Es indignante cuando me preguntan a qué me dedico y, al responder que soy profesora, me miran con beatitud genuina y me sueltan un “Qué bonito”. Ellos se conforman con la cáscara y con lo que quieren ver, porque nada tiene de lindo andar recolectando chauchas para terminar el mes ni fiarle al chofer del Transantiago la carga de la bip en los períodos críticos. Y para qué hablar de las clases particulares después de la jornada, las correcciones y planificaciones o del marido hambriento que es incapaz de realizar tareas domésticas, luego de sus extenuantes y frustrantes envíos de currículum.
Julia Guzmán Watine / Trazas Negras
En este gris y constante contexto; en este disfónico grito de soledad, dan deseos de tomar cianuro y ofrecérselo a Horacio o a los estúpidos que cuestionan nuestras prácticas pedagógicas y se emocionan hablando de la vocación de los profesores.
Vocación de sufrimiento diría yo, como la misma que he advertido al perdonar una y otra vez a mi pareja por su brutalidad y desfachatez tan abultadas como su abdomen. Horacio, sus deudas y sus largos períodos sin trabajo me obligan a descuerarme con jornadas eternas, para después buscar a Pablito en la casa de mi mamá y llegar ambos, muertos de hambre y cansancio, a nuestro hogar que más parece campo de batalla con camas deshechas, platos, cubiertos y vasos que Horacio ensucia con mi esfuerzo y no ha querido lavar.
En mi negro y aciago contexto de rutinas extenuantes que rumio cuando intento evadir una alta probabilidad de tormento, se viene de pronto un escalofrío junto a la pregunta que se asoma cruelmente en este mar de sinsabores. No logro recordar si traje al amigo de Pablito a mi casa. La duda consume la poca cordura que me queda. Esa incertidumbre se convierte en un reflujo que más parece infarto y comienzo a repasar y repasar en mi mente, buscando alguna imagen de Clemente en el camino de vuelta a mi casa.
También surge el aviso tardío de que cuando algo positivo ocurre, vienen consecuencias nefastas, como la inesperada y oportuna suspensión de dos clases particulares de hermanos enfermos, lo que me permitió cambiar el rumbo de los jueves y dirigirme a la plaza con Pablito. Si mis alumnos no me concedieran una tarde libre, mi niño no se hubiera equivocado tanto; si los hermanos no estuvieran agripados, Rosa no me hubiera confiado a su hijo para que aprovechara más la plaza; no me hubiera enterado de que su hermoso retoño se negaba a acompañarla a su visita anual al ginecólogo ni que el padre del pequeño no quería cuidarlo ni darle la comida. Tampoco me acordaría de que su esposo pertenece a la especie de inútiles que solo sirve de alarma para avisar de alguna necesidad del crío o la cría. Por eso me ofrecí a llevarle a Clemente cuando fuera un buen momento para su hombre.
Mientras seco a Pablito y escucho que Horacio baja la escalera, recuerdo que me encontraba en la plaza con dos diablillos que se potenciaban, en un invernal atardecer de penumbras y paisajes confusos a causa de mi miopía. Tenía que entornar la vista para divisar a esas figuras furtivas, conscientes de mi inquietud, que corrían velozmente y yo preguntándome por qué me encontraba en la plaza a esa hora, muerta de frío, haciendo tiempo para que el marido de mi vecina acabara la cerveza o su tiempo de ocio y yo pudiera llevarle a su hijo Clemente, que debería esperar la llegada de su madre para que ella le preparara la cena.
Comenzó a emerger un olor desagradable y Pablito se acercó llorando. Estaba tan entretenido escondiéndose que, a pesar de sus cinco años y el consabido control de esfínter, pasó lo peor. Mi niño empezó a llorar y su amiguito cantaba “Pablo se cagó, Pablo se cagó y es mayor que yo”.
En fracciones de segundo, como ejercicio de anticipación ya aprendido, pensé en Horacio que odia la caca y en mi pánico a su descontrol. Anticipé la ropa que tendría que desmugrar y los gemidos de Pablito llorando muerto de susto. Entonces, traté de encontrar algún consuelo con la mirada de un extraño que, al parecer, observaba esta situación, pero creo que no reparó en mi presencia.
Recuerdo que, cuando tomé el camino de vuelta, estudié la manera de evitar que Horacio se diera cuenta de ese accidente y de cómo esconder ese olor tan ácido de diarrea descompuesta. Me acuerdo que tenía apretados los dientes y que avanzábamos a la velocidad que permitía la incomodidad de Pablito.
