Crónica de Ruperto Concha: Decadencia de los Imperios.

Parte 1 Parte 2 En estos momentos, cuando miramos hacia Estados Unidos, se nos abren dos panoramas bien distintos. En uno de ellos, vemos a las grandes empresas, particularmente las financieras y las operadoras de la bolsa, que ya no caben en sí de puro felices que están. Durante más de dos semanas, sus cifras de negocios han subido y subido, alcanzando niveles de plena prosperidad. Bueno, es el panorama de los que están haciéndole chupete a las decenas de miles de millones de dólares, en billetes flamantes pero sin respaldo, que cada mes les está enchufando la Reserva Federal por orden de Barak Obama. Pero si enfocamos mejor, vemos otra realidad harto distinta. El viernes la semana cerró con duros informes de la prensa económica. La revista Forbes y la agencia noticiosa Reuters, revelaron que el crecimiento económico sigue cada vez más lento, con caída en la producción industrial y de la construcción. El jueves se reveló un nuevo aumento de petición de subsidios de cesantía, además de aumentos de precios y débil demanda en el consumo detallista. El economista Sam Bullard, de la West Fargo, Carolina del Norte, relacionó estas malas nuevas , entre otras cosas, con la recesión en Europa que está cerrando los mejores mercados para Estados Unidos. El Banco de la Reserva Federal, en Filadelfia, señaló que el índice de producción industrial fabril cayó hasta un 5,2% negativo. Es decir, recesión total en ese sector. Se registró también caída en las ventas domésticas de supermercados, y el rubro de la construcción que cayó un 16% por debajo de lo que se esperaba. El economista Jacob Oubina, de la RBC Capitales, de Nueva York, sintetizó la situación diciendo: “Nuestra economía no está rebotando. Sólo estamos pataleando en el barro”. Pero eso es sólo el paisaje económico. Una mirada más profunda y más precisa nos muestra la patética y peligrosa realidad de un imperio que ha entrado en la senilidad y da pasos atolondrados sin conseguir un rumbo bueno. ¿Habría que culpar de esto al presidente Barak Obama?... ¿O a Obama más su antecesor George W. Bush? ¿Habría que agregar a Bill Clinton, a Bush el viejo y a Ronald Reagan?... La verdad es que muy rara vez los hitos históricos marcan fronteras claras. Como fuere, le tocó a Ronald Reagan palmearle la espalda al último Presidente Ejecutivo de la Unión Soviética, Mikhail Gorbachov, quien se despidió de él diciéndole: Le he hecho a Ud. una mala jugada, amigo Ronald: Lo dejé sin un enemigo en el que apoyarse. Para muchos analistas, Ronald Reagan gobernó en el momento en que Estados Unidos alcanzaba la cúspide. Cuando Estados Unidos pasó a ser la más absoluta potencia política, económica y militar sobre el planeta Tierra. Hasta el derrumbe de la Unión Soviética, las naciones de nuestro planeta habían disfrutado de un espacio de equilibrio en el cual se desarrollaron los más valiosos avances del siglo XX. Las Naciones Unidas lograron unificar y compatibilizar los códigos de justicia y los procedimientos judiciales de todo el mundo, incorporando en todos ellos las nociones esenciales de derechos humanos, inocencia del acusado mientras no se prueben las acusaciones, proceso judicial con garantías de derecho… en fin. Las diversas agencias de las Naciones Unidas se mantenían en manos de naciones más o menos equidistantes entre el bloque comunista y el bloque capitalista y mantuvo un prestigio que en alguna medida lograba apretarle las riendas a las súper potencias. Fue el tiempo en que cobraron peso los países no alineados, a la vez que las naciones de Europa, mientras avanzaban a su unificación, ganaban cada vez más prestigio como foco central de la civilización. Pero fue durante el gobierno de George Bush el viejo que la Unión Soviética se derrumbó, cayó el Muro de Berlín, y Estados Unidos necesitó con urgencia controlar el petróleo del Golfo Pérsico. Vino la Primera Guerra del Golfo, los demócratas recuperaron el poder con Bill Clinton, y comenzó la época de más exuberante prosperidad para Estados Unidos, con una rentabilidad media que enriquecía hasta a los más modestos ahorrantes o inversionistas. Sin embargo esos años dorados tenían su tradicional hemisferio de sombras. Por un lado, a Estados Unidos comenzó a molestarle la intervención de las Naciones Unidas en asuntos que afectaban los intereses norteamericanos. De hecho, durante