Distintos progresismos y el desafío de los estilos P (Petro) y L (Lula)

Teniendo presente que es un agrupamiento heterogéneo, en estos momentos se pueden identificar dos tendencias. Una corresponde a las posiciones de Gustavo Petro y el programa de gobierno del Pacto Histórico en Colombia. La otra a las reacciones a esas ideas que expresó Lula da Silva desde Brasil, y que son parte de los progresismos convencionales que gobernaban en la década pasada. Atendiendo a la brevedad se los puede denominar como “progresismo-P” y “progresismo-L”, según esos dos protagonistas. Por Eduardo Gudynas* En América Latina están en marcha cambios políticos que algunos interpretan como un nuevo empuje de los progresismos. Los ejemplos más citados son Gabriel Boric y sus seguidores en Chile y Gustavo Petro con el Pacto Histórico en Colombia, así como las expectativas de un triunfo de Lula da Silva en las próximas elecciones brasileñas. Eso ha motivado un debate en varios países, por momentos intenso, y que merece algunas reflexiones. Comencemos por precisar que los llamados “progresismos” son un conjunto muy heterogéneo, y no pueden ser interpretados en singular. Repetidamente sus integrantes han dejado en claro las diferencias, como ocurre cuando se distancian de la gestión de Ortega en Nicaragua o Maduro en Venezuela. Al mismo tiempo, otras etiquetas siempre fueron parciales. Por ejemplo, la calificación de “nacional popular” no puede generalizarse ya que aunque fue utilizada sobre todo en Argentina y Bolivia, no ocurrió en otros sitios, como bajo el gobierno de “Pepe” Mujica en Uruguay. Otros rótulos, como la “revolución ciudadana” de Rafael Correa tampoco prevalecieron y languidecieron. Pero al mismo tiempo es cierto que casi todos se autonombran como “progresistas”, y que incluso mantienen una “internacional progresista” latinoamericana. Existe una coincidencia en defender programas con mayor presencia estatal y reivindican la justicia, pero no existieron unanimidades en implementar esas estrategias porque se manejan distintas concepciones sobre la política, la economía y el desarrollo. Esas diferencias no han sido menores; para ilustrarlas, en Bolivia y Ecuador se modificaron los regímenes tributarios sobre hidrocarburos, y eso nunca ocurrió en Brasil; en Argentina se aplicaron impuestos a las exportaciones de granos, pero no en Uruguay. Para hacer todo un poco más complicado, hay diferencias notables entre los sucesivos progresismos dentro del mismo agrupamiento partidario y en el mismo país. Eso es evidente cuando se compara Alberto Fernández con Néstor Kirchner, o Luis Arce con Evo Morales. De todos modos, esas expresiones se identifican a sí mismas como parte de una misma corriente, y en sus discursos y varias de sus prácticas se diferencian nítidamente de otro conjunto donde se ubican partidos conservadores o de derecha. Te puede interesar| La moderada nueva ola progresista y una derecha más intolerante Teniendo presente que es un agrupamiento heterogéneo, en estos momentos se pueden identificar dos tendencias. Una corresponde a las posiciones de Gustavo Petro y el programa de gobierno del Pacto Histórico en Colombia. La otra a las reacciones a esas ideas que expresó Lula da Silva desde Brasil, y que son parte de los progresismos convencionales que gobernaban en la década pasada. Atendiendo a la brevedad se los puede denominar como “progresismo-P” y “progresismo-L”, según esos dos protagonistas. En su discurso de victoria, Petro le propuso al “progresismo latinoamericano” “dejar de pensar la justicia social, la redistribución de la riqueza y el futuro sostenible sobre la base del petróleo, el carbón y el gas” (1).  Su idea no era nueva, ya que unos meses antes, llamó a sus “aliados ideológicos”, entre ellos a Lula da Silva, para unirse en una “gran coalición” para dejar atrás la dependencia petrolera y pasar a una economía descarbonizada. Es más, planteó detener nuevas concesiones petroleras y el fracking en Colombia, y esa meta se encuentra en su programa de gobierno. Agregó que su “gobierno será de transiciones, del extractivismo hacia la producción, del autoritarismo hacia la democracia, de la violencia hacia la paz”. Esas posiciones expresan el progresismo-P. Si se repitiera en otros países, sería como si Boric y su coalición sostuvieran que Chile debiera abandonar paulatinamente la dependencia de la minería para enfocarse en otros sectores productivos, que el kirchnerismo en Argentina desmontara los masivos apoyos y subsidios a mineras o petroleras, o que el Partido de los Trabajadores en Brasil y el Frente Amplio en Uruguay comprendieran que son necesarias alternativas a la dependencia de los monocultivos de exportación. En Ecuador, sería como si el correismo se distanciara de petroleras y mineras y aceptara iniciar una transición postextractivista. Pero cuando a Lula da Silva se le preguntó sobre ese plan de Petro de despetrolizar las economías, respondió que era “irreal” para Brasil, y no sólo eso, sino que también lo era a nivel mundial (2). Sostuvo que se debía continuar con el petróleo, y en su campaña asoman planes para acentuar las explotaciones de hidrocarburos. Son respuestas propias del progresismo-L, y que enseguida recibieron el apoyo del empresariado y reforzaron su imagen de un juicioso respeto del mercado. El plan de Petro, en cambio, recibió una catarata de críticas desde el poder económico dentro y fuera de Colombia.
