CUENTO| De la trompita o de la colita

Le traje lo mismo de anoche.

Sin esperar rechazo o aprobación, el mozo dejó el combinado sobre la mesa.

¿Cuántos se va a tomar hoy?

Era pisco con Ginger Ale y habría sido lo mismo si lo traído fuera aguardiente con Bilz o ron Cubanito con Coca Cola. Tuve ganas de corregirlo:

Huevoncito, lo mismo de anoche y antenoche.

Toño Freire / Trazas Negras

Empero, mi cabeza estaba en otro lugar; mis ojos no se despegaban de la entrada del cabaret de enfrente. Era la tercera madrugada que me sentaba en el mismo sitio para sellar una etapa existencial bohemia. No lo escogí; sencillamente el Destino, como si hubiese comprado el mejor palco para apreciar ópera en el Teatro Municipal, me lo tenía reservado. Como sea, un privilegio, ya que el Zum―Rheim era uno de los negocios más famosos del barrio chino. En calle Bandera, entre San Pablo y General Mackenna, a medida que las estrellas debilitaban su ansia pecadora, una clientela bullente, afiebrada, alcoholizada, drogada colmaba sus sillas y disputaba espacios del largo mesón. Acodados, sedientos y alegres les agradaba brindar por sí mismos mirándose en su grandioso espejo, digno de película del oeste.

Con el primer trago hice una gárgara meditabunda. Unos borrachos que entraron abrazados desafinando Reloj, no marques las horas/ porque voy a enloquecer/ me sacaron una sonrisa e hicieron brincar veinte años atrás cuando era un adolescente. Entonces, en la cuadra, tenía fama de agrandao por cantar boleros de Prieto, Gatica. A Leo Marini, la voz que acaricia, lo despreciaba por ser argentino. Yo vivía en un pasaje de avenida Matta con Santa Rosa. En la vereda sur quedaba la Escuela N° 12 que era tan humilde que ninguna autoridad intentó bautizarla con invocación patriótica. Ahí me matricularon. En el invierno sus salas se llovían; por las ventanas sin vidrios penetraba el frío. Su patiecito se caracterizaba por poseer un gallinero. Debido a que el alumnado, a cambio de huevos, llevaba maíz a las aves, le pusieron La Cascareo. Entre piares y cacareos comenzaron mis gorgoritos. Por insinuación del profesor practiqué folclore, siendo apuesta precoz en todas las veladas.

Género musical que, ya inscrito en el Barros Borgoño, reemplacé por el melódico. Pasar de la Cascareo a la Universidad del Matadero y tener que ir a cantar frecuentemente a las guateras del Liceo 6, me hizo corto circuito: no sólo por la peculiaridad de los apodos, sino por la negra fama del número cabalístico. El total de las letras de mis nombres, Manuel Espina, sumaba doce: múltiplo de 6. Saboreo el combinado y la cifra porfía haciéndome temblar. Como que me marcó desde la cuna ya que nací un 6 del sexto mes de 1936. ¿Acaso el número de la escuelita que contaba con seis salas no era asimismo otro múltiplo y los estudios primarios y secundarios no suman igual? También recuerdo que a los seis años padecí tuberculosis. Tengo clarito que a los 16 debuté en el pololeo con una chiquilla de la misma edad y me descartuché en el Parque Cousiño. Si hasta el tranvía que nos llevaba al estadio Santa Laura o la quinta El Rosedal terminaba en 6. ¿Simple coincidencia?

Una mina con pinta de bataclana jubilada que miraba desde el mesón se acerca:

¡Tan solito! ¿Espera a alguien? ¿No quiere compañía?

Hago señas al garzón para que me la quite de encima y en la barra le ofrezca un copete. Encendiendo un cigarrillo Premier, las volutas de humo me retornan al edificio educacional de ladrillos rojos de calle San Diego. Me veo innumerables veces en el salón de actos clavando las Dos Cruces en el monte del olvido, que el madrileño Angelillo taconeaba en el Colmao Llodrá de radio Minería. A pesar de que mi bolerista favorito era Mario Aguilera, sin que me lo pidieran arremetí con: Tus ojos son tan pintureros/ que cuando los miro de cerca/ soy tu prisionero. Como especulaban que el cantor de María Dolores era raro, fui centro de las tallas: decían que a mí también se me doblaba la manito. ¡Así es la vida! A lo mejor por mi facha de Alain Delon, no fue la única ocasión que me tildaron de colita. Lo digno de anotar es que siendo flojazo, gracias a mis actuaciones, logré finalizar el sexto de humanidades. En cada temporada el maestro de Canto y Música, por ser yo solista del Coro, hablaba con sus colegas para que me dejaran pasar.

