CUENTO| Helado de vainilla

Uno cree que lo ha visto todo, pero se equivoca porque la vida siempre ofrece algo más de que asombrarse, comentó Heredia antes de probar su primer vino de la tarde en el bar “Unión Chica”, donde los parroquianos pobres y con frío se apretujaban junto a la barra de madera atendida por un mozo de rostro cadavérico del que se decía hacía una muesca bajo el mesón cada vez que uno de sus clientes se moría. Nos encontrábamos en nuestro tradicional encuentro de los lunes y los amigos del detective esperábamos con impaciencia el relato de su pesquisa relacionada con el crimen del almacén. Los pocos diarios que seguían publicándose en papel informaban profusamente sobre los hechos, pero ninguno aclaraba porque lo llamaban el caso del helado de vainilla. Heredia se tomó su tiempo y enseguida empezó a hablar en voz baja como si dudara de revelar lo que deseábamos oír los congregados a la llamada mesa de los poetas que en otra época había reunido a Rolando Cárdenas, Jorge Teillier y otros vates.

Ramón Díaz Eterovic / Trazas Negras

Al comienzo -dijo-, y como todos los que conocimos el caso cuando sólo era un titular más en la radio, me pareció un asunto de drogadictos que aprovechaban la soledad de las calles y la falta de vigilancia para cometer sus tropelías. Un tema para el olvido, habría dicho de no haber un muerto involucrado. Pero después, cuando me pidieron que investigara lo sucedido y conversé con el muchacho en su celda, pensé que los hechos respondían a la implacable lógica de la miseria y no quedaba otra cosa que mover la cabeza y decir que la vida es confusa, imprevisible, injusta la mayoría de las veces. Y si quisiera hacer cuentas torcidas, como las que hacen los ministros y los políticos en la televisión, diría que las víctimas en el caso que comento fueron tres. El Beto, su abuela y el almacenero. Al final ustedes decidirán cuál es la cuenta que más les convence, sentenció Heredia como para comprometernos con el desarrollo y final de la historia. Lo que tengo claro es que anticipé lo sucedido en una entrevista que me hicieron a propósito del asalto a una de esas armerías de la avenida Bulnes a la que van a comprar los pacos y otros patos malos acostumbrado a disparar a gente indefensa. En una de mis respuestas le dije al periodista que en el marco de la pandemia que nos tenía confinados y con el alma en un hilo, el próximo estallido social sería por hambre y necesidades médicas. El periodista me miró con cara de este tipo exagera, pero ahora da lo mismo lo que pensara ese cagatintas: la gente se muere enferma y con hambre. Volviendo a lo que nos preocupa y como les estaba diciendo, mi visión sobre los hechos cambió después de visitar al Beto en la cárcel. ¡Pobre muchacho! Me apena que se haya jodido tan joven y por un arrebato que perfectamente pudo controlar. Cuando salga del penal, si no se cruza en el camino de una estocada, será otro, maleado y curtido como una cartuchera de cuero. Y todo porque el dueño del almacén le dijo que no. Sí, no me miren mal, sé que no es el tema que han venido a oír, agregó Heredia como disculpándose. En la cárcel me dediqué a escucharlo y desde el comienzo me quedó claro que el muchacho quería a la vieja. Al parecer, y no lo digo para justificarlo, fue la única que siempre le demostró cariño y se preocupó por él desde que era un pendejo moquillento que se meaba en los pantalones de puro frio.

Heredia guardó silencio por un instante y respiró hondo como si el aire fuera escaso al interior del bar. Sacó un cigarrillo de su chaqueta y sin importarle los letreros que colgaban de las paredes y recordaban la prohibición de fumar, lo prendió utilizando una cajita de fósforos que tenía pintado el logo de una empresa de comunicaciones. La abuela cayó enferma al mes del inicio de la pandemia, continuó. Un sábado por la tarde la llevaron a un hospital y al día siguiente estaba de regreso en su casa. Faltan camas y ventiladores mecánicos, tuvimos que elegir entre la abuela y un paciente joven, les dijo un médico apesadumbrado por el peso de la realidad. Pese a que era una respuesta esperable igual al Beto le dio rabia cuando la comentaron en familia, no tanto por el médico como por el hecho de que no tenían dinero para llevarla a otra parte; y porque la casa donde vivían era pequeña como todas las del barrio. Sus padres ocupan el dormitorio principal. Sara, la hermana mayor, junto con su marido y su hija usaban el segundo dormitorio. Beto con su hermano Andrés ocupaban un cuarto estrecho donde sólo cabía un colchón de una plaza. Instalaron a la abuela en la sala de estar, de espalda a la mesa del comedor y frente al pequeño televisor en el que habían visto innumerables teleseries y la final de la Copa Centenario.

