Cuento: Destrozado y maligno

Estuve allí cuando se lo llevaron. A todos los malandrines como él, qué duda cabe, les llega su hora el día menos pensado. Pero no parecía un mal tipo. Todavía me acuerdo cuando me regaló un cigarro por cuidarle el bolsito que siempre llevaba puesto. ¡Cómo demoró el condenado! Lo bueno fue que además me pagó todos los tragos que me eché al cuerpo durante la espera. Ayer por la tarde llegaron tres hombres de mal aspecto y se lo llevaron. Hubo gritos, amenazas, golpes de pies y puños lanzados furiosamente al aire. También hubo insultos de parte de los demás comensales hacia los captores, y un fierro que a todos asustó cuando uno de estos tipos lo agitó en el aire, desafiante.

Al Morocho lo conocí la primera vez que llegué al local de Los Salesianos. Llovía a cántaros, necesitaba una buena sopa y una botella de vino. Entré hecho un desastre, mojado hasta los huesos y con un despecho del porte de un buque. María, mi novia, había decidido mandarme a la cresta el día de mi cumpleaños. Qué más podía yo hacer, salvo recorrer los tugurios de calle Maipú en busca del algún consuelo. Y ahí estaba él, casi puedo verlo, con su eterna chaqueta de cuero, sobre un chaleco de lana lleno de motas, sentado en la barra, intentando inútilmente buscarle conversa a una de las meseras.

— Puta la lluvia pa’ mojadora, amigo mío —me dijo cuando me senté un par de taburetes más allá.

 

Me limité  a levantar mi copa, forzando una sonrisa.

— Pareciera que el mismo diablo le hubiese meado encima —insistió.

— No sea tonto, iñor —le dije— el diablo no mea.

 

Al Morocho lo buscaban por haberse metido con la mina de un tipo picao a choro. Algo así como un micrero o dueño de taxibuses. Tenía los días contados, y sus perseguidores no se demoraron mucho en localizar su refugio. Porque el Morocho se lo pasaba aquí dentro. Llegaba pasaditas las cuatro de la tarde, y no se iba hasta que lo echaban para cerrar. De vez en cuando traía un libro entre manos. García Márquez era lo más habitual. Se instalaba en una mesa del rincón con su botella de vino, y solo interrumpía su lectura para ir al baño.

Nunca me olvidaré de la noche en que me arreglé con la María. Peleábamos por puras tonteras, desde el color del que quería que pintara su casa, hasta porque ella quería que fuera a votar, y yo no estuve ni ahí con darle el voto a ninguno de esos ladrones. Pero esa velada la pasamos bien en el cine. La película era media enredada, no entendí mucho, pero ella se rió harto y eso a mí me puso feliz. La invité a tomar un café en el centro, nos dimos un tremendo beso, y de ahí no resistí la tentación de arrastrarla hasta Los Salesianos. Me sentía muy alegre, quería celebrar, me serví unas copas de más, y no pasó mucho rato hasta que tuve que ir al baño, un poco descompuesto.

Al volver, vi al Morocho instalado en nuestra mesa, ocupando mi silla y conversando animadamente con ella. Todavía no sé por qué lo hice, pero me di media vuelta y me quedé en el pasillo, observándolos. No pasaron más de diez minutos cuando él le chantó un beso en la boca a la María, y la muy puta ni siquiera le corrió la cara. Fue como si me hubiesen clavado una puñalada en el pecho, se me revolvió la guata y sentí ganas de vomitar, pero me contuve y no me moví de mi posición. Los vi besarse otro par de veces. ¡Diez minutos y actuaban como si yo no estuviera allí! Mi vida no ha sido nada fácil, sabe, pero esto era demasiado, como si el mismísimo cielo se burlara de mí. Nunca me había sentido tan destrozado. Tan destrozado y maligno. De inmediato mi cabeza comenzó a planificar la venganza. Los hechos me obligaban a ser implacable. Seguí mirando.

De pronto, se separaron. Yo creo que se acordaron de que estaba en el baño y en algún momento volvería. Junté fuerzas y regresé a la mesa como si nada hubiese visto. Saludé afectuosamente al Morocho y besé a la María en sus labios traicioneros, soportando el asco de pensar en tragarme alguna gota de la saliva del Morocho. El resto de esa noche actué normalmente, pedimos una última ronda de fuerte antes de irnos. Como lo sospechaba, la María insistió en que la acompañara a su casa, y así lo hice.

A la mañana siguiente, hablé con un par de mis muchachos. Les ofrecí  sus buenas lucas y aceptaron hacer el trabajito. Poco antes de la hora acordada me aparecí por Los Salesianos. Me aperé de cigarrillos y pedí una botella de vino de la casa. Me senté bien al fondo y esperé. El resto de la historia, ya la conoces.

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