La extravagante boda se realizó en los jardines de la mansión de la viuda, a la orilla del Río Tolomato, cerca de St. Augustine, Florida. La novia, Janice C. Macfarlane, una estupenda mujer, a pesar de sus 66 años, era la viuda de Carlyle T. Fawcett, magnate de la inextinguible industria del lápiz a mina, quien había dejado la mayor parte de su fortuna a su mujer y apenas una ínfima a sus tres hijos. El novio, Giancarlo Grimaldini, veinticuatro años más joven que Janice, era un experimentado y polifacético deportista proveniente de una familia emparentada con la empobrecida nobleza europea.
Helios Murialdo / Trazas Negras*
Debido a las restricciones impuestas por la pandemia, las autoridades del condado de St. Johns autorizaron la participación de, máximo, cincuenta invitados. Los tres hijos de Janice no asistieron, manifestando, una vez más, su rechazo enconado al matrimonio.
Los novios se habían conocido en el balneario de aguas termales de Karlovy Vary en Bohemia, República Checa. Ella estaba acompañada de su secretaria personal, quien se encargaba de mantenerla conectada con los eventos de la alta sociedad neoyorquina y europea, de programar reuniones filantrópicas, adquirir pasajes aéreos, reservar hoteles, mantener bajo control su incipiente diabetes y su presión, según las instrucciones de los médicos, y de conservar remozada su piel; esto último, razón de su visita a las termas.
Giancarlo había arribado a las termas acompañado de una joven abogada oslense. Inga Andreassen era culta, bella y atlética y, además, divertida y entusiasta en la cama; actitudes típicas de las relaciones jóvenes, libres de preocupaciones y responsabilidades. Pero él tenía en claro que la relación no podría ser duradera. A medida que ella ascendiera de status dentro del bufete de abogados, su propio status ―había abandonado sus estudios de arquitectura después dos años en la universidad―, disminuiría, pasando a ser un apéndice irrelevante. Por eso fijó sus ojos en Janice Macfarlane. La divisó nadando con ágiles brazadas en la piscina, la tarde en que ellos arribaron al hotel y después, en el restaurante a la hora de la cena, siempre acompañada de una dama de mediana edad, quien, sospechó, sería su asistente.
Esa noche esperó a la asistente de la ―a todas luces― acaudalada mujer, cerca de la gran escalinata del foyer del hotel. Supuso que después de acompañar a su “lady” al dormitorio y dejarla bien acomodada en cama, tal vez con un libro en sus manos, ella bajaría al bar para entablar conversación con algún otro huésped y compartir un trago. No se equivocó. La siguió a la distancia y tan pronto se sentó frente a la barra, él se instaló próximo a ella. No tuvo ninguna dificultad en entablar conversación; claramente, ella estaba ávida de compartir un momento con alguien, tal vez en especial, del sexo opuesto.
Su nombre era Melinda Blanchet, oriunda de Montpelier, Vermont. Conversaron en inglés, aunque ella se manejaba bastante bien en francés. Lo había aprendido mirando televisión de Montreal y lo había practicado viviendo en esa ciudad un año. Esto le permitió a Giancarlo utilizar de vez en cuando galanterías en francés, uno de los cinco idiomas que dominaba. Melinda había estudiado literatura inglesa y había sido profesora en un colegio unos años, hasta que conociera a los Fawcett en Nueva Jersey. Había trabajado de secretaria general de Carlyle Fawcett y luego de asistente personal de su esposa, Janice, hasta el presente.
Gracias a Melinda, él se enteró de la edad de la señora MacFarlane, de su salud, de su entusiasmo por largas caminatas, de su pasión por la literatura y en general por el arte, y por eventos sociales relacionados con la recolección de fondos para promover la prevención y cura de enfermedades atribuidas a desórdenes de autoinmunidad, en especial el Síndrome miasténico o Síndrome de Eaton-Lambert, causa de la muerte de su marido a una edad relativamente temprana. Le informó, además, que residían principalmente en Nueva York, excepto en invierno, cuando se trasladaban a la residencia en Florida.
