María Inés Krimer / Trazas Negras
1962
En la casa de las Lendaro todo era fiesta. Además de los corpiños, las medias sobre las sillas y el retrato de Perón en la pared, ahora la menor había conseguido un novio que tocaba el clarinete en La Armonía. El chico tenía un Ratón alemán amarillo con tres ruedas, una ventanilla al frente y una puerta que se abría hacia afuera. En el asiento de adelante cabían dos personas y atrás solo una. Cuando lo estacionaba frente a mi casa, las vecinas sacaban las reposeras con la excusa de tomar aire fresco. Un mediodía la pareja me invitó a dar una vuelta. Mamá estaba ocupada con la comida y no necesitaba permiso. Al volver, dos horas más tarde, me sentía repleta de amor y buenos sentimientos. Después de almorzar me ofrecí a lavar los platos. Calenté el agua en una pava y los metí en la palangana. Baldeé la cocina y escurrí el agua hacia la galería. Esa noche, antes de dormirme, pensé que el paseo en el Ratón alemán fue lo mejor que me pasó en la vida. Recordé que el piso del auto tenía una alfombra repleta de volantes, que se adherían a las zapatillas. Recordé que pasamos por la Rambla, la pista de baile que explotaba la Sociedad de Beneficencia, que bajamos hasta la costanera. Y aunque estaba encajonada y no podía estirar las piernas me entretuve con las nubes, la estela blanca de un avión, las copas de los árboles, el tapizado de los respaldos, el bamboleo de un muñeco colgado en el espejo retrovisor y las nucas de los novios, que no paraban de besarse.
Como todas las casas de la cuadra, la nuestra tenía una puerta cancel, dos balcones con rejas negras, un zaguán que daban a un hall y una galería cubierta. Al lado vivían las Lendaro. Mis padres no veían con buenos ojos a las vecinas porque eran peronistas. Además de la foto de Perón, tenían otra de Evita con la pulsera de dijes que, según me explicó la mayor, representaban la bandera, el escudo, el descamisado, la fecha de su cumpleaños y a la perra Negrita. Para mí, esa mujer era una reina, la sentía en carne propia. Una reina que repartió máquinas de coser a troche y moche y organizó colonias de vacaciones para los hijos de los pobres. Pero mis padres decían que el marido se había quedado con la colecta del terremoto de San Juan, que durante su presidencia los pasillos del Banco Central reventaban de oro, que perseguían a los opositores, que reprimieron a los dirigentes durante la huelga ferroviaria aunque lo peor es que protegieron a los nazis permitiendo que entraran al país con pasaportes falsos.
Los socialistas, por el contrario, no metían la mano en la lata y sólo pensaban en el bienestar de muchos antes que en el beneficio de unos pocos. Esas ideas me parecían buenas pero me hubiera gustado que el sueldo de papá en el ferrocarril le alcanzara para comprar un auto. Sospechaba que el verdadero motivo que nos condenaba a ir al cine en colectivo era que papá no sabía manejar; no entendía por qué no podíamos tener uno como los maridos de mis tías, un Kaiser Carabela, un Bergantín, un Peugeot, hasta me hubiera conformado con la chata que inventó Perón cuando sólo fabricaban modelos nacionales: junto a las motocicletas Puma todavía seguían dando vueltas detrás el cementerio o en las afueras de la ciudad.
El noviazgo de la menor de las Lendaro con el chico del Ratón alemán era el chismerío del barrio. Las vecinas comentaban que estacionaban en Villa Cariño y alguien los vio enfilar hacia la ruta. “En cualquier momento aparece con el bombo”, decía mamá. Lo cierto es que esa relación siguió viento en popa. Todas las tardes pasaba por la puerta de las Lendaro o me quedaba sentada en el escalón esperando que la invitación se repitiera. Pero la menor dejó de saludarme. Cada vez que la cruzaba en el mostrador del almacén o en la carnicería bajaba la vista o la clavaba en el cordón de la vereda. Tenía las tetas más grandes y bolsas debajo de los ojos. Una noche, después de cenar, oímos una pelea. Las voces fueron subiendo de tono aunque mamá levantó el volumen del televisor. La menor desapareció del barrio de la noche a la mañana. La mayor dijo que se fue al campo, a la casa de unos tíos. Dijo que el novio estaba en Europa, tocando el clarinete en la orquesta de Eddie Pequenino.