el gobierno de Bill Clinton dejó de pagar sus aportes comprometidos para el financiamiento de las Naciones Unidas. Y lo hizo hasta tal extremo, que Estados Unidos quedó a punto de perder su derecho a voto por morosidad malintencionada. Clinton ordenó entonces hacer algunos de los pagos adeudados, pero al mismo tiempo comenzó a hacer sentir sus presiones para nombramientos de nuevas autoridades de la ONU. Y fue también durante el gobierno de Bill Clinton que por primera vez las fuerzas de la OTAN lanzaron una guerra sin aprobación de las Naciones Unidas. Esa fue la guerra contra Yugoslavia, que llevó a la desintegración del país en las mini repúblicas de Eslovenia, Croacia, Bosnia, Montenegro y Serbia, a la que se volvió a atacar para arrebatarle el territorio de Kosovo. Fue durante esa guerra que el inefable primer ministro británico Tony Blair dijo que los aviones de la OTAN estaban lanzando… “bombas humanitarias”, fijesé. En fin Clinton dejó su gobierno con las arcas repletas, incluyendo un superávit presupuestario de 230 mil millones de dólares. Acabado el Siglo XX, el triunfo de George W Bush inició el Tercer Milenio de nuestra Era que dice ser cristiana. El 11 de septiembre de 2001, cuando Bush llevaba 10 meses de elegido presidente, se produjo el atentado terrorista contra el World Trade Center, en Nueva York, y contra el Pentágono, en las afueras de Washington. Hay muchos que dudan de la versión oficial de aquellos atentados. Hay quienes insisten en tener evidencias de que agentes israelíes estaban enterados de antemano de lo que iba a suceder. Incluso hay quienes sostienen que se habría tratado de un auto atentado cuyo propósito sería alterar de raíz el ejercicio político dentro de Estados Unidos, y las acciones de Estados Unidos más allá de sus fronteras. Como sea, el atentado fue atribuido a la organización terrorista Al Qaeda, cuyo jefe máximo, Osama Bin Laden, actuaba desde un refugio en unas cavernas de Afganistán. Se dice que el propio bin Laden habría fanfarroneado por el éxito de esa operación terrorista. Y a juicio de los más importantes analistas internacionales, aquel atentado terrorista realmente tuvo efectos mucho más demoledores y decisivos que la destrucción y sus muertos. La nación estadounidense cayó en un estado de terror histérico. La cinematográfica figura del norteamericano sereno, impasible ante la adversidad y resuelto a alcanzar la victoria, desapareció ante los ojos del mundo. Una mayoría abrumadora de mujeres y hombres aterrorizados se declararon dispuestos a sacrificar sus libertades y sus derechos civiles, con tal de que el gobierno los protegiera mejor. Una encuesta Fox de aquellos días mostró que un 71% de la gente estaba dispuesta a dar cualquier cosa a cambio de mayor protección. Y, claro, la seguridad cuesta cara. Según la cifras más recientes, para la guerra contra el terrorismo, incluyendo la invasión a Afganistán y la de Irak, durante el gobierno de George Bush se pagaron alrededor de 5 millones de millones de dólares. Y durante el gobierno de Barak Obama, se ha pagado alrededor de un millón de millones de dólares más. Y no sólo eso: de aquellos gastos enormes, varios miles de millones de dólares no se sabe a dónde fueron a dar. Se perdieron. Se los robaron. Fueron gastados en sucias operaciones de corrupción de esas en las que no puede quedar contabilidad ni rastro alguno. Hace un par de semanas, por ejemplo, quedó en descubierto que el gobierno de Estados Unidos continúa actualmente enviando al gobierno de Afganistán bolsas, maletas y paquetes llenos de dólares. Plata ostensiblemente sucia, dinero de los contribuyentes que se emplea en corrupción y sobornos. Tras los 8 asombrosos años del gobierno de George W Bush, un movimiento lleno de esperanzas y promesas le devolvió el poder al Partido Demócrata, cuyo candidato presidencial, el afroamericano Barak Obama, se suponía que tendría que ser un magnífico presidente, entre otras cosas por ser el primer ciudadano de su raza que alcanzaba la magistratura suprema de Estados Unidos.. Tales esperanzas despertaba, que le dieron el Premio Nobel de la Paz, no por lo que hubiera hecho, sino por lo que sin duda iba a hacer ligerito, ligerito. Pero ligerito, ligerito, quedó en claro que, en términos de la paz mundial y de las libertades de su propia nación, Barak Obama resultó peor que George Bush. Pero, a la vez que las esperanzas en