CUENTO| Un apacible barrio

Dos querubines sostienen un jarrón mohoso del que aún brota un delgado chorro de agua en la plaza de calle Independencia. Los asientos descascarados que quedan ya no reciben familias buscando la sombra de árboles frondosos, mientras sus niños tiran monedas a la pileta. Unos pocos ancianos salen en las mañanas sin lluvia a alimentar a las palomas. Las casas del barrio quedaron grandes para sus ocupantes, con chimeneas que ya nadie enciende y jardines abandonados a su suerte. En los patios, los paltos y nogales crecen libres e ignorados, al igual que los naranjos que adornan las aceras con sus frutos carnosos esperando que alguien se los lleve. El viento de la tarde trae hojas amarillentas y quebradizas, como polleras largas y gastadas de otoño.

Cecilia Aravena Zúñiga / Trazas Negras

Detrás de un muro de ladrillos, tapizado de enredaderas, el frío del domingo traspasa las ventanas de una de aquellas casas. El matrimonio de ancianos que la habita se encuentra sentado en la sala alrededor de la estufa. Una mujer gruesa con las piernas envueltas en un chal, aprovecha la luz natural que aún queda, para concentrar sus esfuerzos en una costura. Está sentada en una silla mecedora y a ratos se endereza para observar a su esposo, que trata de leer, acercando y alejando el diario de sus ojos.

¡Qué desastre, cada vez me cuesta más!, Isabel, ¿recuerdas a Tomás? ¡Qué bien leía! Con él logramos terminar La hora 25 en unos pocos días. Era un buen muchacho, lástima que haya cambiado tanto. Su mal humor lo volvió insoportable.

Ahora nos vendría bien alguien con buena vista, ¿no crees, querido? –respondió Isabel, acomodándose los lentes para cortar los hilos que aún se asomaban en la bastilla del pantalón que cosía.

Alonso se aprontaba a responder a su mujer, cuando fue interrumpido por un estruendo de vidrios cayendo al suelo. El ruido provenía de la ventana del baño de servicio que nadie ocupaba. Recordó que alguna vez su mujer le dijo que el muro divisorio del fondo del patio no era muy alto. No era seguro, le había dicho y él levantó medio metro más de pared por todo el perímetro. Ahora estaban aislados. El ruido de pasos y voces de hombres acercándose le anticiparon el asalto.

Tomando su bastón, apuró sus pasos hacia el timbre de pánico ubicado en el dormitorio principal al final del pasillo, sin acordarse del vendaval de otoño de la noche anterior, que provocó que se cortaran las líneas telefónicas y dejara de funcionar el sistema de alarma de la casa. Se encontró con los delincuentes a boca de jarro. Dos muchachos flacos salían a su encuentro, uno con la cabeza rapada en los costados al estilo de los futbolistas famosos, pensó Alonso, y el otro con un jockey embutido en la cabeza hasta las orejas. Uno llevaba un cuchillo cocinero en la mano y el otro un fierro. Los gritos de Alonso fueron ahogados por las risas de los jóvenes, que le quitaron los lentes y lo tironearon de la bufanda, provocándole una sensación de mareo y falta de aire. Con un hilillo de voz comenzó a pedir auxilio. Isabel lo miraba desde la sala con sus ojos claros muy abiertos, los brazos extendidos hacia él y su costura desparramada en el suelo.

Mira huevón, este viejo chilla como una rata –dijo el joven del jockey.

Peor aún, como una rata vieja, muy vieja –respondió el otro, y rieron frenéticos. Los ojos de ambos lucían pequeños y enrojecidos.

Arrastraron al anciano hacia la sala. La silla mecedora en la que momentos antes estaba sentada Isabel, ahora se mecía en completa soledad.

¿Y la vieja para dónde arrancó? –dijo uno de los asaltantes.

Seguro que nos fue a preparar la once –respondió el otro, y sus ojos rojos desaparecieron en una línea, riéndose a carcajadas.

¿A dónde fue tu mujer? –Insistió el primero, dando al viejo, que yacía en el piso, una patada en el estómago.

Sin esperar la respuesta de Alonso, el mismo joven comenzó a recorrer la casa. El otro, salió al patio de servicio por la cocina, comenzando a hurguetear en el cuarto de herramientas. Isabel, que se escondía allí, miró sus manos en las que aún estaban las tijeras con las que un momento antes trabajaba. Sus palmas sudaban. Escuchó la manilla de la puerta metálica cediendo a la presión y luego apareció ante ella, una cara angulosa con una boca grande que exhibía una mueca de dientes chuecos y amarillos. Un hálito de alcohol ocupó el espacio que la separaba de su asaltante. El joven, al descubrirla, levantó las cejas e intentó decir algo, pero antes que saliera algún sonido de su boca, Isabel le enterró las tijeras en el cuello. Con un solo movimiento, atravesó la carne con ambas puntas. Un borbotón de sangre caliente salpicó su rostro y sus manos. Luego escuchó el golpe seco del cuerpo al caer en los baldosines. Se quedó algunos instantes observando el manto de sangre que se esparcía en su piso. Luego, dando un salto por encima del cuerpo inerte del muchacho, salió al jardín.

