Corazón Delator

-¡Miserables!- Exclamé-. No disimuléis más tiempo; confieso el crimen. ¡Arrancad esas tablas; ahí está, ahí está!¡Es el latido de su espantoso corazón! E. A. Poe, Corazón Delator (The Tel-Tale Heart), 1843. “Ohhh mi corazón se vuelve delator, traicionándome…” Soda Stereo, Corazón Delator, 1988.   Cincuenta años han transcurrido desde los luctuosos acontecimientos que enlutaron a Chile y al mundo, a partir del 11 de septiembre de 1973. Cincuenta años que también afectaron a los proyectos socialistas que por ese entonces constituían un bloque de poder global, a los proyectos tercermundistas (no altermundistas) de liberación nacional, social, política y cultural que inundaban de júbilo y de influjo rebelde y revolucionario a las juventudes de África, Asia, América Latina y que mantenían en vilo a la vieja Europa. Cincuenta años de declive, matizado por oleadas, del proyecto antiimperialista, anticapitalista y antiliberal de una izquierda que ha devenido socialdemócrata. Por Manuel Fernández Gaete * Estos cincuenta años han transcurrido de crisis en crisis, como si el agotamiento del capitalismo global, el productivo y financiero, fuese una larga agonía que ha acrecentado el dolor causado a los y las trabajadores/as del mundo. En medio del tráfago de la supervivencia diaria los/as trabajadores/as han dado respiro al capital global a partir del consumo de bienes y servicios, por vía del endeudamiento masivo y la pérdida progresiva del valor del trabajo (los y las trabajadores de antaño ahora solamente son “colaboradores”). Una agonía larga y profunda, una agonía que se lleva por delante, como si se tratara de un animal herido que ataca lo que está a su alcance, al planeta completo, vía contaminación, guerras entre nacionales o entre países, crisis migratorias y sanitarias. Cincuenta años han transcurrido desde que la imagen del hombre nuevo ha dejado de ser el paradigma para la izquierda y se ha instalado, a nuestro pesar, aquella del negociador, del lobbista, del maquinador, el simulador. Ellos han pasado del “avanzar sin transar” al “negociar, negociar que el mundo se va a acabar”. Hemos visto como aquella izquierda que ayer abrazaba la revolución hoy abraza la cultura “woke”, aquella del liberal-izquierdismo yankee, de la socialdemocracia europea, de la postmarea rosada. Pasamos de aquella cultura de la derrota del capitalismo, el imperialismo y la cultura dominante a una izquierda que se acomoda al capital transnacional Chino, canadiense o gringo, claudicante ante el paradigma del “crecimiento” (porque “el resto es música”) y que entiende la cultura dominante como una reducción cultural androcéntrica, como si el poder del capital hiciera distinción transeccional alguna.   II. Una de las preocupaciones centrales del actual ciclo neoliberal dice relación con la seguridad. Pareciera que la cultura del “riesgo”, que no es solamente planetario o de supervivencia de la especie o la cultura, se transformó en una clara demanda por seguridad cotidiana. Dado que nos hemos transformado aceleradamente, durante los últimos cincuenta años, de una sociedad de productores a una de consumidores, de trabajadores a colaboradores, de clase a una de fragmentos culturales tribales, el horizonte cultural neoliberal ha instalado la seguridad como una consigna ciudadana. Hoy, la protección ante el permanente peligro que acecha la certeza de la propiedad campea en las encuestas como la mayor preocupación del ciudadano-consumidor. En los últimos días, a partir de la muerte en servicio de tres policías, la agenda securitaria se ha tomado el debate nacional, escenario al que convergen actores de todas las raleas, pelajes y colores, quienes en calidad de políticos/as profesionales, expertos/as y técnicos/as, han copado la prensa periódica, televisión, radio y RRSS, con su agudeza, evidencia comparada y un recetario que ha servido a las encuestadoras para lavar algunas imágenes, entre ellas la de las policías, las que en cortos tres años, tras la irrupción popular del 18 y 19 de octubre de 2019, pasaron de ser “ACAB” a mártires.   III. Una de las principales características construidas para dar soporte a nuestra sociedad nacional postdictatorial ha sido, indudablemente, la falta de memoria. El olvido ha sido una razón de estado en nuestro país, una forma de construir sociedad. El perdonar, dar vuelta la página, seguir adelante, “hacernos los weones/as”, son todas ellas reducciones del mismo problema: nuestra endémica falta de memoria histórica, política y cultural, nuestro ánimo refundacional. No es extraño, de esta forma, el que aceptemos el refrito de legislaturas que permitan a las fuerzas de orden y seguridad reponer ciertos usos y costumbres atávicos: disparar primero y preguntar después; la palabra de la autoridad por sobre la del ciudadano; la detención y solicitud de identificación por la sola sospecha del sabueso frente a quien les parece presenta características diferentes (de clase, raciales o culturales), el uso de armas tácticas en escenarios de conflicto social, entre otras. Entendemos, la delincuencia ha cambiado, y en su mutación adoptó prácticas importadas. Pero esta monserga, que se repite como un mantra, consideramos que es sólo por falta de memoria, sobre todo aquella de los últimos 50 años. Los asesinatos a sangre fría, aquellos que dejaban cadáveres tendidos al interior de un automóvil, en las aceras de las ciudades o en la ribera de algún río; la tortura y la posterior desaparición de los cuerpos, que eran calcinados, enterrados en fosas comunes, lanzados al mar, dinamitados; la violación, el vejamen a mujeres, jóvenes