Hasta hace algún tiempo atrás viví en un lugar donde para llegar debías subir una escalera de piedra de exactamente sesenta escalones. Había otra opción, claro, pero implicaba subir una cuesta empinada que exigía buen estado físico y tiempo de sobra. Sin embargo, en días de calor daba exactamente lo mismo utilizar cualquiera de los dos caminos. El sudor te empapaba la ropa de la misma manera.
La escalera estaba rodeada de vegetación, y la altura del cerro hacía que el viento llegara allí de una forma especial, con una presencia que realzaba su majestuosidad. Las ráfagas a veces proveían de frescor y energía a quienes apuraban el tranco en la escalera.
Un día habré bajado doce o trece escalones cuando noté que del otro extremo venía subiendo una pareja de mormones, biblia en mano. Era imposible que al pasar junto a ellos no te detuvieran e intentaran justificar su presencia allí… evangelizándote. Reconozco que me dejé llevar por la estupidez. En lugar de simplemente devolverme, me lancé hacia un lado y caminé por el pastizal que rodeaba la escalera, como yendo hacia el interior del cerro. No se trataba de desagrado ni nada de eso. Simplemente no estaba dispuesto a responder sus “buenas tardes, ¿conoce la palabra de…?” ni siquiera con un saludo. Me dejé conducir por un sendero que terminaba abruptamente, y de seguro desde abajo a ellos le debió haber parecido muy gracioso verme desaparecer devorado por los arbustos. Caí en la cuenta de mi deslucida actuación mientras me limpiaba las semillas, palitos y matas de pasto que se adosaron a mi ropa.
Otra anécdota que recuerdo de dicha escalera fue la de la señora que sacaba a pasear todos los días sus dos perros. En realidad, los llevaba allí para que hicieran sus necesidades. Ignoro de qué raza serían los canes, pero es seguro que entre los dos hacían más peso que el de esa pobre señora. Una tarde iba a comenzar a subir la escalera cuando me percaté de la presencia de la pasea-perros. Se encontraba en una situación muy complicada: mientras el primer can tiraba con todas sus fuerzas hacia la parte alta –desde donde se escuchaban ladridos-, el otro perro lo hacía hacia abajo. En medio de los dos, la señora. Era tanta la energía que los animales usaban para imponer su voluntad, que por un momento temí que la desmembraran y que cada animal siguiera su propio camino tirando de una parte de ella. Incluso tuve ganas de escribir un relato sobre aquel asunto, luego lo olvidé…
Sin embargo, creo que la mejor historia que atesoro de esa escalera fue la de una mañana de primavera en la que regresaba a casa tras cubrir una protesta en el centro. No recuerdo bien por qué motivo, pero en un minuto decidí hacer una pausa en mi ascenso, y me encontré exactamente en el peldaño número treinta, es decir, justo en la mitad. Debía hacer el mismo recorrido tanto si deseaba llegar a la cima como si decidía regresar al punto de partida. Miré en dirección al centro de la ciudad, donde asomaban los últimos pisos de las torres más altas. En ese momento, una fuerte ráfaga de viento sacudió furiosamente las copas de los árboles aledaños, y algunos peldaños más arriba se formó un pequeño remolino a base de polvo y hojas secas. En el primer escalón de abajo de la escalera, dos gatos inmensos que jamás había visto maullaban enloquecidos. Pensé: esto debe significar algo, y me dispuse a continuar subiendo, con el extraño deseo de atravesar el remolino. Al escalón siguiente, sentí que pisé sobre algo blando. Un inmenso montículo de excremento se había interpuesto en mi camino. En silencio culpé a la señora de los perros. Cuando miré a mi alrededor, el remolino había desaparecido, al igual que los gatos de abajo. Lo único que me quedó fue un desagradable pastel bajo mi zapato, y claro, el resto de aquel maravilloso día primaveral.
Supongo que en algún momento hallaré el significado de tan singular episodio. Por lo pronto, les recomiendo que si un día andan en las proximidades del Cerro El Golf de Concepción, traten de dar con esa escalera, súbanla y prueben a tener su propia revelación.
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