Al pasar por el frontis de la casa pudo distinguir, desde el ventanal, a Alonso en la alfombra, amarrado con el cable del teléfono. Su peluquín castaño claro estaba sobre la cabeza del asaltante, que guardaba objetos en una mochila, mientras llamaba a su compañero. Isabel, lo vio ir hacia la cocina. Luego escuchó los gritos del muchacho. Asustada se escondió detrás de las hortensias azules, que crecían frondosas en el jardín. Escuchó que el maleante seguía gritando mientras recorría la casa y daba portazos. El joven, apareció corriendo, con una mochila a medio cerrar en sus hombros, que dejaba ver unos candelabros de plata y su joyero. El delincuente en su carrera hacia la reja de la entrada tropezó con un enano de yeso que adornaba el jardín, cayendo de bruces en los pastelones, la caída lo dejó inmóvil por unos instantes y antes que pudiera volver a levantarse, la mujer le saltó encima con una piedra en la mano. El muchacho alcanzó a gritar y perdió el conocimiento al instante.

Al despertar, se encontró tendido en una cama en una pieza oscura sin ventanas. Se escuchaba un tango que provenía de la sala. Al tratar de moverse, sintió un fuerte dolor en la cabeza y se dio cuenta que estaba vendado. Gimió. Al rato, Isabel, apareció en la puerta, sonriéndole.

Ya era hora, ayer terminamos de enterrar a tu amigo en el patio –levantando la cabeza gritó–: Viejo, ¡despertó!

¿Qué? ¿Y la policía? –preguntó el joven tratando de enderezarse, mirando hacia los lados.

¡No los llamamos! La policía siempre complica las cosas. Esto podemos arreglarlo entre nosotros –dijo la mujer, dejando en el velador, a un costado de la cama, una bandeja con una taza de té y un plato con galletas. Un par de margaritas decoraba la sonrisa en su rostro.

¡Ah! Claro, arreglemos esto entre nosotros, por supuesto, yo me voy como vine y aquí no ha pasado nada.

Mejor que eso, tú te quedas como viniste y aquí no ha pasado nada –le remedó Alonso, que ya se asomaba en el umbral de la puerta, limpiando sus lentes de marcos dorados.

¿Cómo dice? ¿Quedarme?... ¿Para qué?

Pues para acompañarnos, ya somos viejos y nos aburrimos de estar siempre solos. ¿Verdad querida? Puedes leernos, como antes lo hacía Tomás. Él llegó igual que tú y fue nuestro invitado un buen tiempo, pero decidió dejar de comer y no pudimos hacer nada. También lo enterramos en el jardín, donde están las Hortensias de mi mujer. ¿Crecieron más hermosas, verdad Isabel? Tu amigo está en el patio, en las faldas del nogal.

¿Están locos? no pueden encerrarme.

¿Encerrarte? No, por supuesto. Más adelante podrás salir al jardín o andar por la casa.

¿No entienden? Yo no me voy a quedar aquí, ¿acaso creen que un par de viejos locos me lo impedirá? –El joven intentó bajarse de la cama, pero sus tobillos estaban encadenados a la vieja cama de fierro.

Por ahora te quedarás en esta habitación –dijo Alonso.

Los ancianos se miraron y salieron del cuarto tomados de la mano.

El grito del joven se apagó al cerrar la puerta del subterráneo. La luz en una casa vecina estuvo prendida algunos minutos, luego la noche de domingo en el apacible barrio sólo fue interrumpida por la música de un tango y ladridos de perros lejanos.

Cecilia Aravena Zúñiga es asistente Social del IPS (ex Universidad de Chile) y Master en Ciencias Sociales de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano. Ha ejercido la docencia y trabajado en la Vicaría de la Solidaridad y el Ministerio de Desarrollo Social. Espora Ediciones publicó su libro Fragmentos de Chile (2018). En conjunto con Eduardo Contreras Villablanca ha publicado las novelas La verdad secuestrada (Mago editores/Espora, 2019), Estación Yungay (Espora/Rhinoceros, 2020), y el libro de cuentos de ciencia ficción Investigando humanos y otros cuentos para el fin del mundo (Espora, 2020). Este cuento ha sido publicado en el décimo tercer número de la revista que puede ser adquirida a través de su sitio web trazasnegras.cl https://www.youtube.com/watch?v=X__1wDLicCw
Estas leyendo

CUENTO| Un apacible barrio