Un domingo 20 de julio comenzó a cambiar mi suerte. Me invitaron a presenciar la tradicional Posta Colombia que se corría en la Plaza Bogotá como homenaje al aniversario patrio del país caribeño. Atletas famosos y novatos rodaban por el barrio. Con gran despliegue mediático, el Embajador cortaba la cinta y premiaba a ganador y escoltas. Lo que ignoraban el diplomático y los reporteros era que el vecino financista del evento deportivo se llamaba Mario Navarro Leiva, ya famoso delincuente. Vivía en calle Dávila Larraín; en sus inicios de punga, por su velocidad para escapar de los ratis ganó el apodo de Cabro Carrera. De ahí su debilidad por el certamen, que tenía una segunda premiación en el restorán Gardel frente a la plaza. Gran fiesta. Abundaba todo. Escuchando a Mario Armando López, anunciado como otrora cantante de la orquesta de Natalio Tursi, empecé a engolosinarme con el tango: el desenfado y morbosidad de sus letras me sedujeron. En medio de los festejos me pidieron que cantara e hice un par de boleros. Interpretándolos, me parecieron complacientes, rastreros. No pasó nada. Tibios aplausos. Lo único trascendente fue la invitación al baño que me hizo uno de sus organizadores.

Manuelito, con este gramo de la buena pagamos tu gentileza. Te va a gustar.

Y, a pesar que moquillé y estornudé haciendo volar el polvo blanco ganándome gran chuchá, ¡claro que me gustó! Fue mi debut absorbiendo cocaína. Lo peor es que, en la misma proporción en que fui decodificando letras tangueras, continuó gustándome el estupefaciente. Al compás de la coa generosa en percantas, fiocas, cirujas, bacanes, broncas, grité ¡Adiós boleros!

Como vi que estaba seco le traje otro trago. Lo hice más cargado, informó el mozo, agregando―: Su amiguita que mandó al mesón quiere otra menta frappé. ¿Se lo pongo?

¿De dónde sacó que era amiga mía? Por lo que pidió, a lo mejor es patín… Hace tanto frío… Dele otro y que sea el último.

El combinado, en realidad estaba cabezón. Me dieron deseos de preguntarle si quería curarme. Lo cierto es que yo deseaba alcanzar cierto nivel de intemperancia para concretar el siniestro plan que desde hacía cuatro días rondaba en mi cacumen. La vendetta evidentemente estaba encadenada a mi pasión por el ritmo bonaerense. La pebeta a la que brindé otro copetín, me hizo actualizar que uno de los primeros que canté en bares y quintas del sector capitalino fue Maldito tango. Lo tomé, ignorando que en 1916 lo creó el compatriota Osmán Pérez Freire. Avecindado junto al obelisco, planteó la sociedad prostitutas y drogas: Como su música domina/ con su cadencia que fascina/ fui entonces a la cocaína/ mi consuelo a buscar/. El segundo que me aprendí fue Los Dopados, inscrito en 1922 por Raúl Doblas y que Cadícamo rebautizó Los Mareados. Percibiendo la entusiasta recepción del público por este tipo de composiciones, sumé A media luz donde Carlos Lenzi consagra los burdeles de calle Corrientes: Hay de todo en la casita/almohadones y divanes/ como en botica, “cocó”/. Con tal repertorio, acompañado de mi guitarra, tirando la manga, me fui haciendo regalón entre las mesas del Merville, Los Compadres, La Estrella, Los Guatones. Me apodaron El cantor falopero. Y no me molestaba ya que, entre bromas, motivaba a contertulios a convidarme un toquecito.

Caballero, puedo llevarme esta silla...Vacilando con unas striptiseras en La Antoñana y el Orleans celebramos el cumpleaños del un compadre y vinimos a tomarnos el del estribo.

