Hubo una vez una trufa que casi desencadena una guerra mundial. No me refiero a una “fruslería”... sino a una trufa. Esas cosas negras que meten en los hígados de los gansos, conocidas como Tuber Melasporum. Para encontrarlas, los cerdos cavan en la tierra, aunque casi nunca llegan a comerlas. Si uno tiene la suerte de toparse con un cerdo hurgando debajo de un roble en la provincia francesa de Perigord, es probable que vaya escoltado de cerca por un granjero vigilante, con sus bolsillos llenos de maíz. El cerdo consigue el maíz, y lo que el granjero consigue por la trufa es una bonita moneda (un joli sou).
Orson Welles / Trazas Negras
El llamado Shakespeare de los chef, Brillat-Savarin, se refería a la trufa como “el diamante negro de la cocina”... y las pequeñas raíces cuestan lo que corresponde.
Durante los meses de otoño, los lechones más entusiastas del norte de Italia desentierran una suculenta trufa “blanca”... en realidad una hermosa pieza color gris nublado. Estas trufas son envueltas en delgados pliegos de papel de seda, para luego ser colocadas en los blandos risottos de Milán. Pero afortunadamente tales soberbias rarezas son estacionales, y viajan poco... por esa razón mi relato tiene sentido.
Ocurrió en París y el héroe trágico fue un Ministro del gabinete francés.
El villano fue una trufa. Esta trufa no era ni blanca ni negra.
–Pretende ser gris –dijo Henri, el chef del Ministro–. Pero es un hecho que muestra el verde más abominable.
La trufa era, más encima, enorme. Del tamaño de un melón y venía de Chile, donde el padre de la esposa del Ministro había estado alguna vez en poste. Los recuerdos de niñez de esta dama respecto de las trufas chilenas eran tan glamorosos, que ella había movido sus palancas; de modo que el notable ejemplar, ahora bajo los ojos sospechosos del chef, había volado desde Santiago a París en la valija diplomática.
Su Excelencia el Ministro la había confundido al principio con un exótico espécimen alienígena, en tanto que el Primer Subsecretario, dotado de un nítido olfato para el melodrama, tomó la precaución de sumergir la trufa en una palangana de agua, bajo la sospecha de que se trataba de una bomba.
Madame, la esposa del Ministro, no perdió tiempo en poner a cada cual en su lugar. Como todos ellos sabían bien, una cena oficial de la mayor importancia sería ofrecida esa misma noche.
–Estamos en el mes de julio –señaló–. Las trufas blancas de Italia no hay modo de conseguirlas, y la gente come trufas negras todos los días.
Esto último, por supuesto, no era estrictamente cierto; pero su esposo se contentó con advertir que quizá sus honorables invitados, dignatarios de la Rusia Soviética en visita breve a París, no estarían hartos hasta el punto del aburrimiento con las trufas francesas.
–La trufa de Chile –dijo Madame en tono definitivo–, es una grata novedad. Informen al chef que la emplee con el lenguado–. Y con esto ella deja nuestro relato, ya que la cena era un evento sólo para hombres.
–No sería prudente –dijo el Ministro, con típica debilidad–, hacer caso omiso de los deseos de mi esposa. Y por otro lado, los rusos no van a notar la diferencia.
Pero el chef, un hombre de temperamento vivo, no se había aplacado.
–¡Piensen en la responsabilidad! –gritó, sosteniendo la blanduzca trufa con el brazo estirado–. ¡Dieciséis dignatarios de alto rango de la Unión Soviética! ¿Supongan que mueren?
–Vamos, vamos, Henri. No haga un drama de esto.
–¿Drama? –se empeñó Henri, agitando los brazos, colocando antes con cautela la trufa en el suelo–. ¿Drama? ¡Déjeme asegurarle a Su Excelencia que incluir a esa excrescencia vegetal en una salsa para el pescado, y alimentar con ello a un grupo de hombres educados en los métodos más directos de acción política, no es hacer drama, sino incitar a la tragedia!
–Él está pensando –dijo el Primer Subsecretario en tono bajo y discreto–, en las represalias.
–Ahora bien, Henri, no olvide que el Ministro lo respalda.
–Su Excelencia olvida a quien debo mi principal lealtad.
–Naturalmente. A su orgullo profesional...
–Absolutamente, no. Me refiero a mi posición como miembro del Partido Comunista. Había escapado de la mente del Ministro del gabinete que su chef era comunista.
–Eso lo hace embarazoso, ¿no es así?
–Ya soy sospechoso de desviacionismo –dijo Henri–. Imagine mi destino si pasa algo, aunque sea un desorden gástrico menor...
–Henri, mi esposa garantiza esas trufas.
–Ella es una mujer decidida, Su Excelencia.
–Ahora, si alguno de ustedes –dijo el Ministro–, se atreviera a actuar como conejillo de indias...
Siguió un silencio molesto, perturbado sólo por los resoplidos asmáticos de Fifí, una vieja perra pekinesa.
–Todo se reduce a esto –resumió el Ministro, observando sombríamente por la ventana–, tenemos que elegir entre envenenar a la delegación soviética completa o desafiar los deseos explícitos de mi esposa. Ambos casos son impensables. ¡Fifí! ¡Vuelve acá con eso!