los demócratas se iban haciendo humo, también los republicanos aparecían poseídos por una especie de frenesí de odio y fanatismo religioso, a la vez que se mostraban incoherentes al llegar el caso de formular propuestas alternativas al gobierno demócrata. Ese frenesí odioso generó episodios grotescos, como ocurrió por ejemplo en California durante el funeral de unos soldados caídos en Afganistán. Iba pasando el cortejo fúnebre, cuando un grupo de neoconservadores bíblicos agredió a los participantes lanzándoles basuras y gritándoles que esos soldados muertos se irían al infierno, y que habían muerto porque Dios estaba enojado por la aceptación de la homosexualidad en las filas de las fuerzas armadas. En gran medida por rechazo al fanatismo vociferante de la derecha, y también por el orgullo de los ciudadanos de raza negra y los hispánícos, Barak Obama logró su reelección en 2012. Y en su segundo período se mostró resuelto a ejercer el poder al máximo, incluso sobrepasando límites y líneas rojas. Las cifras electorales marcaron claramente que los electores negros e hispánicos habían aumentado hasta superar por más de dos millones de votos a los blancos. Y de estos electores de la nueva mayoría morena, alrededor del 70 por ciento le dio su voto a Obama para la reelección, en gran medida como desafío a la odiosidad previa que habían denotado los republicanos mayoritariamente blancos. Pero esa fue la coyuntura especial de impedir que los blancos echaran al presidente negro. Para 2016, las próximas elecciones, ni los negros ni los latinos tendrán esa motivación. Lo decisivo será el binomio que en este momento hace crisis. Por un lado, el éxito o el fracaso de la reactivación económica en términos reales. Y, por el otro, la credibilidad de los candidatos. Y es en la credibilidad donde el régimen de Barak Obama se encuentra cuarteado y arrinconado hasta tal extremo que el periodista que más lo ha defendido, Piers Morgan, hace un par de días tuvo que admitir por televisión que el gobierno de Obama se ha puesto, fíjese usted, “… vagamente tiránico”. La verdad es que la arremetida desaforada contra el derecho de los estadounidenses a poseer y portar armas de fuego, garantizado por la Constitución, terminó exasperando a la mayor parte de la opinión pública, particularmente cuando varios conspicuos personajes del gobierno llegaron al exabrupto de decir que la constitución ya está anticuada y que no hay que hacerle mucho caso. Sin duda más allá de las órdenes directas que pueda haber dado el presidente Obama, apareció una legión de altos funcionarios dispuestos a imponer la voluntad del gobierno a toda costa. De partida, el sistema llamado de Seguridad en el Transporte se ha aplicado de una manera tan grosera y vejatoria para los pasajeros de aviones, incluso con manoseos humillantes en sus partes íntimas a menores de edad, que ya hay un 20% de viajeros frecuentes que han dejado de usar avión, y optan por ferrocarril o automóvil. Las empresas aéreas ya hablan de una pérdida irreparable para la temporada turística. En Palm Beach, Florida, un jefe policial demócrata había dispuesto un fondo de un millón y medio de dólares para una campaña instando a la gente a espiar a sus vecinos y reportar cualquiera actitud de hostilidad hacia el gobierno. Por cierto la reacción de la gente fue tan fuerte en contra de esa medida propia de una dictadura policial, que al cabo de dos semanas tuvieron que especificar que sólo se tratará de que se denuncie la violencia familiar. El país se encontró sumido en una atmósfera cada vez más enrarecida por esa clase de intervenciones de policías y burócratas violando la privacidad y las libertades de la gente. Y en esa atmósfera fue que se precipitó la seguidilla de escándalos que en los últimos días tiene casi congelada a la Casa Blanca. Primero, las denuncias bastante bien documentadas, de que el Gobierno ha ocultado gran parte de la verdad de los hechos en torno del atentado de Benghazi, Libia, en fue fueron asesinados el embajador Chris Stevens y tres funcionarios diplomáticos que en realidad eran agentes de la CIA. Mientras se producían las investigaciones y emplazamientos a declarar ente las comisiones del Congreso, otros dos escándalos irrumpieron. Por un lado, la denuncia, sólidamente fundada, de que agentes de Impuestos Internos habían estado realizando un verdadero acoso contra instituciones y