Si usted hubiese escuchado cómo me hablaba Dios a través de los truenos, seguro que ahora no me molestaría, cuando lo único que quiero es continuar con mi descanso. A esta altura ya no busco culpables, aunque reconozco que en los últimos años mi vida se volvió un completo desastre. Primero, el hermano José Luis me robó la congregación convenciéndolos a todos de que yo estaba loco. De nada me sirvió prenderle fuego a la casucha donde nos reuníamos, en la población Pedro del Río. Los muy desleales se fueron con él cuando les prometió que dentro de la iglesia pondría una tele, para que pudieran participar del culto sin perderse la novela.
Después vino eso del 2012, que se iba a acabar el mundo. Algunos de nosotros sacábamos buenas cuentas de cómo nos llenaríamos los bolsillos con la paranoia ajena. Pero resulta que nadie me pescó con mis profecías, el mundo siguió existiendo como siempre, o peor. Para colmo de males, una tarde vino a mi casa el hermano José Luis y se llevó a mi esposa. Ignoro lo que le dijo para convencerla de irse con él, porque ella me conoció fresco y ladino, así es que no debería haberse asombrado con esos cuentos. Al igual que a mis antiguos fieles, tampoco volví a verla…
Estábamos en los truenos. Sí, yo escuchaba la voz de Dios hablando claro y con firmeza. Me hablaba a mí mientras luces multicolores estallaban en el cielo. Yo empapado hasta los huesos, con la cabeza del hermano José Luis dentro de una bolsa plástica, al borde del delirio, intoxicado de tormenta eléctrica y aguardiente. Llegué al borde de la Laguna Tres Pascualas para deshacerme de lo que quedaba del bulto. Estaba exhausto; con todo lo que me costó convencerlo de venirse a tomar unas copas a mi mediagua, a un costado de la línea férrea. Le tuve que proponer un negocio para que se interesara el infeliz, y en cuanto el licor me proveyó de valor, lo liquidé con un candelabro, imagínese, como un crimen de aristócratas, solo que los candelabros de ellos son de plata, y el mío de un metal duro y oxidado, que quedó rojo de sangre cuando terminé la faena.
Tenía su cabeza en una bolsa al borde de la laguna, y por alguna maldita razón se me ocurrió tenderme sobre el barro a contemplar los fuegos artificiales mientras oía la voz de Dios. No tenía idea de que cada tantos años esa laguna crecía hasta desbordarse, y que los seres que habitan en su fondo aprovechan la ocasión para salir de paseo. Las ráfagas de lluvia no dejaron un momento de impactarme en la cara, y el viento helado se metió en mis huesos hasta inmovilizarme. Cuando llegaron esas tres chiquillas buenasmozas recordé que ya no tenía mujer, ni congregación ni tampoco enemigos. Miré dentro de la bolsa plástica, y puedo asegurar que la cabeza del hermano José Luis me guiñó un ojo. Yo interpreté eso como una señal, como un buen designio, y me dejé conducir por las muchachas, que parecían tan alegres y ávidas de pasar un buen rato, hasta el fondo de la laguna Tres Pascualas, que es donde me encuentro ahora.
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