea fuertes suspicacias en Delhi. Pekín está también muy interesado en la colaboración pakistaní para hacer frente al movimiento islamista del Turquestán oriental, que ha creado serios problemas en Xinjiang y que recibe apoyo político (y militar, aunque secreto) norteamericano. Pakistán no deja de ser un socio peculiar: es un aliado de Estados Unidos, aunque mantiene serios enfrentamientos con Washington por los bombardeos estadounidenses en su territorio; es socio de China, que quiere mantener su retaguardia centroasiática en paz, para lo que la estabilidad paquistaní es imprescindible, pero que, al tiempo, dificulta su proyecto de aproximación estratégica a India; es una potencia suní, pero interesada en mantener buenas relaciones con Teherán en el campo de minas afgano; es aliado de Arabia, a quien aconseja en sus intentos para obtener la bomba atómica, pero que se ha negado a contribuir al ataque saudí a Yemen, donde Riad ha rechazado la propuesta rusa de imponer un alto el fuego y un embargo de armas a todos los contendientes; y, en fin, Pakistán es un hermano-enemigo de la India, hecho que puede limitar la expansión y el desarrollo de la nueva ruta de la seda en buena parte del sudeste asiático. En Camboya, Xi Jinping hizo lo mismo que en Pakistán. También en abril, anunció junto con el primer ministro Hun Sen el propósito de conectar las infraestructuras de transporte de ambos países, y el desarrollo del puerto de Sihanoukville, situado frente al golfo de Thailandia y cercano al gran delta del Mekong en el sur de Vietnam. Phnom Penh está muy interesada en que Pekín financie la construcción de infraestructuras hidráulicas en Camboya, y colabore en el desarrollo de su agricultura, su deficiente sistema sanitario y su pequeña red de conexiones aéreas. Por el norte, China ha propuesto la creación de un corredor económico que le una a Mongolia y Rusia, que contribuiría a la expansión del plan ruso de un ferrocarril transcontinental y a la aspiración mongola de impulsar la llamada carretera de las praderas, además del proyecto de un ferrocarril de alta velocidad que uniría Pekín con Moscú. El ministro de Asuntos Exteriores chino, Wang Yi, visitó Moscú en abril para concretar los proyectos conjuntos y planificar su desarrollo, tras la excelente colaboración establecida entre China y Rusia tanto en sus relaciones bilaterales como en la Organización de Cooperación de Shanghái, OCS, y en los BRICS. Tanto Xi Jinping como Putin han hecho referencia a la “asociación estratégica” entre ambos países y a su responsabilidad para el mantenimiento de la paz mundial, conscientes de que la agresiva política exterior norteamericana (que ha iniciado cinco guerras en los últimos años) es un serio riesgo para el futuro. El conjunto de esas iniciativas anuncian una nueva geografía estratégica que nace en el corazón de Eurasia y que se une al Nuevo Banco de Desarrollo de los BRICS que contará también con un capital de 100.000 millones de dólares. En mayo, Xi Jinping se reunió con Putin, en Moscú, en el marco de la celebración del 70º aniversario de la victoria soviética sobre el nazismo, y acordaron la conexión de la nueva ruta de la seda con la Unión Económica Euroasiática, anunciando que casi toda Asia y media Europa pueden converger en un espacio económico común. Entre los asuntos abordados, estuvo la financiación de empresas rusas por los bancos chinos; la creación de un banco de inversión conjunto; la participación china en inversiones para el desarrollo de la agricultura rusa; y la construcción de una línea de tren de alta velocidad Moscú-Kazán, donde Pekín y Moscú van a invertir 28.000 millones de dólares. El gobierno chino tiene prevista la construcción de una línea de ferrocarril para trenes de alta velocidad, de siete mil kilómetros, entre Pekín y Moscú, atravesando también Kazajastán, que, según la agencia Bloomberg, tendrá un presupuesto de 242.000 millones de dólares, y del que la que la línea Moscú-Kazán podría formar parte. Los dos presidente abordaron también el impulso a los actuales acuerdos sobre petróleo y gas: en octubre de 2014, ambos países acordaron la construcción del gasoducto Fuerza de Siberia que