Eran las cuatro de la madrugada cuando recibí la solicitud de los enfiestados. Desaparecieron las divagaciones; bruscamente aterricé en el propósito de mi trasnochada. Haciendo abstracción del bullicio imperante, a través del vidrio miré hacia mi objetivo central: el Zeppelin. Se repetía una escena de película muda que yo conocía de memoria y de la cual también fui protagonista. Un asiduo a la boîte entablaba breve diálogo con el bigotudo portero que, en corpulencia, se parecía al gordo del dúo Laurel y Hardy. Impertérrito, cual juez de Corte, interrogaba: ¿De la trompita o de la colita? Palpando los bolsillos de su abrigo manchado, de uno de ellos sacaba un papelillo: más barato, peor calidad, el proveniente del culo. Ambos chocaban sus manos: en la del bedel quedaban billetes, en la otra el alcaloide. También observé que en la contigua cocinería Hércules, como en tantas madrugadas, había fila para calentar el cuerpo con sus tradicionales porotos con rienda. Confieso que tuve ganas de atravesar a saborearlos pero, en mi testa, como tromba giraba la pregunta asociada a un chanchito. No me dejaba en paz. Igual que volantín subía y bajaba. Se me acabó el trago:

Juanito, ¿dónde se me había metido? Repítame la dosis.

¿Tan sediento está? Este es el tercero. ¿Le traigo algo p’al diente para que no se cure? ¡Y quién le dijo que me llamaba Juanito! Donde me ve, me llamo Andrés. No se olvide…Andrés.

Imposible olvidarlo. Fue un apelativo demasiado importante en mi vida. Correspondía al comediante que me llevó a la fama. Se llamaba Andrés Gallo. Me descubrió cuando cantaba en el bar León de Oro, ubicado pegadito al teatro Imperial en calle Victoria. Dirigía la Cía. de Revistas Pigalle que se caracterizaba por traer orquestas famosas desde Buenos Aires: Alfredo De Angelis, Miguel Caló, Aníbal Troilo. Me hinché cual pavo real al escuchar sus palabras:

―Entre tanto cantor argentino, agradará al público escuchar un milonguero criollo. Eso sí que tienes que usar otro nombre: te vamos a anunciar como Rafael Romero. ¡Ah! Entierra para siempre el apodo El Tanguero Falopero que te desprestigia ¡Y por favor. aléjate de la marmaja!

Arriba del escenario me fue macanudo. No obstante, ¡bruto que soy! en vez de seguir sus consejos y envanecido por aplausos, halagos, entrevistas de prensa, aumentó mi afición por la droga. De día trabajaba como vendedor. Con mis actuaciones juntaba buen dinero; me sobraba incluso para ir a comprar coca importada Merck a la Farmacia Iglesias de la Alameda. Ya estaba casado. Pero empezaron los problemas. Por fallero me cesantearon en la Ferretería Gobantes. Debido a mi cartel de pichicatero, en el teatro me sacaron de la próxima Revista. Reclamé, puesto que mi contrato duraba seis meses. No hubo caso. Desquiciado, lo atribuí al martirizador número 6 ya que mi pseudónimo artístico y los nombres de mi mujer, Isabel García, también calzaban con 12; teniendo ambos 26 años, la ronda del maldito guarismo culminó con nuestro divorcio. Además vino a la memoria que mi padre falleció a los 66.

Náufrago, derrotado, con la guitarrita volví a cantar en picadas. De nuevo se me abrió el cielo el día en que un ex borgoñino, pariente del dueño de Los Tres Mosqueteros, me apadrinó para que debutara en el salón de bailes tropicales. Con Los Peniques y Ritmo y Juventud quedaba gente afuera. Haciendo paréntesis, mis tangos venían de perilla. Me lucía, mas seguía con el nevado vicio. Envanecido, tuve la idea de agregar otro tema pichicatero al repertorio. Sin embargo, está escrito que la fórmula tango-cocaína acarrea mala suerte. Indignado el patrón me despidió:

―Esa canción es yeta. Tiempos Viejos lo habrá escrito Canaro, pero cuando reza: Eran otros hombres/ más hombres los nuestros/ no se conocía coca ni morfina/ los muchachos de antes no usaban gomina/, como un resorte los clientes corren al baño a penquearse―. ¡Cualquiera de estas noches me clausuran! Vete al frente, al Club de la Medianoche que se especializa en tangueros.