1976
La memoria construye de a retazos, escarbando capas hasta que aparece algo. Con Daniel alquilábamos un departamento de dos ambientes en un edificio cercano a una avenida. La ventana daba a un patio de luz, siempre oscuro; cuando nos asomábamos, veíamos latas y bolsas arrojadas desde los pisos altos. Teníamos dos juegos de sábanas, que lavaba los viernes; una frazada a cuadros. En junio, encimábamos las camperas. En verano, la atmósfera era irrespirable. Buenos Aires parecía derretirse. Papá, con la excusa de la enfermedad de mamá, no venía a visitarnos. Eran días con gusto a nada. Por las noches prendíamos los veladores y bajábamos las persianas. Esperábamos algo. No sabíamos qué. Creo que fue en diciembre, a eso de las nueve. Comíamos milanesas mirando televisión. Las camionetas cruzaban unas vías. De pronto frenaron, giraron ciento ochenta grados. Unos hombres saltaron y avanzaron con armas en las manos. Aplastaron torsos y talones contra el campo raso. En ese momento se cortó la luz. Busqué velas en el cajón de la cocina. Seguimos comiendo empapados por el calor y la transpiración. Oí que alguien gritaba mi nombre. No reconocí la voz. Soplamos las velas y nos quedamos esperando. Escuchamos pasos en la escalera. En el pasillo. Golpes en la puerta de al lado.
La voz de la vecina.
―Si quiere dejarle algo dicho.
―Dígale que estuvo la menor de las Lendaro.
Abrí.
Nos abrazamos, nos separamos y volvimos a abrazarnos. Aunque no alcanzaba a distinguir su cara, reconocí su voz. Durante un momento no hubo más que risas. Atontada por la sorpresa del reencuentro traté de calcular los años que habían pasado. No sabía por dónde empezar. Entramos. Daniel había prendido las velas. Se lo presenté y rodeamos la mesa hasta encontrar las sillas.
―¿Qué hacés acá?
Dejó la mochila en el piso.
―Necesito quedarme unos días.
El pedido me sorprendió. Desde que desapareció del barrio no había vuelto a tener noticias.
―¿Acá?
La llama parpadeó.
―Sólo unos días ―repitió.
Llevé una vela hasta la cocina. La dejé sobre la mesada. Abrí un pan y metí una milanesa. No sé por qué suponía que la menor de las Lendaro estaba hambrienta. Volví y comió en silencio. Entre las dos oscilaba la posibilidad de un diálogo que no se decidía a comenzar. Nos tanteábamos como boxeadores en el primer round. Se lo dije, ella se rio, mordió el sándwich. Le pregunté dónde vivía. Aplastó las migas con las yemas de los dedos y se los llevó a la boca. Daniel se despidió, dijo que se iba a dormir. Yo trataba de parecer cortés, pero la cabeza seguía desbocada. ¿Por qué aparecía después de tanto tiempo? ¿Por qué me buscaba? ¿Quién le dio mi dirección? Durante un rato recordamos que mamá quemaba las pavas porque las dejaba una eternidad sobre el fuego. Recordamos el olor a los Chesterfield de papá. Al gran Mario, el director de la Biblioteca Popular, que revisaba todo el tiempo la lista de socios y se fijaba qué leían y si habían devuelto los libros. Cuando le mencioné el paseo en el Ratón alemán pareció incomodarse, se quedó callada. Cambió de tema y habló de la muerte de Ringo Bonavena. El final, dijo, empezó cuando el boxeador firmó un contrato con Joe Conforte, un empresario que, supuestamente, le iba a arreglar peleas. Pero el tipo era un mafioso, regenteaba prostíbulos y no le gustó nada que Bonavena, en vez de entrenar, se entretuviera con su hermana.
Al rato volvió la luz y seguimos charlando un rato largo. Ahora era yo la que le estaba contando cosas de mi vida, como si me hubiera encontrado con una amiga del secundario. Ella me miraba pensativa, a veces me cortaba, disentía. En un momento se acercó y me apretó las manos. El contacto con la piel tibia me produjo la atracción del abismo a quienes sufrimos de vértigo.
―Tengo una hija ―dijo.
1987
Me senté en un banco de Retiro, con el bolso entre las piernas. El hall tenía un color amarillo, pesado. Busqué un banco entre las vías. El cartel decía: “Primera clase. Sala de señoras”, pero hubiera reconocido el olor con los ojos cerrados. El mismo olor a pis y creolina. Oí el silbido. Después, el ruido metálico, un timbre de alarma como el que suena en la barrera al cruzar el paso a nivel. Controlé el pasaje y me acerqué al andén. El guarda asomó la cabeza desde la locomotora, miró hacia atrás y agitó el brazo, dando una señal al maquinista. El tren arrancó, al principio lento y después empezó a tomar velocidad.
Al llegar a mi casa miré las paredes despintadas, los balcones con rejas negras. Busqué la llave. Abrí la puerta cancel. Subí los escalones. Entré al comedor, recorrí las piezas buscando la mesa de roble, las sillas tapizadas, el libro de Doña Petrona. Solo encontré unos zapatos viejos de mamá. El cáncer se declaró de un día para el otro. Fui testigo de cómo enfrentó la muerte mientras yo me aferraba a mi matrimonio con Daniel, a mi vida de todos los días. Ahora papá había muerto y tenía que vaciar la casa. Me pregunté qué hacer con la heladera. En ese pensaba cuando oí la bocina. El rastrojero tenía un rombo en el capot y la caja pintada de azul y amarillo. El chofer lo cargó hasta el tope y dijo que volvería más tarde. Esperé sentada en el piso. Un rincón tenía colillas de Chesterfield. Guardé una foto en la cartera. Era un recodo del río donde papá salía a remar, siguiendo la línea de las boyas. Atardecía y la imagen había fijado para siempre el claroscuro del cielo, el agua, el viento, la olita que pegaba al costado del bote, el fondo de la isla.
