La ficha del Rata consignada por el médico del Servicio de Urgencia del hospital, protocolizaba: “Ingresa con fecha 3 de noviembre de 2003, a las 22:30 horas, el paciente fallecido Gustavo Ismael Soto Galleguillos, traído por la unidad número 046 del centro de ambulancias, con asistencia básica. Se constata ausencia de signos vitales. Se aplican maniobras de reanimación por espacio de 20 minutos. Se evidencian lesiones atribuibles a terceros, consistentes en contusiones y herida cortante en arteria femoral, con trayecto descendente. Causa probable del deceso: anemia aguda”.
Gabriela Aguilera Valdivia / Trazas Negras
La noche había tenido bastante movimiento. Pascual entró al turno de las ocho y se preparó para una jornada como tantas otras, en que no había un minuto de sosiego.
Pascual había crecido en Puerto Montt, en un paraje alejado de la ciudad, en el que el tiempo tenía un ritmo pausado que prolongaba las actividades más allá de los imperativos del reloj. Sin embargo, se había acostumbrado a la urbe vertiginosa y sus días estaban marcados por los turnos. Al principio, pensó que aquello sería un trabajo fácil, en el que, con algunos conocimientos y buena voluntad, podría salvar la vida de muchas personas. Después de algunos años de ejercer como paramédico, Pascual estaba muy bien considerado en el servicio. Familiarizado con todo tipo de emergencias, actuaba con sangre fría y eficacia cuando tenía que cumplir con un procedimiento. Lo que más le gustaba era subirse a la ambulancia y correr por las calles, sin restricciones de tránsito.
Aquella noche, apenas tuvo tiempo para ponerse el delantal, cuando le avisaron que debía recoger a dos heridos en un choque. En cuanto regresó, lo llamaron para que ayudara a una mujer que estaba dando a luz en la calle, al lado del supermercado. A las diez de la noche, Pascual estaba cansado, con la ropa manchada y aunque no tenía sueño, bramaba por un café.
En ese momento le comunicaron que tenía que ir a buscar a dos tipos que habían peleado a cuchillo, justo en la calle que colindaba con la escuela.
El chofer vacilaba.
―No me gusta ese sector. Acuérdate que la última vez que anduvimos por ahí, nos asaltaron y casi se roban la ambulancia… ―le dijo a Pascual.
―Tenemos que ir. Ahora no hay otra unidad, pero no te preocupís… me bajo yo no más.
Cuando llegaron al sitio, algunas personas se congregaban alrededor de un hombre caído en el suelo. Un reguero de sangre, de un rojo casi negro, salía de su pierna y formaba un charco a un costado de la acera. Poco más allá, otro hombre estaba sentado afirmando la espalda en un árbol escuálido. Con la mano derecha se apretaba la izquierda, en la que tenía un torniquete improvisado que le había hecho algún vecino.
Pascual se bajó de la ambulancia y se acercó al grupo. La gente se hizo a un lado y en ese momento aparecieron los carabineros que empezaron a despejar el área.
―¡Lucho, corte en la femoral! Ya comprimí pero está casi listo. ¡Tenemos que partir altiro! ―gritó Pascual.
El herido, fue puesto en una de las camillas de la ambulancia, mientras su contrincante, que había subido por sí mismo, se acostaba en la otra. Pascual examinó con más cuidado al hombre inconsciente. Era gordo, de alrededor de sesenta años. Vestía un pantalón delgado de color café oscuro y una camisa a cuadros. No se había afeitado en varios días.
El de la mano herida se quejaba. Pascual se sintió exasperado. Lo más seguro es que hiciera todo aquello con el fin de que se agravara su expediente de lesiones, tal vez porque pensaba que podía sumar atenuantes respecto de la condición en que había puesto a su compañero.
Luego de conectar al paciente al oxígeno, Pascual subió la manga de la camisa a cuadros para introducir la mariposa del suero. Entonces se quedó mirando el águila en el antebrazo, un águila que se mantenía quieta, salvaje, omnipresente, saltando de cada uno de los sueños y las pesadillas que tuviera los últimos veinte años, concibiendo a ese hombre, inventando sus rasgos, basado apenas en imágenes borrosas y un vago movimiento del águila entre las hojas.
Se acercó para verla mejor, pero la marcha y la iluminación de la ambulancia le impidieron examinarla con el detenimiento y la acuciosidad que hubiera querido. Sabía que el águila era la misma, que aquel hombre era el mismo, que aparecía frente a él, sin aviso, sin explicaciones, en una noche de primavera, dejándolo con la actualización del recuerdo, el dolor de recuerdo, la impotencia de ese recuerdo.
―¿Sabís cómo se llama este hueón ? ―preguntó al hombre de la mano herida.
―Es el Rata. Tenís que conocerlo. De nombre siquiera ―le contestó.
Había oído hablar del Rata. Todos en la población y quizás más allá, sabían quién era el Rata. Pero Pascual nunca lo había visto, ni menos aún, su águila tatuada.
―Fue maletero el culiao. Me estuvo esperando y se me fue encima justo cuando iba pa la avenida a tomar la micro. Me la tenía jurada hacía tiempo y por eso yo andaba con cuchilla... ya sabís… pa defenderme no más. Bueno, le di fuerte... Es que se está poniendo viejo.