Imagino a Horacio buscándonos en la planta baja de nuestro hogar y repaso en mi mente que entré, escuché la televisión encendida de nuestro dormitorio y que él hablaba por teléfono, con su voz rasposa, desagradable. Le dije a Pablito que esperara abajo, en el baño de la entrada y que buscaría una muda. Recuerdo que entramos al baño, le saqué la parka, el chaleco, la polera, todo lo de arriba y él comenzó a temblar de frío. Continué con los zapatos, los calcetines y los lancé lejos de la ducha. Luego seguí con el pantalón y constaté que los calzoncillos no eran impermeables. Me acuerdo de que tiré la mierda al excusado, desmugré la ropa sucia y olvidé a Pablito muerto de frío. Mi urgencia era erradicar toda prueba del delito de mi hijo (creo que quise pegarle un charchazo maldiciendo mi suerte y mi vida). Después de la ducha sentí alivio por la tarea terminada, porque pensé que solo faltaba llevar la ropa sucia a la lavadora.
Intento recordar, de volver a mis registros, porque luego de sentir esa calma discreta de misión cumplida, me acordé de Clemente. ¡Clemente! Pablito de seguro que me sacará de duda, pero no me atrevo a preguntarle y a agregarle más inquietud que la provocada por el infame. Rebobinando, en la plaza, escuchando las burlas de un niño de cuatro años, repaso en mi mente que ya casi no quedaba nadie, al menos nadie conocido. Solo un extraño que, aparentemente, no estaba atento a las vicisitudes de los niños. Mientras intento recordar, se alumbra la pantalla de mi celular silenciado porque Rosa me llama. Lo más probable es que quiera avisar que su esposo ya llegó y que puedo dejar a Clemente. Sin embargo, mis recuerdos no encuentran a su hijo en el camino de vuelta a mi casa, quizás sí una risa cruzando la calle, pero no puedo asegurar nada. Le seco el pelo a Pablito. Intento tranquilizarme con mis recuerdos, trato de verme al abrir la puerta, pero lo único que llega a mis nociones es un olor ácido y la televisión que se escuchaba desde el segundo piso.
Visto a Pablito y comienzan los golpes a la puerta.
―¡¿Qué pasó?¿Por qué no me saludaron? ¡¿Qué es ese olor? ¿Se cagó el cabro de mierda? ¿Por qué no me avisaron que habían llegado?
Los golpes a la puerta arrecian.
―Tiene diarrea. Pablito está enfermo de la guatita.
―¡Enfermo de maricón! Tú, con tus alumnos y tus clases particulares de pendejos vagos, olvidas que tienes un hijo y se lo entregas a tu vieja chismosa.
Yo pienso que podría trabajar menos si Horacio no se enojara tanto con sus jefes, si durara un poco más de un mes, si no explotara, si se diera cuenta de que es un pobre diablo con ínfulas de grandeza.
―No seas injusto. Hago lo posible para que estemos bien.
―¡¿Injusto?! ¿Injusto me dijiste? Tu hijo es un pollerudo por tu culpa, porque pasa más con tu vieja que contigo.
No sé qué hacer. No quiero seguir con este diálogo, ya conozco su clímax y desenlace. Lo peor es que Pablito, está temblando y me pide perdón despacito. Al mismo tiempo no puedo recordar si me traje a Clemente, tan chiquito de cuatro años. No recuerdo al niño.
―Vas a tener que dejar algunas horas. No sé qué haces con la plata.
―Hago lo posible para llegar a fin de mes.
―¡¿Me estás diciendo que soy un pajero de mierda?!
―No, nada que ver, solo que necesitamos esa plata. Te prometo que no quise faltarte el respeto.
―¡Abre y salgan ahora!
Abrazo a Pablito, abro la puerta y lo veo. Se acerca con esa mirada que conocemos bien.
―Te salvaste de que te sacara la chucha, conchetumare ―susurra Horacio al oído y me señala a Clemente sentado, calladito, jugando con un auto imaginario, adiestrado, quizás, como muchos, a hacerse el invisible en sus rutinas de la tarde.
Julia Guzmán Watine
Escritora y profesora viñamarina. Estudio Letras y Pedagogía en Castellano en la Pontificia Universidad Católica. Es magíster en literatura latinoamericana y chilena de la Universidad de Santiago. Participo en diversos talleres de narrativa. Juegos de villanos (Vicio Impune, 2018) fue su primera novela. Su más reciente novela negra es La conjura de los neuróticos obsesivos (Espora-Rhinoceros, 2021) en la colección “La Otra Oscuridad”.
https://www.youtube.com/watch?v=pZ45eT5X-5M. Julia Guzmán Watine