Ante las leyes humanas todos somos iguales, pero, debido a las leyes de la naturaleza, todos somos diferentes. Leonardo fue un individuo excepcional porque, una vez concluida su adolescencia, continuó indagando en los misterios de la existencia. Hasta su muerte.
Helios Murialdo / Trazas Negras
Desde su niñez, Leonardo, o Leo para sus amigos, contemplaba las estrellas en el domo del firmamento, maravillado e inquieto. ¿Qué hacían esos puntos luminosos en el cielo? ¿Por qué algunos son más brillantes que otros?
Luego descubrió una incongruencia inexplicable. ¿Por qué las estrellas se representan como un pentagrama? Alguien le aclaró que era una convención, que las estrellas no tienen puntas, que en otros tiempos se representaron con 4, 6, 7 y 8 puntas. Después, se enteró que el sol es una estrella, a pesar que se veía perfectamente circular. Desde entonces representó las estrellas como lunares. Porque son circulares, no porque tengan alguna relación con la luna.
En 1953, el escritor británico Arthur C. Clarke publicó su cuento Los nueve mil millones nombres de Dios. Leo leyó una traducción del cuento un par de años más tarde. En él se narra que en un monasterio ―lamasterio― tibetano, los monjes están tratando de enumerar todos los nombres de Dios. Ellos creen que el Universo fue creado para ese propósito, y que una vez que se haya completado esta enumeración, Dios traerá el Universo a su fin. Hace tres siglos, los monjes crearon un alfabeto apropiado para su tarea. Calcularon que con él podrían codificar todos los posibles nombres de Dios, que suman alrededor de nueve mil millones, compuesto cada uno de ellos, de no más de nueve caracteres. Para escribir los nombres a mano, como lo habían estado haciendo, se necesitarían otros 15.000 años, incluso después de eliminar varias combinaciones sin sentido. Es así, que los anacoretas deciden utilizar tecnología moderna para cumplir este objetivo con mayor rapidez.
Para llevar a cabo el objetivo, los monjes envían una delegación a un país tecnológico, donde logran alquilar un computador, capaz de calcular todas las posibles permutaciones, y una impresora para imprimirlas. Junto a esto, contratan a dos técnicos occidentales para instalar y programar la máquina. Aunque escépticos, los programadores se alzan de hombros, pero consienten en realizar el ejercicio.
Tres meses después, el trabajo está a punto de consumarse. ¿Qué va a pasar cuando se complete el listado y nada ocurra... y el Universo no llegue a su fin? se preguntaron los técnicos. Claramente, temen que los monjes vayan a culpar al computador, y por extensión, a ellos. Con sus vidas en peligro, los programadores retrasan la operación del computador de modo que la impresión del último nombre Dios ocurra justo un par de horas después de que ellos se hayan fugado.
Después de su exitoso escape subrepticio, en sendas mulas, comienzan el descenso por las montañas hacia el aeropuerto en Lhasa, donde los espera un avión para llevarlos de regreso a la civilización occidental. En el preciso momento en que estiman que los monjes deben estar engomando los últimos nombres de la lista en sus libros sagrados, los programadores realizan una pausa. Agotados, por lo escarpado del sendero, se recuestan a descansar sobre el terreno, bajo un cielo nocturno totalmente despejado. De pronto se percatan que, sobre ellos, sin alboroto alguno, las estrellas, una tras otras, comienzan a apagarse.
El 14 de enero de 1959 una avioneta sobrevoló Santiago, por horas, en círculos, lanzando panfletos impresos por un lado con la frase «NO COMPRE PAPAS». El reverso decía en letras pequeñas, “Ministerio de Economía, Gobierno de Chile”. En cambio, debería haber tenido impreso “Presidencia de la República, Gobierno de Chile”.
El presidente de la república, Jorge Alessandri, era ingeniero civil. Tenía una mentalidad estructurada e inflexible. Tal vez por eso había estudiado una disciplina matemática. Para él, dos más dos era cuatro. Para un político, en cambio, el resultado sería maleable, y la suma dependería de las circunstancias sociales, económicas y políticas del momento coyuntural. Para un poeta, el resultado de esa suma dependería del angst kierkegaardiano, o del estado de ánimo, mientras que para un filósofo, el resultado estaría sujeto al significado del número dos en el contexto de la nada y del infinito. El presidente, además de su disciplinada personalidad, creía a ojos ciegos en la ley de la oferta y la demanda. Por lo tanto, ante el disparatado precio del tubérculo, debido a la escasez, la lógica dictaba que había que bajar la demanda, no comprando papas.
Los panfletos eran de media hoja tamaño carta, de papel de periódico en colores pasteles, verde o rosado. Estaban impresos con letras negras. Leo, entonces un adolescente, estiró sus brazos logrando atrapar dos panfletos antes de que cayeran al pavimento de la acera. Curiosamente, uno de ellos no decía «NO COMPRE PAPAS», en cambio, impreso en letras más pequeñas, decía «CUÍDESE, SU ESTRELLA SE PUEDE APAGAR UNA NOCHE Y LAS CONSECUENCIAS PODRÍAN SER DESASTROSAS».