Él relató sucintamente algunas facetas de su persona, mitad inventos y mitad verdades adornadas y glorificadas, como, por ejemplo, que poseía una industria pequeña de calderas domiciliarias y calefonts en Brescello, Reggio Emilia, Italia, lo que distaba enormemente de la realidad. La fábrica no era pequeña, lo diminuto era el número de acciones que él poseía en la empresa, cuyos magros dividendos anuales era su única fuente de ingresos.
―Curiosamente, nunca hemos estado en Noruega ―dijo ella cuando se enteró que la acompañante de Giancarlo era de Oslo, implicando que, a pesar de haber viajado por medio mundo, se habían saltado el país nórdico―. No hemos tenido la oportunidad de visitar el país de Edvard Munch ―agregó, refiriéndose al pintor del famoso cuadro “El grito”, alzando las cejas y esbozando una sonrisa, claramente ridiculizando con candor su propia frase.
―Yo nunca he estado en Florida ― replicó él, dando a entender, falsamente, que era uno de los pocos lugares del orbe que no había visitado.
Acordaron almorzar los cuatro al día siguiente en uno de los restaurantes del hotel.
En las encrucijadas de la antigua Roma ―trivia en latín―, se compartían frases triviales. Los restaurantes de hoteles en centros turísticos, al igual que los ascensores, se han convertido en trivia, donde se congregan personajes desconocidos y distantes. En la conversación de ese almuerzo recorrieron varios países, museos, centros de esquí, mares tibios y villas en lagos franceses e italianos. Todo lo cual sería olvidado en las próximas horas.
―Tienen que visitarnos en Nueva York ― ofreció Janice.
―Merci beaucoup, me parece una excelente idea ―respondió Giancarlo, desplegando una gran sonrisa y extrayendo su Iphone, pronto a anotar los datos necesarios para contactarse con Janice MacFarlane y su asistente.
―Aquí tienen nuestra dirección ―dijo Melinda, extrayendo una tarjeta de visita de un bolso. ―Y a ustedes las esperamos en Oslo ―dijo Inga Andreassen, entregándole a Melinda su propia tarjeta del bufete de abogados al cual pertenecía.
No por ser un amante de la dolce vita, Giancarlo era un despiadado. Pero para mantener su estilo de vida necesitaba urgente una fuente generosa y segura de ingresos. Janice era mucho mayor que él, pero estaba a años luces de ser una anciana. La pareja del presidente de Francia, Emmanuel Macron y su esposa Brigitte Trogneux, veinticuatro años mayor que él, se le pasó por la mente. Se imaginó que la vida junto a ella podría ser entretenida y, claro, casi siempre, para obtener un fin imperioso, es necesario sacrificar algo deseable, en este caso, la tersura e ímpetu de los epitelios y músculos lozanos. Diez o quince años de sacrificio ―eso se imaginó que le quedaba de camino a la viuda― bien valían la pena para hacerse de una fortuna inconmensurable. Su estrategia contemplaba además con un plan B: el divorcio al cabo de algunos años, ojalá bajo términos amistosos, pero sujeto a un suculento acuerdo financiero.
Meses después, Melinda fue al aeropuerto JFKennedy de Nueva York a buscar a Giancarlo Grimaldini, procedente de Milán. La fecha, arribo y pormenores de su viaje habían sido todos intercambiados por internet y telefónicamente. No venía acompañado. Mientras el chofer conducía el Cadillac hacia la ciudad, los pasajeros se atiborraron de trivialidades, conversando del clima y sus viajes recientes. Al visitante se le asignó una suite en el penthouse de la viuda. Ni Melinda ni Janice le preguntaron por cuánto tiempo se quedaría con ellas.
Sólo bastó una semana para que, después cenas a la luz de las velas, visitas a museos, bailes en eventos sociales, Janice y Giancarlo se conocieran bíblicamente. Giancarlo quedó sorprendido del entusiasmo de Janice entre las sábanas; no había tenido la oportunidad de conocer la fogosidad de una mujer de edad con largos períodos de abstinencia. Janice quedó encantada con la ternura y juventud de su nuevo amante. Bastaron tres meses para que aflorara entres los labios de los amantes la palabra matrimonio, ya en pleno tiempos de pandemia. También bastó un mes para que Melinda, con sus extraordinarias habilidades, organizara la boda en la mansión de invierno en Florida.