estudiantes, niñas, la separación forzada de infantes y su posterior tráfico a nivel internacional; el secuestro, la irrupción de hordas o pandillas a altas horas de la noche en hogares para sacar a padres y madres, hijos/as, hermanos/as, abuelos/as, compañeros/as, quienes nunca más aparecieron, quienes forman parte del inmenso listado de anónimos detenidos desaparecidos que cuelgan de una pared en el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos; la expulsión de sus trabajos, la persecución por pensar distinto, el crimen transnacional que permitió asesinar de las formas más brutales a nacionales fuera de las fronteras o permitir que extranjeros concurrieras a delinquir a nuestro país. Hace cincuenta años en Chile, sus fuerzas de orden y seguridad, sus aliados/as civiles, sus colaboradores/as, construyeron una sociedad del terror. Instituciones criminales (DINA y luego CNI), formaron parte de una “transnacional del crimen” (Operación Cóndor), transformaron a sus funcionarios en burócratas del horror. Como sociedad, a cincuenta años del Golpe militar de 1973, no debemos olvidar. Los crímenes hacia las personas no son una creación reciente, aquellos de lessa humanidad tampoco fueron desarrollados por la ciudadanía. Quienes usaron al Estado para reposicionar el capital a “sangre y fuego”, para reinstalar una oligarquía en el poder, utilizaron para ello estas prácticas que dieron a la vida humana un valor de segunda categoría. No olvidemos quienes fueron los criminales y quienes los apoyaron.   IV. Una de las claves que explican el “éxito internacional” que tuvo la transición postdictatorial, dice relación con que esta fue un modelo de gestión en que mucho de lo que se dijo que cambió o que cambiaría, permaneció de la misma forma, con otros ropajes, otros colores, pero sostenido en el acuerdo cívico-militar que posibilitó el pacto, desde la constitución pinochetista reformada hasta el mote de demócratas para los colaboradores de la dictadura. Así el ejercicio transicional fue denominado “transformismo” o “gatopardismo”, “vulgar transaca” o simple “tráfico”. De ahí vienen los sobresueldos que llegan hasta los sueldos “reguleques”; de ahí provienen los asesores en “seguridad pública” que luego envían “cartas bomba”, desde ahí pasamos a llamar demócratas a quienes hacía pocos meses se sentaban a la mesa del dictador, a pesar de que sólo era un delincuente internacional, desde ahí pensamos que el terrorismo internacional devino en anarquismo ligado al Kpop coreano. Al observar el desenvolvimiento de los hechos, durante las últimas semanas y en especial luego del fallecimiento del policía Palma, hemos visto las sentidas manifestaciones de dolor institucional y ciudadano por la muerte del suboficial. Acompañando estas muestras de legítima afectación se han producido otras menos sexys que involucran a la ciudadanía y que muestran en profundidad lo que hemos construido como sociedad. Luego del asesinato del póstumamente ascendido suboficial mayor, la institución policial comenzó una “campaña”, usando para ello medios de comunicación, redes sociales, sus recursos humanos y técnicos, para dar con el paradero de “personas de interés” para la investigación. En ese escenario miles de “ciudadanos/as”, a lo largo del país, llamaron, enviaron mensajes o fueron a entregar “datos” que permitieran ubicar el paradero de quienes hasta este fin de semana aparecían como sospechosos para la investigación. La delación, una práctica de suyo detestable, se ha asentado en nuestro país como una necesidad de protagonismo individual que permita aportar con un grano de arena a la construcción de barreras de protección securitaria para la ciudadanía, reforzando el poder de la autoridad, legitimando su forma de orden. Consideramos que esta práctica, la del delator, hoy da carácter a nuestra sociedad y, precisamente, proviene de estos últimos cincuenta años. Durante la dictadura vimos y vivimos el que aquellos que compartían nuestros espacios, que marcharon con nosotros, que trabajaron en las mismas oficinas, que se sentaban en nuestras salas de clases, que participaban en las reuniones de partido, de juntas de vecino en la población o de sindicato en la fábrica, un día se transformaron en colaboradores y en delatores. Señalaron con el dedo, indicaron en la fila, enviaron cartas a las autoridades, deslizaron comentarios en reuniones o simplemente difundieron rumores acerca de la militancia, real o supuesta, de acciones contrarias al interés de la nación de aquellos que catalogaron como “malos chilenos/as”. De esta forma sus compañeros/as de trabajo, oficina, sala, sindicato, fueron signados como críticos del régimen y por ello los persiguieron, los dejaron sin trabajo, los obligaron a salir al exilio, los reprimieron y muchas veces dieron pie a que fueran excluidos, cuando no martirizados y asesinados de las formas más viles e inhumanas. Desde ahí, desde la delación por motivos políticos (o escondida en los motivos políticos, pues muchas veces era envidia, encono o simplemente vendetta) hemos ido construyendo una sociedad donde la “delación compensada” o la “denuncia segura”, anónima, artera, aquella que permite deslizar comentarios, denunciar, funar y cuando no cancelar a quienes no comulgan con nuestra “identidad” tribal, se ha transformado en una forma de construir sociedad, en una forma de construirnos como sujetos/as. En estos últimos cincuenta años nuestro corazón se volvió delator.   * Profesor de Historia y Ciencias Sociales. Máster en Historia Hispanoamericana y DEA en Estudios Americanos.
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