Intrigado, corrió a lo largo de la acera recogiendo volantes. Todos, entre los treinta o más que logró revisar, contenían la frase «NO COMPRE PAPAS». Quedó ensimismado con los dos volantes que no tocaron suelo en su mano, imaginándose la procedencia del excepcional. Estadísticamente, se podría decir que la frecuencia del excepcional era de menos de 3%. Recorrió las cuadras siguientes, y sin recogerlos, contó los que habían caído con el mensaje visible, hasta completar cien. Con esto, afinó la estadística. El panfleto excepcional correspondía a menos del 1% del total examinado. La tentación de continuar afinando la estadística se vio frustrada por la necesidad de encaramarse en un bus para llegar a tiempo al colegio.
Pero mientras transitaba por la ciudad en el bus, Leo formuló un corolario. Si cada persona tiene una estrella propia, debería haber tanta gente como estrellas. Entonces, como el número de estrellas es inconmensurable y la Tierra la pueblan nada más que nueve mil millones de personas, debe haber una infinidad de planetas llenos de personas.
Cincuenta y seis años más tarde, el 3 de Julio de 2015, una transparente noche de invierno, cerca de las veinte horas, Leo enfocó su cámara fotográfica al infinito para inmortalizar la conjunción de los planetas Venus y Júpiter, además de la presencia de un sinnúmero de estrellas, unas más brillantes que otras. Carente de un trípode, apoyó la cámara sobre una mesita en el balcón de la casa, y colocó un par de cajas de fósforos bajo el lente para darle la inclinación adecuada. Escogió una cierta apertura del diafragma y maniobró el obturador a la posición “libre”. En esta posición el diafragma permanece abierto mientras se presione el disparador. Sin una idea clara del tiempo necesario para captar las imágenes de los planetas y las estrellas, mantuvo el disparador apretado durante tres minutos. Esto resultó en que, debido a la rotación de nuestro planeta, los astros, en vez de aparecer como puntos de diversa intensidad, aparecieron como líneas de diferente grosor y brillo.
El cuento de Arthur C. Clarke, que había leído hacía cincuenta años, retornó a su consciencia cuando, observando la fotografía en la pantalla del computador, se percató que el trazo provocado por una estrella, Gamma Leo, en la constelación de Leo tenía una interrupción interior de un tercio de su longitud. Por lo tanto, la estrella estuvo apagada durante un minuto de los tres que duró la exposición fotográfica. Entonces, el panfleto con la advertencia «CUÍDESE, SU ESTRELLA SE PUEDE APAGAR UNA NOCHE Y LAS CONSECUENCIAS PODRÍAN SER DESASTROSAS» emergió de un barranco tortuoso de su universo privado para tomar posesión de sus emociones. ¿Qué pasará? se preguntó, ¿me accidentaré? ¿me enfermaré? mientras un escalofrío recorría su columna vertebral de principio a fin. Pero el trazo de la estrella había reaparecido después de la interrupción. Esto lo indujo a pensar que la desdicha, sin importar su naturaleza, sería algo pasajero. Meticulosamente revisó todos y cada uno de los trazos visibles de las otras estrellas, sin encontrar interrupciones.
En el cajón de una cómoda abandonada en el cuarto de los cachureos, atestado de recortes de publicaciones, acumulados durante más de medio siglo, y después de hurgar exhaustivamente en la penumbra, encontró el quebradizo panfleto. Justo en el momento que lo asía, sintió un pinchazo en un dedo. Debe ser un alfiler o una astilla, pensó, con el preciado volante en sus manos.
El hombre rememoró el instante en que había atrapado el papelucho, descendiendo en vaivén desde cielo. Episodios de su adolescencia reaparecieron, atolondrados en su mente, hasta que, agotado, se acostó, apagó la luz y cerró los ojos.
Los delirios inarticulados y los quejidos de dolor del hombre despertaron temprano a su esposa.
―¿Qué te pasa, Leo? ―preguntó, pero él no respondió.
En ese momento ella notó la mano y el brazo negro de su marido.
―Tiene un loxoscelismo visceral ―dijo el médico a su esposa, horas después, en el hospital.
La mujer mantuvo su mirada en los ojos del médico.
―Es un envenenamiento de la sangre y falla multisistémica ―explicó―. Se demoraron mucho en traerlo y está muy mal. No creo que el suero contra el veneno de la araña del rincón alcance a llegar a tiempo... lo lamento, señora.
Este cuento ha sido publicado en el décimo número de la revista que puede ser adquirida a través de su sitio web trazasnegras.cl
Helios Murialdo Se inició desde la adolescencia en la escritura, fundando revistas, diarios estudiantiles y publicando cuentos y piezas teatrales. Ha incursionado en la narrativa policial y negra con un enfoque minucioso, cercano a especialidad científica, la biología molecular. Ha ejercido la docencia y hecho investigación, sobre todo en Canadá. Es un autor de corte romántico con lo que mechado sus originales incursiones en el noir como Licor negro (2017). No obstante, su pasión parece ser la literatura de ficción y más precisamente el género negro. Es autor de media docena de novelas y cuentos suyos aparecen en compilaciones y antologías.
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