El primer día la madre de Beto se fue a llorar al patio de la casa. No tanto por la vieja que se les moría como por la estrechez y la pobreza en la que vivían. Antes de la aparición del virus mortal la abuela residía en un hogar de ancianos que administraba una institución de la iglesia católica, pero a poco saberse de la pandemia llamaron al padre del Beto y le dijeron que debía retirar a su madre del lugar, porque a una de las residentes la habían encontrado contagiada y al final, como suele suceder con muchas cosas, pagan justo por pecadores, o, mejor dicho, sanos por contagiados. La noticia cayó como una asteroide en medio del comedor familiar, y a Beto le recordó el hongo de la bomba atómica lanzada sobre Hiroshima que había visto en una película de la tele. Nada fue igual desde ese momento; cada miembro se refugió en su pieza y el living- comedor se transformó en una especie de pantano tenebroso que tenían que cruzar rápido para no arriesgarse a caer en las fauces de los caimanes. La abuela siempre estaba como ida, lejana. Nadie sabía si extrañaba el asilo o pensaba en otra cosa, como su infancia en Iquique o el viaje a Santiago en un tren con asientos de madera y locomotora a carbón. La mayor parte del tiempo estaba callada y ratos parecía acordarse de familiares o amigas remotas. Fue al tercer o cuarto día cuando Beto se detuvo junto a su cama y la escuchó pedir helado de vainilla. Primero en voz baja y luego con un grito desmesurado si se tenía en cuenta la evidente fragilidad de la abuela. Beto se lo comentó a su madre y ella se limitó a contestar que no había dinero para satisfacer caprichos. Las empresas comenzaban a cerrarse paulatinamente. El marido de Sara llevaba tres días cesante y el padre de Beto estaba informado que su trabajo se terminaba en dos semanas. La vida comenzaba a caerse a pedazos y todos se preguntaban por el día en que el virus fuera el mal sueño que desaparece con las primeras luces de la mañana. Sin embargo, la pesadilla seguía ahí, bien acomodada en el sillón del cuarto de estar, sonriendo a la abuela hasta que la noche caía sobre el barrio y a ratos se escuchan los pasos de los milicos que de vez en cuando controlaban el cumplimiento de la cuarentena.

El detective hizo una pausa y consultó su reloj como si tuviera que ir a otra parte o llegar temprano a departamento donde sólo lo esperaba un gato mañoso y las huellas de la humedad que trepaba por los muros. La falta de trabajo colocó de mal genio a los residentes en la casa, añadió. Ponerse de acuerdo en una película o programa de televisión se convirtió en un motivo de reyerta. Acordar el menú del día siguiente pasó a ser una lucha enconada hasta que empezaron a faltar los víveres y se cocinó lo que quedaba en la alacena. Andrés empeñó una tijera de cortar pasto que tiempo atrás le habían regalado mientras arreglaba un jardín en una casa del Barrio Alto. Al día siguiente llegó con una caja de cartón en la que traía dos paquetes de tallarines, un kilo de arroz y una caja de té en bolsitas. La abuela lo vio sacar las cosas de la caja y recobrando por unos segundos la lucidez, gritó: ¡Helado de vainilla! A todos les dio risa y luego pena, pero nadie dijo nada. Andrés invitó a Beto al patio a fumar los dos cigarrillos que había comprado en el almacén del barrio. En el patio escucharon la radio que tenían encendida los vecinos. Fue la primera vez que oyeron mencionar las cifras de contagiados y de muertos que iban en aumento. Dos días después Beto acompañó a su hermano a trabajar de cargadores en un camión que surtía de frutas a los puestos de La Vega. Volvieron a la casa con una caja de frutas, cinco kilos de porotos y tres cajetillas de cigarrillos. Al día siguiente murió el primer vecino del barrio. No tuvo velorio ni sepelio. A Beto le contaron que lo metieron en una gruesa bolsa de plástico y lo llevaron a un crematorio. La viuda ni siquiera pudo verle la cara ni ponerle calzoncillos limpios; tuvo que resignarse a ver pasar la bolsa desde una ventana. El cura de la parroquia la consoló durante un par de horas y le aseguró que la falta de ataúd y de rezos no afectaría el ingreso del finado al paraíso. Dios sabía de pestes, le dijo, y luego recordó la historia de Moisés y las siete plagas de Egipto. La misa del domingo se la dedicaron al finado, pero no asistieron más fieles que los familiares. El cura había advertido a sus feligreses que no deseaba que se produjeran los choclones que armaban los canutos en ceremonias a las que asistían cien o más personas. Al cabo de una semana la abuela pasó a ser parte del decorado de la casa. Le cambiaban los pañales dos veces al día, le daban de comer y se quedaba viendo cualquier cosa que exhibieran en la televisión. Beto se sentaba junto a ella por las noches; le recordaba historias de su infancia y la oía pedir helado. Las reiteradas peticiones de la abuela comenzaron a ser comentadas en los almuerzos. Algunos se rieron, otros volvieron a decir que no había dinero para caprichos, sólo Beto se atrevió a decir que parecían cada vez más desesperadas. Su padre se rio en su cara y su hermana le dijo que no fuera huevón y dejara dormir a la vieja en paz. Total, y si era cierto lo que comentaban en la tele, a la abuela no le quedaba mucha lienza en el carrete.