A Pascual no le interesaban esos detalles. Sólo le importaba ver cómo el hombre tendido en la camilla trataba de respirar, cómo se movía su pecho, ascendiendo y descendiendo con el ritmo sincopado de sus pulmones. Aún sangraba.
Pascual miró hacia la ventanilla. Las calles pasaban ante sus ojos entre los resquicios que dejaba la pintura saltada de los vidrios. Le pareció estar otra vez en el bajo, llamando a su hermana, mientras el sol empezaba a ocultarse entre los cerros; su hermana no le contestaba porque no podía. Le pareció haber caminado de nuevo una distancia enorme y agotadora para sus cinco años, sin zapatos, clavándose las espinas de las zarzas, hasta llegar al río, donde encontró el chaleco de la Juana, con una de las mangas metida en el agua. Le pareció estar allí, envuelto en los quejidos que nunca podría olvidar, acercándose a las nalcas con miedo, espiando entre las hojas para encontrarse con su hermana, debatiéndose bajo el cuerpo enorme de aquel hombre. Lo miró sin verlo del todo. Sólo podía distinguir algo de pelo oscuro, un pedazo de carne en el que volaba un águila. Estuvo ahí, asustado, sin atreverse a salir ni gritar, paralizado tras las matas, sin llorar, mientras su hermana era golpeada, mordida y abandonada poco más allá de donde se encontraba él, enclenque, pequeño, acobardado y rabioso. Y después vio a su hermana, una niña como él, arrastrándose hasta el río, lavándose sin dejar de llorar, tratando de encontrar su chaleco pobre y de amarrar de alguna manera sus trenzas deshechas. Entonces Pascual pudo salir de su escondite y acercarse, abrazarla y llorar con ella, sin dejar de pensar en el poder de esa águila que volaba por sobre su cabeza y dentro de ella, para siempre.
Pestañeó como si hubiera despertado. Dejó caer la mariposa y poniendo la mano en la mascarilla, la quitó del rostro del Rata. El hombre se ahogó, asustado y abrió los ojos, tremendos, tratando de tomar aire con una inhalación profunda. Se encontró con el rostro de Pascual, rígido e imperturbable. El Rata lo miró, balbuceando una pregunta que no alcanzó a cuajarse en su boca. Lo miró intentando traspasar los ojos fríos y decididos de Pascual. Lo miró hasta que se hundió en el pozo profundo de esa mirada, hasta que halló el recuerdo lejano de otros ojos, tan parecidos, tan iguales a éstos, que lo habían mirado a él, llenos de pavor. Los ojos de esa niña desnutrida que él había aplastado entre las nalcas.
El Rata quiso gritar, trató de moverse, pero en ese momento la ambulancia dobló y él cayó al suelo. El hombre en la camilla contigua, asustado, miró a Pascual.
―¿Por qué hiciste eso? ¿No lo vai a recoger? ―preguntó.
Pascual se encogió de hombros.
―¿Pa qué? Total, ya está muerto ―dijo.
Cuando llegaron al Servicio de Urgencia, el personal de planta se hizo cargo y el herido fue suturado. Se le pusieron cuatro puntos entre el pulgar y el dedo índice y otros seis en la palma de la mano. Después de hacer el papeleo de rigor, fue sacado por dos carabineros hasta la patrulla que estaba estacionada en el exterior.
A la salida se encontró con Pascual, que estaba fumando y tomando un descanso antes de salir de nuevo en la ambulancia.
―¡Fue él! ¡Les digo que fue él! ―gritó.
Los carabineros lo arrastraron, mientras se debatía y aullaba garabatos y lo metieron a la fuerza en la patrulla, agarrándolo del pelo.
―A los dos nos fue bien esta noche ―murmuró Pascual para sí―. Tú te salvaste de la Pelá y yo hice lo que tenía que hacer. Uno no más cagó pistola…
Vio cómo se alejaba el vehículo policial. Después se apoyó en la pared y respiró, satisfecho.
***
Gabriela Aguilera Valdivia (1960, Santiago) Ha publicado Doce Guijarros (1976); Asuntos Privados (Asterión, 2006); Con Pulseras en los tobillos (Asterión, 2007); En la Garganta (Asterión, 2008); Fragmentos de Espejos (Asterión, 2011); Saint Michel (Asterión, 2012); Astillas de Hueso (Scherezade, 2013); Guerreros de Dios (Asterión, 2016); En una maleta (Ed. Imposibles, 2018) y Los árboles hablan en Salem (Ed. Imposibles, 2020). Sus textos han aparecido en antologías digitales y en papel en Chile y el extranjero. Obtuvo la Beca a la Creación Literaria en 2009, 2016, 2018 y 2021. Es una de las creadoras del proyecto literario ¡Basta! Contra la Violencia de Género, encargada del área de internacionalización de dicho proyecto. Pertenece al colectivo “Señoritas Imposibles” (escritoras de narrativa negra) y de la Red de Escritoras Microficcionistas.
Este cuento ha sido publicado en el décimo número de la revista que puede ser adquirida a través de su sitio web trazasnegras.cl
https://www.youtube.com/watch?v=pZ45eT5X-5M