Por Franco Pinto Moya*
La evaluación es un fenómeno y, como tal, existen distintas formas de aproximarse a ella, tanto en su comprensión, al ser estudiada y/o utilizada socialmente. Históricamente la evaluación en el sistema educativo nacional ha tenido una dimensión a gran escala (políticas públicas o pruebas nacionales) y micro escala (evaluación en las aulas), donde ha primado un enfoque de vigilancia, control, homogeneización y medición del aprendizaje. En la actualidad, para nadie resultará una novedad que la escuela se encuentre altamente mercantilizada y la evaluación positivista ha tenido un impacto directo en las infancias y su conformación de productos asociados a los procesos de escolarización (Olave, Álvarez e Hidalgo, 2019). A partir de esto, resulta un deber visibilizar como la evaluación para el control ha funcionado de manera hegemónica en el sistema educativo del país, como ha sido utilizada como un dispositivo que impacta en los y las estudiantes, en la desprofesionalización docente y también en la percepción de calidad de las comunidades educativas en general.
Ya en el siglo XIX, los visitadores y visitadoras vigilaban las escuelas del país en cuanto a su funcionamiento, control de estudiantes y los aprendizajes de niños y niñas. Sumado a lo anterior, la aplicación de exámenes anuales a estudiantes de liceos del país a cargo de la Universidad de Chile, en su rol de supervisora de la educación pública o, ya durante el siglo XX, en pleno auge de la influencia pedagógica estadounidense de Ralph Tyler y objetivación, dieron paso a intentos de pruebas estandarizadas masivas, sin mayor éxito. Será a fines de 1970 y comienzos de 1980 donde la dictadura cívico-militar instaló un fuerte control curricular y procesos de evaluación estandarizados, exactamente en 1988 se creó el Sistema de Medición de la Calidad de la Educación (SIMCE), la cual se consagró lo que se ha denominado como una evaluación de rendición de cuentas con altas consecuencias para las comunidades educativas (Falabella y Ramos, 2019).
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Esta breve revisión invita a docentes y profesionales de la educación a mirar el actual orden evaluativo en sus distintos niveles desde lo que que Jaramillo (2003) define como un mirar epistémico, el cual implica una conciencia histórica y reflexiva de un mundo que nos observa, rodea y absorbe. Creemos entonces que los y las docentes, como profesionales de la educación debemos “estar en constante movimiento crítico-reflexivo”, es relevante además tener presente que “el conocimiento epistemológico se lleva a la interacción con otros y otras, es una epistemología que resulta de una reflexión compartida (Jaramillo, 2003, p5)”.
¿Cómo avanzar entonces a una evaluación que dispute la hegemonía del control y rendición de cuentas? Una primera posibilidad (no la única) está en las políticas públicas, en los últimos años se han desarrollado intentos por avanzar en la instalación de una evaluación formativa como gran meta de la política en torno a la evaluación[1], siendo el Decreto N°67 del 2018 el más significativo de todos, puesto que mediante la ley se da obligación y apertura a espacios dialógicos al interior de las comunidades para la reflexión pedagógica y evaluativa. Este Decreto indica que la evaluación se entiende como un “conjunto de acciones lideradas por los profesionales de la educación”, lo cual le otorga un rol fundamental a docentes, docentes directivos y profesionales de la educación, luego el mismo decreto continúa haciendo alusión a su uso en tanto que docentes como estudiantes “puedan obtener e interpretar la información sobre el aprendizaje”, por último, queremos detenernos en la finalidad de la evaluación que es “adoptar decisiones que permitan promover el progreso del aprendizaje y retroalimentar los procesos de enseñanza.” Esta definición se sostiene en una visión del fenómeno evaluativo desde un enfoque dialógico y comprensivo como un proceso global al interior de las comunidades.
Pero ¿es esto real? ¿La evaluación es una acción dialogante en las aulas del país? Lo declarado en el Decreto 67 de 2018 irrumpe y tensiona una larga historia y prácticas evaluativas positivistas tendientes a la homogeneización, el control y la medición. Pero el desafío está en que los y las actoras educativas aprovechen estas grietas o ventanas que surgen en un contexto que sigue siendo hegemonizado por ese fantasma de lo “objetivo” y las cifras, donde los “resultados de las pruebas estandarizadas se convirtieron en una información clave al servicio de un nuevo mercado educativo, bajo la narrativa de la libertad de enseñanza; aunque ello, a su vez, estuvo unido con una visión de control y fiscalización estatal” (Falabella y Ramos, 2019, p 86)
La evaluación estandarizada y descontextualizada está agotada y a la vez genera una doble exclusión o una violencia epistémica incrementada en caso de niños, niñas y jóvenes que se encuentran bajo múltiples ejes de opresión (Pérez, 2019), en nuestro país podrían ser indígenas de zonas rurales en el norte o sur del territorio o población migrante-refugiada de sectores populares de la capital. La ilusión de la evaluación objetiva es un espejismo que pruebas como el SIMCE intentan convencer, pero que no son más que instrumentos que aumentan las brechas de aprendizajes entre pobres y privilegiados, desprofesionaliza a docentes en pos de mecanizar el aprendizaje hacia la rendición de pruebas estandarizadas y ponen una tensión en las comunidades ante la posibilidad de cierre de escuelas a partir de malos resultados que arroja una evaluación positivista y mercantilizada.
La invitación es que la evaluación tenga su función formativa y sumativa claramente definidas, donde la certificación de la segunda no sea lo fundamental, sino que el aprendizaje contextualizado y colaborativo mediante estrategias diversificadas y procesos democráticos, con foco en la justicia social, sirvan para espacios pedagógicos que respeten los ritmos, formas e intereses de aprendizaje de niños, niñas y jóvenes. Para lo anterior, es clave reflexionar y situarse desde un enfoque y tomar la decisión pedagógica de seguir reproduciendo una evaluación positivista o si queremos transformar las propias prácticas.
*Profesor de Historia y Ciencias Sociales
Imagen: Marcha contra el Simce en Concepción, 2018 | Resumen.cl
https://www.youtube.com/watch?v=X__1wDLicCw&ab_channel=ResumenTV
Bibliografía
Falabella, A., Ramos, C. (2019). La larga historia de las evaluaciones nacionales a nivel escolar en Chile. Cuadernos Chilenos de Historia de la Educación, 11, 66-98.
Jaramillo, L (2003). ¿Qué es Epistemología? Cinta de Moebio, (18).0.
Decreto 67 Aprueba normas mínimas nacionales sobre evaluación, calificación y promoción y deroga los decretos exentos N° 511 de 1977, N° 112 de 1999 y N° 83 de 2001, todos del Ministerio de Educación. 31 de diciembre de 2018.
Olave Astorga, J. M., Álvarez Vandeputte, J., & Hidalgo Campos, C. (2019). Escuela Mercantilizada, Niñez Evaluada. Revista Científica Hallazgos21, 4(2), 221–239.
Pérez, M. (2019). Violencia epistémica: reflexiones entre lo invisible y lo ignorable. El lugar sin límites. Revista de Estudios y Políticas de Género, 1(1), 81-98.
[1] Véase “Política para el fortalecimiento de la evaluación en aula” (2018), “Orientaciones de evaluación y retroalimentación” (2021) o “Evaluación Formativa en el Aula: Orientaciones para directivos” (2018).