CUENTO| Testigos

John asistía desde hace tres años como testigo de las ejecuciones de los condenados a muerte, en su Estado, Illinois. Era un jubilado temprano, apenas tenía cincuenta años cuando se tuvo que retirar. Se había alistado como tantos y volvió de Irak con una pierna menos. Su vida cambió por completo.

Marianela Armijo / Trazas Negras

A John le gustaba su oficio de electricista, ganaba bien y su trabajo le permitía salir mucho de casa. Era un hombre solo, su padre que por años fue su única preocupación había fallecido poco antes de su alistamiento.

Aun cuando no era muy sociable, de joven solía frecuentar el bar, jugaba a los bolos y terminaba los días bastante ebrio con alguna que otra compañía del lugar. Ya nada de eso podía hacer, más que su mutilación física, su cabeza no era la misma, odiaba estar solo, pero le costaba hablar, desplazarse y sus días los sentía eternos.

Por eso, la primera invitación a presenciar las ejecuciones le llegó como anillo al dedo. Cuando vio a los guardias de la prisión, bajándose de la Suburban, no lo pudo creer. Llegaron a la puerta y se cuadraron, John se había retirado con la medalla al mérito y el grado de coronel. Le entregaron la carta tan excitados que parecía que le estuvieran comunicando un ascenso.

John tenía información sobre lo que estaba pasando con las ejecuciones del Estado. Había muchas programadas y comenzaron a apurarse desde que se supo que movimientos en contra de la pena de muerte, se estaban organizando para abolirla, luego de varios fallos equívocos. En un lapso corto se ejecutarían diez u once. Como disposición legal, cada muerte debía ser presenciada por un grupo de media docena ciudadanos, residentes de la ciudad donde se consumarían las condenas.

Costaba encontrar voluntarios, así que comenzaron a hacer publicidad por televisión apelando a los valores patrios, a la solidaridad con las víctimas y al cumplimiento de los deberes cívicos. También se decía que habría invitaciones especiales, a las cuales se esperaba que los ciudadanos no se negaran.

Se quedó un rato con la carta en la mano y se imaginó a los Blunt, sus vecinos de enfrente presenciando los honores que le habían conferido recientemente los guardias de la prisión estatal.

Los vecinos estaban siempre atentos a sus movimientos y eran sencillamente odiosos. Para el pesar de John, eran jubilados y su pasatiempo favorito era vigilarlo a él.

Cuando John abrió la carta, sus manos estaban húmedas y pegajosas, la guardó por días en el bolsillo de atrás de sus jeans gastados. No podía creer que él fuera nominado para presenciar una de esas ejecuciones. Se emocionó también al saber que los testigos podían asistir varias veces. Por muchos días, miró la carta sin convencerse de que era real, hasta que finalmente la enmarcó.

Nunca pensó que podría ser uno de los elegidos. ¿Qué tipo de sujetos serían seleccionados para ser los testigos ciudadanos de la ejecución? ¿Qué clase de persona podría dirigirse en la madrugada a ver y escuchar como un hombre se retorcía en sus últimos segundos? Y, ahora le tocaba a él, lo estaban invitando a él, nada menos que a ser un testigo.

Su primera testificación fue el martes 17 de enero de 2007, la carta enmarcada en la pared de la sala decía «Por orden de la Corte Suprema del Estado de Illinois, se cumplirá con la condena de pena de muerte por inyección letal, al ciudadano Henry Bonafont, de 56 años, por los delitos de triple asesinato».

Quiso conocer quién era ese tal Henry. Lo googleó y apareció en la primera noticia un afroamericano con rastas, lo más probable descendiente de jamaicanos.

Aun con el entusiasmo por este nuevo oficio de testigo, ejercerlo no le resultaba fácil. La hora de la citación siempre era en la madrugada, eso le complicaba sobremanera. Desde que regresó de la guerra, pasaba pésimas noches, se tomaba un somnífero a eso de las tres de la mañana, y mal dormía hasta las nueve o las diez. En los insomnios, le venían extraños pensamientos, como cuchillos calientes atravesados por el centro de su rapada cabeza. Casi todos relacionados con la guerra. En el último tiempo, desde que comenzó con las ejecuciones, se le aparecían las caras de los ejecutados y de sus familias.

En la mañana no podía seguir durmiendo, los ruidos del barrio eran insoportables y variados: los buses de los colegios que recogían a los molestos niños, las cortadoras de pasto que más bien parecían reactores nucleares, las sirenas de la policía y uno que otro adolescente ebrio que llegaba con los altos parlantes en máximo volumen.

Por la tarde, varias veces en la semana aparecía la Sra. Blunt con un pedazo de tarta de manzana. « ¿Cómo está John?, me alegro de que esté saliendo este último tiempo».

Cuando llegaban los nietos de los Blunt, iban directo a husmear por el patio de atrás de John, tratando de descubrir algo especial de ese señor sin pierna, que tenía tan pocas cosas dentro de su casa, a diferencia de sus abuelos que poco les faltaba para tener el mal de Diógenes.

John sentía que no tenía la tranquilidad suficiente como para disfrutar plenamente las vísperas de las ejecuciones. Para él, cada ejecución era como una fiesta, y como tal necesitaba preparar todo lo necesario. Su ropa era escogida con mucho esmero, se preocupaba especialmente de que sus zapatos no sonaran, su perdición sería que el chirrido de sus pisadas llamara la atención del condenado.

De madrugada llegaba a buscarlo la Suburban, subía y cuando ya estaban dando la vuelta de la esquina, observaba como los vecinos por fin apagaban las luces.