El night club de Alfredo Fanuele era la catedral del ritmo. Ahí habían actuado Roberto Rufino, Andrés Falgas, Ángel Capriolo. Mi sueño era pararme frente a su micrófono. Traté varias veces de hablar con el empresario. No me recibió. Para matar el hambre, recorrí cantinas de calle San Diego. El Mundo del Padrino Aravena y Parrilladas La Brasileña, frente al Caupolicán y el Cariola, fueron lo único rescatable. Aunque debo reconocer que, junto al calor de las brasas, conocí a mi nueva pareja, Jaqueline Díaz. Trabajaba como cajera: morena buena moza, lindo porte, soltera con una hijita. Rosita fue amor a primera vista. En menos de una semana me instaló en su departamentito de calle Alonso Ovalle. Envalentonado, decidí cruzar la Alameda para ir a triunfar al centro. Recorriendo boîtes por calle Bandera, subí hasta su octava cuadra y aterricé en el Zeppelín. La dueña, Blanca Arce, ex cantante, me entrevistó:

A pesar de su mala fama, por el verismo que imprime al cancionero de mi patria, lo contrato. Le advierto, eso sí, que al primer lío por cocaína queda despedido.

Una batahola de Padre y Señor mío en el Zum Rheim quebró mi añoranza.

¡No le peguis más! ¡Los dos están sangrando! ¡Capaz que saquen cuchillos! ¡Llamen a los pacos! ―se confundían entre el griterío.

Un escuadrón de garzones acarreando a los machucados contrincantes pasó cerca de mi puesto. Acto seguido llamé a Juanito:

Parece que el pisqueli se le fue a la cabeza. Ya va en el cuarto. Le repito: Andrés, Andrés… Los de la mocha eran deportistas: un colocolino con uno de la U. Como este Campeonato 1966 lo disputan sus clubes, la gallá, apenas se cura, se agarra a combos.

―Gracias, pero tengo que resolver un puzzle que me atormenta y me tiene al borde de la locura.

De un trago consumí medio vaso. Mi mente recibió latigazos de los últimos acontecimientos. Queriendo doblar la mano al azar, por sugerencia de Omar Soto, pianista que me acompañaba en el Zeppelín, me inscribí en el certamen Buscando la Nueva Voz Tanguera del Club de la Medianoche. Soñé con ganarle a Fanuele. Llegué a la finalísima. El jurado lo conformaban tres grandes chilenos del ritmo: Agustín Copelli, Tino Méndez, Nino Lardi. El premio era un contrato por seis meses. Para borrar mi nombradía coquera participé con un tema sentimental: El último café de Cátulo Castillo. Con mis tonos iniciales capté la admiración de los jueces. Sin embargo, al llegar a la parte postrera: Y allí con tu impiedad/ me vi morir de pie/ medí tu vanidad/ y entonces comprendí mi soledad/…me fui a blanco. Lo que oyen: a un blanco como la cocaína amontonada en mis lóbulos cerebrales. Destruido, impotente, partí a contar el drama a Jaqueline. No me dejó hablar; la suya era tragedia: buscando remedio para su hijita de cinco años que padecía dolor de guatita, para aliviarla fue al baño a buscar bicarbonato. De un botiquín cogió un pomito con un polvo blanco; creyendo que era el remedio lo batió en agua y se lo dio. Instantáneamente la niña empezó a vomitar y sufrir convulsiones. Ella, desesperada, revisó el pomito y horrorizada reconoció la cocaína. De rodillas, supliqué perdón e intenté explicar mi descuido… Tiempo ha, en un bacanal de mafiosos armado por el Cafufa y el Vitelio fui invitado a cantar y me regalaron los gramelis. Borracho como cuba los recibí y pasaron al olvido… De nada valieron mis lágrimas. Desde hace una semana duermo en una hospedería y estoy cesante.

―¿Y por qué puñeteó la mesa? ¿No le dije que tanto combinado le haría daño? El quinto se lo voy a traer con un Barros Jarpa, aquí los preparan re bien, para que afirme la guatita.

