Al mediodía, como siempre, Don Raymundo se asomó a la ventana, y tras comprobar que necesitaría usar su chaqueta, se despidió de su octogenaria esposa. Salió a dar su acostumbrada vuelta a la manzana, esperando a que el tiempo transcurriera lo suficientemente rápido, como para que Doña Alicia alcanzara a tener listo el almuerzo a su regreso. Bajó dificultosamente las escaleras de su edificio, y tras salir a la calle, lo primero que hizo fue sentarse a descansar sobre un banco de piedra.
- “Don Reymudo” puede pasarse horas allí sentado –comentó una vecina a otra del mismo bloque de calle Almirante Riveros- no le importa si llueve, graniza, o lo quema el sol. En invierno y verano es la misma cuestión. El pobre viejo no tiene nada más que hacer que salir a estirar las patas y apurar el paso del tiempo.
Juntas, las horas que Reymudo pasaba sentado en aquel mismo banco bien podrían llegar a ser semanas, meses incluso. Aquel tiempo de silenciosa abstracción se traducía, entre otras cosas, en un profundo conocimiento del clima y de las variaciones del tiempo atmosférico. Al arreciar el viento norte, sacudiendo violentamente las copas de los árboles, llegó rápidamente a la conclusión de que se avecinaba un temporal de grandes proporciones.
Don Raymundo saludó a las vecinas que lo observaban a la distancia, y luego volvió a posar la mirada en el paso de los vehículos, luego en la deteriorada plazoleta de juegos infantiles, para finalmente detenerse en la cornisa del primer bloque. El viento hacía que se bamboleara de un lado a otro. Justo abajo, tres niños jugaban con una pelota, sin prestar la más mínima atención al peligro que acontecía sobre sus cabezas.
Su vista continuaba detenida en la cornisa que parecía desprenderse cada vez más del techo del bloque. Los niños, en tanto, seguían con su juego. Pésimo con las palabras, Don Raymundo era el mejor escuchando, pero muy pocos además de Doña Alicia, conseguían arrebatarle algún sonido a esa boca, como no fuera el protocolar Buenos días, Buenas tardes y Buenas noches. De allí que sus vecinos, pocos amigos y conocidos lo apodaran cariñosamente “Reymudo”. El viejo comenzó a hacer una gesticulación algo exagerada hacia las vecinas que copuchaban sin parar, para prevenirlas de entrar a esos niños o, al menos, a sacarlos de allí, frente al peligro de que les cayera encima la cornisa.
- Míralo, míralo al viejo. Parece que le pasa algo.
- No querrá que lo pelemos tanto, jaja.
- En serio, comadre, parece que nos quiere decir algo.
De pronto, desde el tercer piso del bloque emergieron dos cabezas. De inmediato repararon en los gestos de Don Raymundo.
- Mira, -dijo una cabeza a la otra- Don Reymudo se lleva las manos al pecho.
- ¡Un ataque cardíaco, que alguien lo ayude! –gritaron al unísono dos jóvenes que andaban comprando pan.
En cuestión de minutos, se armó una red de asistencia hacia la persona de Raymundo, que continuaba haciendo monumentales gestos y muecas para ser correctamente interpretado. Incluso, haciendo un gran esfuerzo, murmuró la palabra “cornisa”, que el par de vecinas tradujeron como “que llamen a la Alicia”. Así, con el corazón en la mano y casi sintiéndose ya viuda, Doña Alicia salió de su departamento tan pronto fue alertada de que algo le pasaba Don Reymudo.
Bajó tan raudamente como pudo las escaleras, y cuando al fin llegó hasta donde estaba su marido, se limitó a preguntarle:
- ¿Qué es todo este alboroto, Raymundo?
- Cornisa… la cornisa.
- ¿La cornisa?
- Sí.
En eso vino una feroz ráfaga de viento, seguida de un gran estruendo, como de un grueso objeto precipitado a tierra. Al desviar todos la mirada –a esas alturas se había reunido una decena de vecinos alrededor de Don Reymudo- comprobaron que se traba de la cornisa, que había caído, y que por suerte, los niños que jugaban a la pelota no habían aguantado la curiosidad de enterarse qué diablos quería decir Raymundo, permaneciendo a su lado.
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