Las cosas se pusieron más difíciles cuando la cuarentena pareció extenderse sin una fecha de término, comentó Heredia. Beto se quejó de los salvoconductos que había que pedir en la comisaría virtual; permisos que servían para ir al supermercado, la farmacia, el consultorio o visitar a un adulto mayor. Pasó una semana y no pudo encontrar un nuevo trabajo. Los ánimos comenzaron a caldearse al interior de la casa. Sara le dio un coscacho a su hija, y su marido, en desacuerdo con el castigo, le pegó una cachetada a Sara. El papá de Beto decidió intervenir y ensayó su mejor recto en el mentón de su yerno. Andrés salió al patio a mirar la luna y su madre hizo un voto de silencio por los próximos seis días. Los hermanos quisieron irse de la casa, pero no pudieron hacerlo porque nadie arrendaba piezas a tipos que no daban ninguna garantía de pagar el arriendo. La casa se hizo más chica, el aire más espeso, los murmullos más molestos. Hasta la abuela pareció resentir los cambios de ánimo. Se hundió en su silencio, comenzó a perder peso y en poco más de una semana quedó convertida en un bultito que a duras penas conseguía respirar, pero que al menos una vez al día juntaba fuerzas para pedir helado de vainilla.

Una noche, mientras fumaban y veían los fuegos artificiales que lanzaban los narcos para anunciar la llegada de mercadería a la población, Andrés le habló al Beto del pequeño supermercado que estaba frente a la plaza, entre una carnicería y el salón de belleza de la señora Rita. Está haciendo lana, mucha lana, dijo Andrés. A su dueño le dan las tres de la mañana contando billetes y podríamos ayudarle con ese trabajo si nos aparecemos en el almacén quince minutos antes del toque de queda. Nos conseguimos unos fierros, pegamos unos gritos, llenamos la bolsa y arrancamos. ¿Qué te parece?, preguntó Andrés y no se habló más del asunto.

Cuando llegó el día y la hora, Beto se despidió de la abuela con un beso en la frente y salió de la casa detrás de su hermano. El almacén estaba a punto de cerrar y en la caja registradora se amontonaban los billetes -dijo Heredia antes de vaciar su copa de vino-. Quedaba un cliente que se retiró en el mismo momento que entraron los hermanos. En la caja estaba el dueño y a su lado el haitiano que ordenaba paquetes de cigarrillos en una repisa. Andrés y el Beto se acercaron a la caja y sacaron las pistolas que les había prestado un vecino narco.

¡Pásame toda la plata, viejo de mierda! – gritó Andrés al dueño del almacén. ¿Tienes helado de vainilla, concha de tu madre? -le preguntó el Beto, y la negativa del comerciante fue acallada por el estampido de un disparo que avanzó por la noche con el sigilo de un perro de presa.

De una u otra forma, de la pandemia y sus miserias nadie se escapa, concluyó Heredia, y luego contestó la llamada de una mujer que deseaba contratar sus servicios para ubicar a una amiga que llevaba dos semanas sin aparecer en el departamento que ambas compartían.

Este artículo ha sido publicado en el tercer número de la revista que puede ser adquirida a través de su sitio web trazasnegras.cl

Imagen de referencia extraída de fmdos.cl

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