Oír de nuevo guatita casi me provocó un síncope. Acepté la oferta; seguí enhebrando mis desgracias. Entre mascada y mascada se las atribuí a Soto y, por cierto, al portero bigotudo. Apenas llegué al local, entre saque y saque, intimamos con el músico que era mañosazo y a veces escondía el alcaloide: Anda a comprarle al gordo. Nunca le falla. Últimamente se puso más egoísta y yo acentué mi condición de drogadicto. Me hice cliente del ujier. Para competir en lo de Fanuele le compré dos pelpas de la trompita. ¡La mejor! Hace cuatro noches, enseguida de la eliminación, se lo conté a Omar. Digitando el teclado, escupió: Pero eres huevón o te haces. Coquero viejo y no habías reparado que lo que él vende es pura mierda. Mejor dicho es puro yeso mezclado con éter. Si no me crees, toma esta llave, anda a su casillero y conocerás la verdad. Crispado abrí el compartimento; los ojos pícaros de dos chanchitos de yeso me miraron: uno tenía cabeza y culo muy raspado, el otro lucía intacta trompita y colita. ¡Pensar que para afinar la memoria en el concurso yo había comprado de esa porquería! Enfurecido, echando fuego, fui a enfrentar al bedel. Nos trenzamos a golpes, pisoteé su gorra, concurrieron mirones. Apareció doña Blanca. Fui despedido.

―¿En serio que quiere ir por el sexto trago? Lo veo malito.

―Sí…sí, pero no quiero saber nada con esos números mefistofélicos.

Sentía escalofríos y no era por la temperatura exterior. Lo único que deseaba en ese momento era pegarme un toque o varios. Aunque fuera de la trompita o de la colita. Total, es la fe y la imaginación con que se absorbe lo que hace que uno crea que la droga estimulará la psiquis o hará desaparecer la borrachera. ¿Realidad o simple fantasía? El brebaje llegó: urgente lo requería para tomar valor y concretar mi venganza. Desesperado, en un último intento empecé a revisar mis bolsillos buscando el polvo de estrellas: no quedaba ni una escama brillante de las noches de orgias. No obstante, al palpar el vestón sentí el peso del arma comprada para consumar el delito y volví al presente. A través del vidrio, vi al portero chupándose los bigotes con los tallarines de un plato de porotos y, a pesar de que yo recién terminaba mi sánguche de jamón con queso fundido, me sentí provocado:

Esto se acaba hoy, mascullé.

Los punteros del reloj pronto marcarían las seis. El frio trepanaba los huesos. Una densa neblina difumaba la madrugada. Abrigados peatones apuraban el tranco. Bohemios ebrios intentaban convencer a manoseadas prostitutas. Desde mi vereda, en el gris paisaje observé que el conserje seguía engullendo. Un Ahora o nunca terremoteó mi sien. Desde mi bolsillo saqué el revolver Smith Wesson punto 6. En la Armería me dijeron que nunca fallaba y que la cifra, ¡otra vez el seis!, significaba que en su tambor giratorio contenía esas balas. Desde mi vereda apunté varias veces al bedel; mis nervios y la glacial humedad acalambraban mis dedos. Logré calmarme. En la mira del semiautomático inglés se puso el portero: disparé. Lo vi caer herido en un hombro. Me asusté. Intenté cruzar la calle: un tranvía 36 se me atravesó. Presentí que el guarismo encerraba mensajes. Me acerqué al quejumbroso lesionado: en su inmundo abrigo nadaban sangre, porotos, tallarines. Frente a pintura tan grotesca mis ansias de matarlo desaparecieron. Dirigí mis pasos hacia el norte. La llovizna lavó mi rostro. Apoyado en la baranda del Mapocho empecé a tararear Aprendí que en esta vida hay que llorar si otros lloran/ y si la murga se ríe uno se debe reír/ Y además corres el riesgo de que te bauticen gil/ El verso de Las Cuarenta y las aguas pardas del rio me hicieron filosofar: tiré el revólver al rio, miré hacia la cumbre del San Cristóbal y prometí a la virgen María que nunca más cantaría tangos.

Toño Freire

En las salas de redacción periodística Toño Freire descubrió al colega que se transformaría en el sabueso de sus casos policiales: Rakatan. Un reportero policial que obedecía al nombre de Osvaldo Muñoz Romero y al seudónimo Osmur. En los libros de la serie Rakatan corre y tropieza resolviendo casos ocurridos entre 1953 y 1973. Toño Freire ha sido director de televisión y cine, documentalista, publicista, académico universitario y agregado cultural. Su más reciente iniciativa es el radioteatro “La Carlina Heroína Nacional”, comedia musical de radio Universidad de Chile, 102.5 FM.

Este cuento ha sido publicado en el séptimo número de la revista que puede ser adquirida a través de su sitio web trazasnegras.cl

https://www.youtube.com/watch?v=pZ45eT5X-5M

De la trompita o de la colita .

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