Por lo tanto, estamos ante dos concepciones políticas distintas. La reacción de Lula ilustra el compromiso del progresismo-L en defensa de los extractivismos petroleros, y las economías basados en éstos. Pero además fueron muy cristalinas en revelar otro aspecto en esas posturas: entienden que no hay alternativas posibles, y que su mero planteo es “irreal”.  Esta ha sido la posición típica en los progresismos latinoamericanos desde la década pasada.  Una postura que alcanzó posiblemente sus extremos cuando Rafael Correa calificaba como locos que debían internarse a los que reclamaban dejar el crudo en tierra. El progresismo-L actual, como el de antes, concibe que la explotación de recursos naturales y su inserción en la globalización exportándolos como materias primas, son indispensables e inevitables, asegurarían el crecimiento económico, y no hay alternativas viables. Entienden que ese tipo de desarrollo asegura que los beneficios económicos superarían o justificarían sus impactos sociales y ambientales. Como esas prácticas provocan duras críticas e incluso resistencias ciudadanas, las respuestas estatales fueron defensivas y paulatinamente erosionaron la salvaguarda de derechos y debilitaron la democracia. El paso de los años confirmó que esos desarrollos no resolvieron la pobreza ni aseguraron la calidad de vida, pero resultaron en una pérdida, por izquierda, de legitimidad política de los progresismos. En cambio, el progresismo-P reconoce que existen esas contradicciones, no las oculta, y postula algunas medidas para superarlas. Esos planteamientos no son nuevos, ya que el mismo tipo de reclamo se escucha desde la década pasada. Existieron demandas por otro tipo de políticas económicas, que no siguieran insistiendo en proteger y amparar los extractivismos, diversificar las acciones sociales más allá del asistencialismo y el consumismo, proteger efectivamente el ambiente, y realmente radicalizar la democracia, asegurando todos los derechos. Eran reclamos para renovar a los progresismos por izquierda, y que deben ser interpretados desde un marco conceptual que reconoce que izquierda y progresismo son regímenes políticos diferentes. Esas demandas fueron casi siempre ignoradas, minimizadas o atacadas por políticos e intelectuales del progresismo convencional, y eso se repite hoy en día. Basta un ejemplo: José Natanson, el politólogo que dirige Le Monde Diplomatique Argentina, acuñó la etiqueta “ambientalismo bobo” para burlarse de las comunidades locales que resisten la minería en el sur de ese país (3). Para dejar bien en claro la cuestión, es como si en Perú, un analista que se autodefine como progresista aprovecha su espacio en un canal de televisión para estigmatizar las movilizaciones campesinas o indígenas frente a mineras o petroleras. Lo relevante en sus dichos y razonamiento es que desembocan en posiciones de derecha, en su caso recordando a Alan García de Perú, cuando denunciaba que los indígenas frenaban el progreso. Natanson ejemplifica a analistas con una estridente pobreza conceptual y desconexión de los movimientos sociales, para muchas veces ser ecos de las posturas gubernamentales. Aunque sus contenidos son distintos, la racionalidad es análoga a la que se escucha en la prensa conservadora, y por ello no son útiles para una renovación desde la izquierda. Atendiendo el compromiso de no caer los simplismos, es posible retomar la reflexión. Si bien los progresismos convencionales se diferenciaron de la izquierda que les dio origen, no representan ni posturas conservadoras ni neoliberales. La crítica que trata como neoliberales por ejemplo a las medidas de Alberto Fernández en Argentina o Luis Arce en Bolivia, son incorrectas, y en realidad revelan un uso inadecuado del concepto de neoliberalismo. Pero tampoco puede caerse en el otro extremo, asumiendo que el progresismo-P representa una nueva izquierda radical anticapitalista; recordemos que el mismo Petro dejó en claro en su discurso de victoria que su política se mantendría dentro del capitalismo.  