Para John lo que pasaba en la ejecución fue siendo cada vez menos importante, ya se había acostumbrado al trato seco de los guardias y a las caras de los condenados que siempre fijaban oblicuamente su vista en uno de los testigos. Al principio cuando llegaba el efecto de la inyección, John se agarraba a la silla y la apretaba tan fuerte que su mano le quedaba doliendo todo el día.

Después de la tercera o cuarta ejecución, ya las tomaba como lo más normal. Nadie decía muchas cosas antes de partir, y entre los seis testigos jamás se miraban ni cruzaban palabras. Lo que sí le seguía gustando eran los prolegómenos, que lo fueran a buscar y a dejar en la Suburban, pasar un rato junto a los reporteros en la cafetería, y luego lo mejor: entrar en silencio, portando la credencial con su foto a la pequeña habitación donde estaba el condenado.

La primera vez se emocionó, impactado por la luminosidad de la pieza y el bello jardín que se veía por la ventana. Como en un anfiteatro, se disponía de unas cortinas que aislaban la camilla.

Esa vez no dio crédito cuando entró Henry Bonafont, el mismo que había googleado. Estaba allí, tenía los ojos color miel y sus rastas eran más coloridas que en la foto. El oficial le preguntó al condenado si tenía algo que decir y éste solo señaló «Come on, I’m ready for the trip».

Luego finalizado el acto, despuntando el alba, a John le fascinaba que los uniformados lo esperaran para regresar a casa.

Cuando llegaba de las ejecuciones quedaba un largo día. Le gustaba recordar en silencio los olores, el color de la luz encima de la camilla, el rostro lívido del condenado, pensar en los deudos, que por lo general se arrinconaban en los últimos asientos.

Los Blunt, llegaban por la tarde con alguna comida especial, con un termo con café y le preguntaban por los detalles de la ejecución.

John no tenía mucha escapatoria, sus vecinos contaban con un poder especial de inmiscuirse. Finalmente, John les relataba algunas cosas que casi siempre exageraba. Les decía que las dosis a veces no eran suficientes y que los condenados se retorcían más de lo habitual, o que en ocasiones tuvieron que suspender la ejecución porque el convicto presentó fiebre de última hora, o bien les comentaba la actitud de los parientes que esperaban por el posible indulto del gobernador, que jamás era favorable al condenado. Ellos le preguntaban cómo iban vestidos, si les ponían alguna venda en los ojos, qué decían por última vez, o si era cierto eso del «último deseo». John se hacía como que no recordaba, pero al final soltaba algo: «Uno de ellos, pidió un Chardonnay, otro, un cigarrillo y otro gritó It’s fucking cold!, It’s fucking cold!, terminaba riéndose y moviendo la cabeza como si con eso se prolongara el estado de felicidad que le producía recordar esos momentos.

Nunca les comentó a los Blunt que ellos también podrían presentarse como voluntarios y ser testigos de las ejecuciones. El trámite era fácil, pero John pensaba que no se comportarían a la altura. No se los podía imaginar en la salita junto a la prensa.

Los últimos meses sus insomnios comenzaron a hacerse más frecuentes y los olores de los Blunt más insoportables. Cuando lo visitaban, traían un ligero vaho a la descomposición de las cajas de cartón acumuladas, y aroma a desinfectante barato. El hombre usaba al parecer una colonia after shave muy tóxica, que John asimilaba al olor de las inyecciones letales. Nunca había olido las pociones fatales, pero seguro que tendrían ese aroma.

Los últimos meses fueron muy felices para los vecinos de John, lograron ser aceptados como voluntarios y se subieron varias veces a la Suburban para ser testigos de las ejecuciones. Por supuesto que desde que comenzaron con este pasatiempo no frecuentaron más a John. La relación entre ellos se puso tirante, los ricos pasteles de manzana, los largos relatos sobre los momentos excitantes de las ejecuciones pasaron a ser parte de la historia. Curiosamente con tanto material y miradas de distintas perspectivas, los Blunt y John pudieron haber tenido tardes inolvidables, plagadas de detalles, pero no fue así.

Pasaron varias ejecuciones y nuevamente el invierno ennegreció las tardes. En el patio de los Blunt se mostraba un cartel anunciando la venta de la casa.

La pena de muerte en el Estado de Illinois fue abolida en el 2011. El último ejecutado fue John David encontrado culpable de la muerte de sus vecinos, los Blunt. Tuvo una agonía larga, no fue una ejecución tranquila. La sobre dosis de somníferos que John tomó previamente (se ignora quien se los proporcionó) hizo más conmovedor su final, había que esperar que estuviera consciente. Ese día, varios ex combatientes de Irak y jubilados de la ciudad, presenciaron la ejecución, fueron los últimos testigos.

MARIANELA ARMIJO

Doctora en Ciencias Económicas de la Universidad de Barcelona, España. Ingeniero Comercial, Universidad de Valparaíso, Chile. Tiene cerca de diez publicaciones en el ámbito profesional, la mayoría editadas por CEPAL (Naciones Unidas). En el ámbito literario se graduó de Magíster en Creación Literaria por la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona, España. Se incorpora al Taller del escritor Poli Délano en el año 2015 y se mantiene como miembro hasta la fecha. Ha publicado cuentos en antologías como El Taller de Poli Délano (2017) y ¿Están escribiendo? (2019).

Este cuento ha sido publicado en el quinto número de la revista que puede ser adquirida a través de su sitio web trazasnegras.cl

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