enviará, anualmente, casi 40.000 millones de metros cúbicos de gas ruso a China, en un contrato que asciende a 400.000 millones de dólares. Las rutas que diseñan los técnicos rusos y chinos para hacer llegar el gas a China son dos: una, el gasoducto Altái, que desde los yacimientos de Yamalia-Nenetsia, en Siberia, pasaría por Nizhnevártovsk, Novosibirsk y Gorno-Altaisk, para adentrarse en China; la segunda, partiría de la región de Krasnoyarsk para dirigirse a Balagansk, superar por el norte el gran lago Baikal, y llegar a Blagovéshchensk (con una de las entradas de gas a China), Birobidzhán (capital de la región autónoma judía), y Dalnerechensk y Vladivostok (las otras dos entradas del gas a China), a donde llega también el gasoducto en funcionamiento que baja desde la isla de Sajalín. Junto a ello, hay acuerdos en perspectiva sobre aviación, armamento, energía atómica para usos civiles, cooperación espacial, y armonización de los sistemas de navegación por satélite (el GLONASS ruso y el Beidou chino) que competirán con el GPS norteamericano. Putin confirmó que China es el principal socio comercial de Rusia y que ambos países iban a utilizar el rublo y el yuan en sus intercambios comerciales, prescindiendo del dólar. Sin embargo, los planes chinos y rusos han de lidiar con la oposición occidental. La conexión económica de la Unión Europea con la Unión Económica Euroasiática que Putin quería desarrollar se ha detenido gracias a la guerra de Ucrania. Putin pretendía conseguir el acuerdo de Berlín para impulsar el proyecto (Lisboa-Vladivostok), pero el golpe de Estado impulsado por Washington en Kiev y la crisis posterior ha sido una victoria norteamericana que impide así, al menos por el momento, el acercamiento de las dos Europas, dirigidas por Berlín y Moscú, aunque tenga el no desdeñable inconveniente estratégico de estimular la alianza de Moscú con Pekín. Washington aunque sabe que no puede ganar en todas las mesas, mientras acaricia la idea de dinamitar el proyecto de reagrupamiento económico de las antiguas repúblicas soviéticas, espera estimular disputas en la relación de China con Rusia. Por su parte, Berlín, cuya dependencia militar y política de Washington no va a romperse a corto plazo, estaría dispuesta a solucionar la crisis ucraniana y abrir un nuevo período, justo lo contrario de lo que Washington y la OTAN persiguen, y ni Merkel ni la CDU, ni buena parte de la gran burguesía alemana va a poner en tela de juicio el papel preponderante de Estados Unidos, y los cambios que Putin se ha visto forzado a realizar en el complejo mapa de los gasoductos rusos son una consecuencia de todo ello: por eso, el nuevo gasoducto Turkish Stream empezará a funcionar en diciembre de 2016. Aunque no por ello las grandes empresas alemanas quieren perder los beneficios económicos que comportaría la colaboración de Berlín y Moscú en el desarrollo de la nueva ruta de la seda propuesta por Pekín y su enlace con la Unión Europea. Un síntoma de los desencuentros entre la Unión Europea y Estados Unidos y, al mismo tiempo, una muestra del potencial de la apuesta china, es la incorporación de los principales países europeos (Alemania, Gran Bretaña, Francia e Italia) al Banco Asiático de Inversión en Infraestructuras, BAII, creado por China como uno de los instrumentos para impulsar la nueva ruta de la seda y para quebrar el dominio estadounidense sobre las instituciones financieras internacionales. Europa quiere participar en los grandes proyectos que va a desarrollar la ruta, aunque, de forma significativa, ni Estados Unidos ni Japón participan en el nuevo banco, que dispone de un capital de 100.000 millones de dólares; la mitad, aportados por Pekín. Además, China pretende romper con la dinámica impuesta por el Banco Mundial a los países prestatarios, que, en esencia, ha supuesto privatizaciones, desregulación y reformas laborales regresivas, préstamos orientados a la construcción de infraestructuras que revierten en grandes compañías occidentales y la configuración de economías dependientes de Estados Unidos y de sus importaciones. Por su parte, Japón busca su papel en el nuevo mundo. La reciente visita a Estados Unidos de Shinzō Abe ha