grupos políticos de la oposición. Incluso, esos agentes acosadores habían amedrentado a organizaciones religiosas, donde trataron de someter a registro no las cuentas y finanzas, sino, fíjese usted, el contenido de los sermones y sesiones de conciencia. Tan irrefutables fueron esas denuncias, que el propio presidente Obama tuvo que admitir que se trataba de hechos reales completamente inaceptables, y que jamás deberían repetirse. Pero estando aun fresco el escándalo del acoso por funcionarios de impuestos internos, salió a luz un nuevo caso que remeció todavía más a la opinión pública. Se trataba nada menos que del secuestro ilegal de documentos y grabaciones, incluyendo conversaciones por celular, realizadas por periodistas de la agencia noticiosa Associated Press. El fiscal general y el Ministro de Justicia trataron de dar explicaciones, justificándose en motivos de seguridad nacional ante graves peligros. Pero la falsedad de esas explicaciones quedó en evidencia cuando la propia agencia noticiosa demostró que el material difundido por sus periodistas había sido autorizado por los funcionarios de la CIA vinculados al caso. Es decir, se había tratado de un atentado contra la libertad de prensa, carente de justificación, y pasando por encima de los procedimientos legales y las relaciones de buena fe entre la prensa y las autoridades. Prácticamente junto con eso, se develó también que por instrucciones directas del presidente Obama, se había prohibido a varios de los principales medios de prensa de Estados Unidos, dar a conocer información sobre los asesinatos ordenados por Washington mediante drones. Para vergüenza de Washington y de los medios afectados, la información sí fue difundida por la prensa británica. Así, pues, por estos hechos y muchísimos otros más, la credibilidad del gobierno de Barak Obama se encuentra muy en duda para la opinión pública de Estados Unidos. Por su parte, los republicanos se han abstenido de asumir un tono estridente. Quizás escarmentados por sus derrotas, ahora mantienen una presión tranquila pero inexorable. Ciertamente seguirán hasta esclarecer cada detalle en esta seguidilla de escándalos, y preocupándose de que la gente quede con una noción bien clara de las responsabilidades que recaigan sobre el presidente Obama y su equipo. Se entiende así que el periodista Piers Morgan, fanático defensor del gobierno, haya terminado por declarar en su programa estelar de TV que, en realidad, el gobierno está actuando de una manera… “vagamente tiránica”. Y nosotros, los que hemos visto cómo el mundo entero está cambiando para peor, cómo los recursos naturales están ya casi agotados, y cómo los viejos valores de los que nacía nuestro sentido del deber, están convirtiéndose cada vez más en simulacros discursivos… ¿En qué podemos pensar? Al borde del año dos mil, un importante grupo de historiadores, sociólogos y economistas, encabezados por el célebre historiador Carlo María Cipolla, realizaron un estudio sobre los procesos de crecimiento, apogeo, decadencia y muerte de los más importantes imperios de la Historia. Desde la antigua China hasta los imperios coloniales del siglo pasado. La obra fue publicada por la editorial Alianza Universidad, bajo el título “La decadencia económica de los Imperios”. El resultado de esa investigación, en que participaron más de 15 científicos de primer orden, parece una descripción de lo que estamos presenciando ahora. Primero, una creciente intrusión del estado en la vida privada de las personas, bajo la figura de una necesidad de seguridad de las instituciones. Segundo, la entrega de las grandes operaciones financieras a organizaciones privadas que junto con recaudar financiamiento para el estado, obtienen fuertes utilidades. Tercero, aumento enorme de las fuerzas policiales y de los ejércitos, las que a su vez cobran cada vez más poder político por detrás de los gobiernos formales. Y cuarto, un desenlace en crisis económica y empobrecimiento, mientras, simultáneamente, otras fuerzas nacionales emergentes se enriquecen y se vuelven desafiantes. ¿No le parece una descripción válida para nuestros días, aunque se refiera a imperios que se hundieron ya en el pasado, hace mucho, mucho tiempo? Si a Ud. le interesa, puedo enviarle por correo el título de la obra y la editorial que la publicó. "Lo que dice la ciencia"

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