Harald Beyer no es un experto en educación. Resulta difícil digerir el contenido preciso de esta afirmación, en medio del vendaval de declaraciones que indican lo contrario, algunas orquestadas desde el gobierno, otras emanadas desde la indignación moral con que la élite y sus adláteres reaccionaron a la aprobación de la acusación constitucional en su contra. Sin embargo, la verdad desnuda es que Harald Beyer no es un experto en educación; al menos, no si consideramos que “experto” es alguien cuya producción académica se lleva a cabo en los espacios reconocidos por la comunidad científica, y cuyo interés es el de contribuir al bienestar de las mayorías mediante su labor intelectual.
Los indicadores habitualmente empleados para determinar la pertenencia o no de alguien a la comunidad científica avalan la primera afirmación. A la luz de dichos indicadores, Beyer no califica como académico. Nunca ha participado de un proyecto financiado por el Fondo Nacional de Desarrollo Científico y Tecnológico (FONDECYT), ni participa de algún Grupo de Estudios de la Comisión Nacional de Investigación Científica y Tecnológica de Chile (CONICYT). Nunca ha publicado un artículo en una revista indexada en ISI. No está afiliado a ninguna universidad reconocida por el Estado. Desde luego, Harald Beyer ha publicado numerosos artículos en la revista editada por el Centro de Estudios Públicos, lugar en el que ocupó el cargo de Subdirector; endogamia que a la academia le resulta particularmente alérgica, entre otras cosas por la inexistencia de revisión de pares. Dato interesante, Beyer sí tiene un único artículo publicado en una revista indexada en Scielo, sobre educación, cuya primera frase contiene una invocación a la memoria de Friedrich Hayek.
Ahora, ciertamente, estos datos no son importantes ni interesantes en sí mismos; ellos son la manifestación de algo que va más allá de las trayectorias profesionales. Son el síntoma a través del cual se descubre la existencia de un cuadro patológico, en este caso, que Harald Beyer no es un experto en educación sino un intelectual orgánico de la derecha, un vocero ideológico del gran empresariado nacional.
En efecto, Harald Beyer no es un experto en educación pero sí es un intelectual, en el sentido que Gramsci le daba a esta expresión. Recordemos que Gramsci buscaba la especificidad de la categoría del intelectual no “en lo intrínseco de la actividad intelectual” sino en “el sistema de relaciones en el que ella (o el agrupamiento que la personifica) se viene a encontrar en el conjunto generalizado de las relaciones sociales”. El intelectual, desde esta perspectiva, no es aquella persona que es particularmente inteligente, sino que es aquel que desempeña funciones intelectuales en un esquema de división social del trabajo. Y la novedosa cuestión planteada por Gramsci es la vinculación entre los intelectuales y la estructura social. Su afirmación de que cada grupo social “crea, orgánicamente, una o más capas de intelectuales que le dan homogeneidad y conciencia de su propia función en el campo económico” cobra vigencia al mirar el listado de integrantes del Consejo Directivo y el Consejo Asesor del Centro de Estudios Públicos.
En efecto, Beyer es un intelectual, y uno particularmente “orgánico”, puesto que desde su oficina en el centro de estudios de Eliodoro Matte Larraín, se ha dedicado a darle forma argumentativa a las creencias de la élite. Sus artículos, documentos de trabajo y columnas de opinión siguen temáticamente los hitos de la discusión pública desde la perspectiva del gran empresariado; van de las “inquietudes acerca del futuro de la propiedad privada” en 1988 y las preocupaciones por las “restricciones a la competencia en Chile” en 1991, pasando por la edición de textos de Milton Friedman en 1995, a la defensa de las posiciones pro-mercado en materia educacional a partir de la década del 2000. Sin duda, su sello como intelectual orgánico es la aplicación del razonamiento economicista a las más diversas áreas, de la energía eléctrica a la educación. Pero lo que sus posturas tecnocráticas revestidas de una pretendida neutralidad esconden, es la defensa de los intereses de la minoría mercantil.
En definitiva, que Beyer no sea parte del circuito científico chileno, que sólo escriba desde la tribuna que le da el CEP, que cite a Hayek y edite a Friedman, son síntomas que revelan que Beyer no es un experto en educación. La posición de Beyer en el entramado social es más la de un vocero de la ideología del gran empresariado en materia de “políticas públicas” que la de un académico interesado en el bienestar de las mayorías. Un político, no un científico. Desde esa posición, ciertamente, logra pautar la discusión académica, lo que se ve reflejado en que sus argumentos sean replicados, a veces ampliados y, en ocasiones rebatidos, por quienes sí pertenecen al circuito académico. Pero no es parte de este circuito.
Por último, hay que señalar que la facilidad y premura con que la clase política ha corrido a proclamar la condición de “experto en educación” de Beyer indica una preocupante falta de comprensión de lo que la academia es, y lo que debe ser. No basta con tener un doctorado para ser un académico, ni basta con publicar cientos de papers para contribuir a los que deben ser los objetivos de la ciencia. La verdadera ciencia, aquella que ha hecho avanzar a las sociedades y todavía puede seguir haciéndolo, es aquella que se pone al servicio de los intereses de las mayorías y de la construcción de espacios de comunidad. Que nuestra clase política no entienda esto revela que ella misma parece no tener estas metas como proyecto histórico.