servido para ratificar la nueva apuesta nipona y el cierre de filas con Washington. A cambio del apoyo norteamericano en la disputa por las islas Diaoyu (Senkaku, para Tokio), que rompe así las declaraciones de Washington de neutralidad, Abe involucra a Japón, con todas sus consecuencias, en el esquema de contención de China que ha diseñado Washington, y que, además de los aspectos militares y diplomáticos, trata de sabotear el desarrollo de la ruta de la seda. A ningún país se le escapa que esa política de Tokio, que se añade a los preocupantes cambios introducidos en la constitución nipona, va a dificultar la creación de un nuevo esquema de seguridad en Asia, y, además, limitará la participación japonesa en la ruta de la seda. Washington quiere que Japón se involucre más en su propia alianza comercial y que colabore decididamente en la articulación de un eje del Pacífico controlado desde Washington, aunque no por ello pierde de vista, con preocupación, que muchas empresas japonesas quieren participar en los contratos y beneficios que traerá la nueva ruta. Por su parte, India, que mantiene negociaciones con Pekín para que colabore en el desarrollo de sus muy deficientes infraestructuras y vías de transporte y comunicaciones, trata de mantener una posición de equilibrio entre China y Estados Unidos, aunque siguen pendientes litigios fronterizos con Pekín. Xi Jinping es consciente de que la colaboración económica entre China, Japón y la India aumentaría aún más la relevancia de la nueva ruta de la seda, y de que Washington trabaja para que Delhi no participe en el proyecto. Estados Unidos tiene sus propios problemas. El déficit presupuestario norteamericano es un serio riesgo para el futuro, aunque por el momento Washington siga limitando sus consecuencias; sin embargo, el déficit comercial es un agujero negro para la economía, amenazada por la pérdida de peso global y la reducción de su estructura productiva. El gobierno estadounidense, que es consciente de las necesidades de nuevas infraestructuras en todo el mundo y que constata los recelos por las imposiciones políticas y económicas del FMI y del Banco Mundial en muchos países, desde la configuración de gobiernos hasta la adopción de programas económicos y de planes de privatización que siempre benefician a las grandes empresas occidentales, ha intentado evitar la incorporación de los países europeos y de Japón a los nuevos organismos, pero sólo ha podido conseguirlo del gobierno nipón. Pese a la gran campaña planetaria que ha llevado a cabo Washington intentando sembrar dudas sobre la fiabilidad, competencia y comportamiento de los nuevos organismos, y pese a las presiones directas a gobiernos, ni tan siquiera Suiza, con una relevante importancia financiera, ha aceptado las sugerencias norteamericanas. Si el FMI y el Banco Mundial tienen su sede en Washington, el BAII la tendrá en Pekín, y el banco de los BRICS en Shanghái. Y no hay que olvidar que las condiciones de financiación que ofrece China son mucho más favorables que las ofrecidas por las instituciones dominadas por Estados Unidos. Asia está construyendo la nueva ruta de la seda. Además de los proyectos previstos en Kazajistán, Kirguistán, y Tayikistán, en Pakistán y Camboya, la llegada de la ruta de la seda a Rusia y Mongolia, y la declaración conjunta de Xi Jinping y Putin sobre el impulso de la cooperación en múltiples proyectos de construcción e infraestructuras entre la Unión Económica Euroasiática y el denominado Cinturón Económico de la Ruta de la Seda , inicia una dinámica que va a cambiar buena parte del mundo que hemos conocido. Porque la conexión de China con Asia central y meridional, con Oriente Medio y Europa es una de las claves del futuro, junto con la organización y articulación económica, en los dos continentes, de amplias áreas urbanas que cuentan con una población de más de treinta millones de habitantes cada una, y que ya desempeñan un papel determinante en China (Pekín-Tianjin-Binhai; Shanghái-Suzhóu-Wuxi; Chongqing-Luzhou; Hong Kong-Cantón-Shenzhen y el río de las Perlas, etc), y que pronto lo harán en Europa occidental y Estados Unidos, así como en la India y el sudeste asiático.