Quienes vivían en los alrededores lo odiaron cuando se paró en medio de la calle a gritar sus profecías. Tuvo la impertinencia de elegir el peor momento para “alertar” al mundo acerca de lo que supuestamente se venía. Habló de temblores, maremotos, lluvia de bolas de fuego, ángeles armados hasta los dientes que vendrían en nuestro rescate, nubes que no serían nubes, sino naves interplanetarias... ¡Vaya imaginación la de ese pobre hombre!
El principal problema fue que se decidió a entregar su mensaje a las tres de la mañana, en una esquina de las avenidas Los Carrera y Paicaví. Al comienzo habló en tono amable y algunos vecinos se asomaron curiosos por la ventana de sus departamentos, hasta que a los pocos segundos, y tras constatar el nivel de barbaridades de las que hablaba, volvieron a lo suyo.
Habrán pasado unos cinco o seis minutos de su prédica, cuando comenzó a caer un fuerte aguacero. En honor a la verdad, el relámpago que se hizo ver poco antes de la tormentosa lluvia pareció otorgarle por instantes alguna credibilidad a sus terribles presagios. Pero lo cierto es que aparte de quedar mojado hasta los huesos, y del espectáculo que ofreció huyendo aterrorizado por la Avenida Los Carrera, nada más aconteció esa noche del 20 de diciembre. El mundo evidentemente no se acabó entonces, ni tampoco se acabará mañana. Quizás el planeta sufra la desgracia de que esta penosa función de la especie humana no se termine nunca, y por el momento le resulte imposible hacer algo al respecto.
De cualquier forma, esto es lo que sucedió con el hombre de las profecías apocalípticas: tras correr un par de cuadras y quedar empapado, lo apremió una terrible aunque implacable certeza: el mundo no se acabaría. Al menos no esa noche. Se sintió ridículo, claro, sobre todo al ver asomarse las primeras estrellas en un cielo nocturno que se despejaba. Después de la pequeña tormenta, la tierra sonreía.
Recordó largas tardes con sus respectivas noches sacrificadas dentro de templos tenebrosos cuyo olor desde niño fue obligado a soportar. Recordó reuniones aburridas y las veces en que quiso reemplazar los constantes rezos y oraciones –siempre arrodilladas y culposas- por una conversación con dios a calzón quitado. Se sintió como la mierda, a fin de cuentas, y decidió mandar al diablo las profecías. Como protagonista de una fábula feliz, se fue dando saltos de alegría de vuelta a su casa. A partir de entonces sería otro. Resultó tal el éxtasis de su liberación, que fue incapaz de reparar en el que acaso haya sido el único milagro de esa noche: intimidar al par de malhechores que quisieron asaltarlo, quienes, luego de creerlo un loco rematado, decidieron dejarlo ir.
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