La pekinesa había agarrado la trufa y la estaba sacudiendo indolentemente por el piso de parquet. El Primer Subsecretario saltó hacia delante mientras Fifí hundía sus dientes en la verde carne vegetal; pero de pronto el Primer Subsecretario se detuvo. La perra estaba masticando, con evidente satisfacción, una generosa porción de la delicia chilena. Y una mirada terrible había aparecido en los ojos del Ministro.
–Que siga –dijo, hablando en los tonos que normalmente reservaba para los funerales de gran pompa–, esta bestia avejentada y enferma debería haber sido descartada hace tiempo. Denle otro trozo de trufa. Si sobrevive hasta la cena, estamos libres para proceder con el menú tal como ha sido planeado por mi esposa. Pero si Fifí muere... será por una buena causa: la seguridad de la República Francesa.
A la hora de la cena todos respiraban con más tranquilidad. Fifí era quizá la única excepción. No es que la trufa no hubiera congeniado con ella, al contrario; sino que en las horas de la tarde el asma de Fifí era siempre un poco problemática. El Ministro la dejó salir a rasguñar por el jardín y retornó con un corazón liviano a recibir a sus invitados.
Una escasa hora más tarde, el camarada Vicecomisario de las Pesquerías Soviéticas ya se hallaba de pie proponiendo un brindis por la paz. Henri había transformado la odiada trufa en uno de sus triunfos más refinados, desmenuzándola con chalotes y hongos en una salsa al vino blanco, espesada con mantequilla y yemas de huevos.
Como un solo hombre, los rusos habían limpiado sus platos con pan y pedido más, y ahora, por sobre la segunda copa de un excelente champagne, el Ministro se congratulaba a sí mismo por su éxito diplomático, cuando el Primer Subsecretario deslizó una nota escrita bajo su mano. El mensaje decía simplemente:
“FIFI HA MUERTO”.
El Ministro murmuró una excusa y se apresuró hacia la cocina.
–¡Llamen una ambulancia! –gritó–. ¡Si los rusos mueren aquí en el Ministerio, caerá el gobierno!
Su mano se congeló en el teléfono. Una ambulancia sería escasamente adecuada: había dieciséis miembros en la delegación. La visión de dieciséis ambulancias, cada una llevando un diplomático soviético, ululando y repicando por el Quai d’Orsay fue rápidamente reemplazada por el cuadro mental de dieciséis distinguidos cadáveres en dieciséis ataúdes surgiendo interminablemente de los Champs Elysées, en lo que sería seguramente el más concurrido funeral en la historia. Cada comunista de Europa marcharía en la procesión; habría una huelga general, y entonces...
Podía escucharse en el comedor a otro camarada Comisario proponiendo un nuevo brindis. “Os concedo,” decía, “la Revolución Francesa.”
“Eso,” pensó el Ministro, “es precisamente lo que vamos a conseguir. Con dieciséis honorables invitados muertos a sangre fría en una cena oficial, la revolución es apenas el comienzo... ¡Esto es la guerra!”
El postre se hallaba a punto de ser servido cuando un médico de confianza, bajo estricto juramento de guardar el secreto, fue introducido a escondidas en el Ministerio para trabajar con Henri en la cocina. Al parecer existen apenas dos antídotos efectivos para el envenenamiento con trufa, y se concluyó que ninguno de los dos era lo suficientemente insípido como para meterlo dentro del postre, una “Bomba Sorpresa”. Obviamente los antídotos debían ser administrados subrepticiamente y si la paz mundial había de ser preservada, sólo podía ser con el café.
–Café turco –recomendó el Primer Subsecretario–. Mejor café diablo... rociado con algún licor fuerte. Henri debe disponer eso.
El chef, consciente de su propia responsabilidad como buen comunista, se puso a la tarea vigorosamente.
–Póngale un poco de tabasco –sugirió el Ministro–, o una pizca de curry en polvo.
–Su Excelencia –dijo Henri, colocando una cucharada de licor en su preparado–, en el período de la Ocupación estuve implicado en un paté hecho con unos gatitos. Uno tiene sus propios recursos, pero por ahora están agotados: el olor a remedio persiste en el café. Consigan mejor una cánula para lavados estomacales y un sacerdote... ¡Conozco mis limitaciones! –y aquí el buen hombre estalló en lágrimas de desesperación.
En ese negro instante, hizo su aparición el Tercer Subsecretario. No sabía nada del contratiempo diplomático en curso, ya que su rango no era suficiente como para ser invitado al banquete.
–He hablado con Madame por teléfono –dijo–. Estaba muy afectada por las noticias acerca de Fifí...
El Ministro lo interrumpió con un gesto impaciente.
–Estamos todos afectados –dijo–. Más aún, hemos resentido intensamente la pérdida.
–Madame me ha pedido que le solicite a usted despedir al ayudante del jardinero.
–Este no es el momento para trivialidades domésticas, por Dios, hombre, estamos a punto de...
–Pero fue el jardinero quien dejó la verja abierta, y usted sabe que Fifí siempre partía corriendo tras los automóviles...
El Ministro agarró al Tercer Subsecretario por la solapa de su chaqueta, una solapa que pronto sería decorada por la cinta de la Legión de Honor.
–¿Qué quiere decir...? –preguntó el Ministro.
–Pues sí, la pobre vieja criatura lo intentó demasiadas veces. Un gran camión de reparto. Muerte instantánea. Fue muy triste.
FIN