El sujeto al que apodaban Roedor consiguió liberarse de sus ataduras y huir poco antes de que la casa interior quedara reducida a cenizas. Sus captores no hicieron bien el trabajo: los nudos con que lo amarraron a la silla no quedaron suficientemente firmes, y esto le permitió escapar en medio de las llamas. El siniestro pasó desapercibido para los bomberos y equipos de emergencia de la ciudad, azotada por un violento terremoto hacía sólo cuestión de horas.
A Perla la conoció en un cabaret de Avenida Colón. Pensó que seguramente la tragedia la había sorprendido en su lugar de trabajo. La música estridente, el olor a perfume barato, las pulseras que colgaban de sus muñecas y que contaban los tragos que les sacaba a sus clientes, las risas grotescas de sus compañeras. Los recuerdos que arremolinados comenzaron a atormentarlo. Entonces, prefirió imaginarla muerta y vagó durante horas contemplando la desgracia: ambulancias, bomberos y carabineros pasaban de un lado a otro, gente apilando escombros, llantos, amargas despedidas, milagrosos reencuentros. Pero Roedor había sobrevivido, y mientras la ciudad comenzaba a constatar el horror, él en cambio se sentía renacer.
Llegando a la Plaza Condell se encontró con el que había sido uno de sus hombres, cuando era poderoso y todavía controlaba un par de líneas de taxibuses.
—Roedor, ¡qué bueno saber que sobreviviste!, ¿dónde te pilló el terremoto?
—No sabes de la que me salvé, Manco, por poco me lleva la huesuda. Conocí a una mala mujer que me traicionó.
Manco convenció a Roedor de acompañarlo a echar un trago. Conocía una bodega de calle Lientur que había quedado intacta y permanecía funcionando sólo para sus mejores clientes. Una vez allí, Roedor le contó su historia, su escapada y el que consideraba su renacimiento.
—Mira Roedor— le dijo Manco, mientras se servía cerveza con su única mano y sin generar espuma— a mí me soplaron que a la Perla la vieron arrancar del Portón en compañía del Gringo Adams. Se fue con él en su camioneta, seguramente para la casa del Gringo.
Entonces, convencido de lo que hacía, Roedor se despojó de su costoso reloj, el último de sus objetos de valor, y lo extendió sobre la mesa hacia Manco.
—Es todo lo que tengo. Una reliquia que debe andar por los dos palos. Es tuyo si los liquidas a los dos. Te lo pido como un favor, yo estoy muy quemado y no puedo hacerlo. Además, nadie sabe lo que vendrá después de esta cagadita… ¿por los viejos tiempos?
Tras pensarlo algún momento, Manco miró fijamente a Roedor y se echó el reloj al bolsillo.
—Por los viejos tiempos. Mañana por la mañana será historia el parcito.
Se despidieron cordialmente y Roedor se sirvió algo más. Manco salió apresuradamente en dirección a su casa de Chillancito, pensando en hacer sus maletas junto a Perla, su flamante novia, y largarse inmediatamente de aquel infierno de ciudad.
+ de Oscar Sanzana Silva