Fue en Florida, días antes de la boda, que Giancarlo descubrió la forma de apurar el desenlace, denominado plan C. Reclinado sobre una chaise longue, bajo un toldo, a la orilla de la piscina, sorbiendo de vez en cuando pizcas de whisky con hielo, dormitando a intervalos, tuvo una revelación. La noche anterior, antes de abrazar a su amada, desnudos en la cama, había observado en televisión un documental sobre la pandemia de covid-19 y había suspirado, aliviado, cuando las estadísticas revelaron que él, por su edad y su estado físico, tenía ínfimas probabilidades de sucumbir a la infección. Pero en ese momento, su mente media alcoholizada y un tanto adormecida, se imaginó que pasaría si Janice se contagiara. Su estado físico era envidiable, pero su edad, diabetes incipiente y presión sanguínea mantenida a raya mediante una dieta estricta ―evitando la cafeína, el alcohol, la sal y la ingesta de alimentos altos en grasas saturadas y colesterol―, la tornaban vulnerable.
―No es mucho lo que puedo aportar a la preparación de la boda ―le dijo a Janice―. ¿Qué te parece que vaya a dar una vuelta a Daytona Beach, para conocerla y nadar en el océano?
―Ten cuidado ―respondió ella, besándolo con fervor.
Después de almuerzo, escogió uno de los autos y en una hora y media cubrió las 80 millas entre la casa y la playa. Nadó en el océano, junto a hordas de bañista que no respetaban las restricciones en el agua y tampoco en la playa, sin mascarillas. Al atardecer, fue a dos pubs donde bebió casi nada ―tenía que conducir de regreso―, pero departió con otros contertulios, escogiendo grupos sin mascarillas.
Al segundo día salió después del desayuno, y en tres horas y 45 minutos llegó a West Palm Beach, donde repitió las aventuras del día anterior en Daytona Beach. El tercer día, el anterior a la boda, regresó a Daytona Beach.
A la semana después de la boda, diecisiete de los invitados y ambos desposados presentaron síntomas de covid-19. Los oficiales de la salud fueron incapaces de rastrear el origen de los contagios y concluyeron que el causante podría haber sido cualquiera de los invitados, aún en estado asintomático.
Como era de esperase, Giancarlo ―y Melinda― se recuperaron en los próximos días, pero Janice empeoró y tuvo que ser trasladada a un hospital, donde, después de tres semanas falleció.
El plan C, concluyó Giancarlo, había resultado.
Giancarlo y Melinda acudieron a la cita con los abogados para enterarse del testamento. A pesar de su interés por encontrar un compañero y de haberse enamorado de Giancarlo, Janice no había perdido la habilidad de razonar. Había estado perfectamente consciente de que, aunque no dejaba de ser atractiva a los ojos de los hombres, su principal hechizo consistía en su cuenta corriente, su flujo de caja, su participación accionaria en la fábrica de lápices y las mansiones en la calle Broome en Manhattan y en la ribera del río Tolomato en St. Augustine, Florida. Y aunque Giancarlo la había llenado de dicha, no por eso iba a ser diferente al resto de sus admiradores. Por eso, antes de trasladarse a St. Augustine, había acudido donde sus abogados para actualizar su testamento.
La mayoría de sus bienes quedaron para sus hijos y otra porción importante fue donada a la Sociedad Síndrome de Eaton-Lambert. Melinda Blanchet heredó dinero suficiente para comprarse un departamento en Nueva York y un paquete de acciones para asegurarle una pensión para el resto de su vida. Giancarlo Grimaldini recibió un estipendio de cien mil dólares para vivir holgadamente por un año, una cantidad infinitamente alejada a la de sus sueños.
Toronto, 15 de agosto, 2020 .
*Este artículo ha sido publicado en el tercer número de la revista que puede ser adquirida a través de su sitio web trazasnegras.cl
Fotografía del río Tolomato extraída de flickr.com