Al salir, me topé con la mayor de las Lendaro.
―Vi el taxi- flet ―dijo―. No te vas a ir sin tomar unos mates.
Detrás de los lentes de aumento, los ojos parecían querer saberlo todo. Insistió y fuimos a su casa. Nos sentamos en la cocina.
Le pregunté por la hermana.
Llenó una pava con agua.
―Se mudó a un departamento con su hijita. Era un dos ambientes que le habían conseguido los montos. Estaba contenta porque era la primera vez que tenía una casa fija. Cuando se fue, yo envié sus cosas a un guardamuebles; ahora que tenía un domicilio, mandó a buscar los canastos. Ahí estaban su ropa, sus libros, sus cuadernos y hasta un lavarropas que habían comprado con el novio. Le habían ordenado que destruyera todos los papeles, cosas que servían para identificarla.
Puso yerba en la calabaza.
―El dormitorio tenía dos camitas y dos sillas, para el living consiguieron un sillón viejo. Ella hacía de enlace: tenía que pasar información de un lado a otro. Salía de la casa temprano, dejaba la nena en la escuela para dar la impresión de que se iba a trabajar y volvía a la misma hora que todo el mundo, a las seis de la tarde. Si no lo hacía era sospechosa y un portero o un vecino podían denunciarla. Tenía un circuito marcado: en ese recorrido la podían encontrar los militantes que quisieran trasmitir o buscar algún dato, que necesitaran guita, documentos o pasaportes para viajar. Había contraseñas: una revista, un pañuelo. A veces intercambiaban cajas de arroz o de maicena.
Me alcanzó un mate.
―Nunca podía saber si había alguien que conociera la cita, si no la habría cantado. En cada encuentro se enteraba de alguna caída. Ella iba alerta, escuchando cada ruido, mirando para todos lados, controlando lo que pasaba a su alrededor. A veces, cuando algo la preocupaba en especial tenía la pastilla en la mano, eso la tranquilizaba. Se la habían dado con algunas recomendaciones: mantenerla dentro del papelito plateado, porque la luz y la humedad podían arruinarla. Ella había escuchado historias de torturas y no sabía si podría resistirlas. La pastilla era su amuleto, su arma.
Miré la pared. Las fotos de Perón y Evita no estaban, sólo los agujeros de los clavos.
―¿En qué pensás? ―preguntó la mayor de las Lendaro.
Oí la bocina de un colectivo.
―En un paseo que hicimos con tu hermana, hace unos años…
Le devolví el mate.
―¿Y la nena?
Sonrió.
―Está por llegar del Conservatorio. Estudia música, como el padre.
Cuando nos despedimos di una vuelta por el barrio. Atrás había un potrero que cruzaba las vías, un andén de cemento resquebrajado y, tumbada entre los pastizales, una carroza de carnaval hundida en un charco. Caminé en dirección al puerto hasta llegar al parque. A lo lejos vi escaleras de piedra, huecos y cañadones. Glicinas azules. Musgos de muchos verdes. Los árboles se ensanchaban, imitando los palos borrachos. Bajé hasta la costanera, descansé apoyada en la baranda de cemento. El agua arrastraba peces, botellas troncos. La ciudad era ahora un vacío, al punto que la estela de un avión o el vuelo de un pájaro resultaban inesperados. Subí hasta llegar a Rivadavia. En la esquina con Catamarca me paré en la vidriera de una concesionaria. Al fondo, mezclado entre los autos, vi al Ratón alemán. Tenía la puerta delantera abollada y óxido debajo de la pintura amarilla.
Este artículo ha sido publicado en el sexto número de la revista que puede ser adquirida a través de su sitio web trazasnegras.cl
María Inés Krimer nació en Paraná, Entre Ríos, y actualmente vive en Buenos Aires. Publicó Veterana (1998, cuentos), La hija de Singer (2002, novela, Primer Premio Fondo Nacional de las Artes), El cuerpo de las chicas (2006), Lo que nosotras sabíamos (2009, novela, Premio Emecé), Sangre kosher (2010, novela, Aquilina, traducida al alemán y al italiano), Siliconas express (2013, novela, Aquilina), La inauguración (2011, novela, El Ateneo, Premio Letra Sur), Sangre fashion (2015, novela, Aquilina), Noxa (2016, novela, Revólver, finalista del Premio Hammett 2017) y Cupo (2019, novela, Revólver, finalista del premio Hammett 2020). Participó en “El género negro en cinco autores latinoamericanos” (2018, Babel). Sus relatos integran diversas antologías.
https://www.youtube.com/watch?v=pZ45eT5X-5Mel Ratón alemán .
el Ratón alemán