Del mismo modo, siendo rigurosos, su plan de despetrolización incluye prohibir el fracking pero continuará la explotación petrolera en las concesiones ya otorgadas. Tras esquivar esos excesos, se puede afirmar que el progresismo-P busca resolver algunas de las contradicciones sociales y ambientales más severas en las que estaban atrapados los progresismos convencionales. Como se adelantó arriba, las demandas de una renovación desde la izquierda se repitieron desde mediados de la década pasada, pero fueron repetidamente minimizadas o ignoradas. Como Petro triunfó en Colombia, y en su discurso se reconocen algunos de esos elementos, la cuestión ya no puede desatenderse. Es importante no perder de vista que el antecedente más importante a ese empuje ocurrió en Ecuador, con la candidatura de Yaku Pérez al frente del partido indígena, Pachakutik en 2021. Sigue siendo llamativo como el progresismo convencional internacional ignora esa experiencia, como si Yaku Pérez no existiera. Recordemos que su plataforma tuvo un talante intercultural, y priorizó entre otros temas la defensa del agua y el ambiente, y la resistencia a la minería (4). Su desempeño electoral fue muy bueno y estuvo a punto de alcanzar el balotaje, sufriendo un conteo de votos denunciado por irregularidades. Hizo todo eso compitiendo también contra un candidato del progresismo convencional, lo que sirvió para dejar en claro las diferencias entre las dos posiciones. Tampoco puede olvidarse que en esa campaña, las críticas contra Pérez estuvieron teñidas por el racismo y las burlas, tanto desde la derecha como desde el progresismo. Disputas de este tipo se siguen repitiendo hoy en día. Por ejemplo, en Bolivia, el Movimiento al Socialismo (MAS) se fracturó en tres corrientes: una que persiste en el liderazgo de Evo Morales, una que está encolumnada con el actual presidente Arce, y otra que defiende al vicepresidente David Choquehuanca. Entre las dos primeras no hay mayores diferencias ideológicas ya que ambas buscan financiarse desde los extractivismos y los enfrentamientos se deben, en varios casos, a distintos grupos que disputan captar y controlar excedentes cada vez mas escasos. Son ejemplos de progresismos-L. La tercera, en cambio, retoma algunas de las ideas iniciales de ese proceso de cambio y que quedaron en el camino, como las concepciones indígenas y campesinas del Vivir Bien. Es una perspectiva con similitudes a Yaku Pérez y que se asemeja a las preocupaciones de Petro en Colombia.
Bajo las condiciones actuales los progresismos-L pueden volverse más conservadores o bien buscar su renovación desde la izquierda. Si se intenta esto último, es apropiado rescatar la reflexión de José de Echave desde Perú (5), reclamando que a la justicia social se le deben agregar otras como la ambiental, la de género, o transformaciones hacia una diversificación productiva,  y ello requerirá un programa de transiciones. Sabemos que esto no es sencillo porque implica rupturas con estrategias capitalistas muy arraigadas desde el punto de vista económico y político, pero también cultural. Pero ese es justamente el desafío de una izquierda del siglo XXI. Lo novedoso es que esas dos perspectivas progresistas, la “P” y la “L”, ya no pueden ignorarse porque fueron puestas en evidencia por un líder político que llegó a una presidencia. No pueden hacer como si no existieran como ocurrió con Yaku Pérez antes o ahora con David Choquehuanca. Calificarlas como propias de izquierdas infantiles o funcionales a la derecha, como hicieron en el pasado los progresismos, ahora carece de sustento. Etiquetarlas como radicales, extremistas, peligrosas o comunistas, como repite la derecha es igualmente infundado. La nueva línea de fractura, como reconoció Petro, está entre la “política de la vida”, que por ejemplo defiende el ambiente, y la “política de la muerte” basada en los combustibles fósiles.

Notas

1. Gustavo Petro, que lidera encuestas en Colombia, busca crear frente antipetróleo, A. Jaramillo y O. Medina, Bloomberg, 14 de enero 2022. 2. Sorpresivamente, Lula da Silva dice que propuesta de Petro de detener exploración petrolera es “irreal”, Semana (Bogotá), 4 mayo 2022. 3. Contra el ambientalismo bobo, C5N, 16 marzo 2021, https://www.youtube.com/watch?v=qFK3EoSXVt8 4. ¿Cómo volvió la derecha al poder en Ecuador? Juan Cuvi, Nueva Sociedad, abril 2021, https://nuso.org/articulo/como-volvio-la-derecha-al-poder-en-ecuador/ 5. Los gobiernos progresistas ¿Un segundo momento para hacer correcciones?, J. de Echave, Otra Mirada, 6 julio 2022. *Eduardo Gudynas es investigador en el Centro Latino Americano de Ecología Social (CLAES). Una primera versión de algunas de estas ideas se publicó en el semanario Voces (Uruguay), y otras siguientes en Noticias Ser (Perú). En las redes: @EGudynas - Trabajo publicado originalmente en PlanV.
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