The War Logs –un archivo de documentos militares clasificados que abarcan seis años de la guerra de Afganistán, subidos a Internet por la organización Wikileaks– relatan la enconada lucha, cada día más encarnizada, desde la perspectiva de Estados Unidos. Para los afganos, se trata de un horror creciente.
Aunque son valiosos, The War Logs puede contribuir a alimentar la desafortunada creencia de que las guerras son un error sólo si no son exitosas –algo parecido a lo que los nazis sintieron después de Stalingrado–.
El mes pasado asistimos al bochornoso retiro del general Stanley A. McChrystal, reemplazado como comandante de las fuerzas de EEUU en Afganistán por su superior, el general David H. Petraeus.
Una consecuencia probable de ello será el relajamiento de las normas de combate, de manera que matar civiles resulte más fácil, y una prolongación de la duración de la guerra a medida que Petraeus emplee su influencia en el Congreso para lograr este resultado.
Afganistán es la principal guerra en curso del presidente Obama. La meta oficial es protegernos de Al Qaeda, una organización virtual sin base específica –una “red de redes” y una “resistencia sin líderes”, como se denomina en la literatura profesional–. Ahora, aún más que antes, Al Qaeda consiste en facciones relativamente independientes y asociadas laxamente alrededor del mundo.
La CIA calcula que puede haber entre 50 y 100 activistas de Al Qaeda en Afganistán, y nada indica que los talibanes deseen repetir el error de ofrecer refugio a Al Qaeda. Al parecer, los talibanes están bien establecidos en su vasto y arduo territorio, una gran parte de los territorios pastún.
En febrero, en el primer ejercicio de la nueva estrategia de Obama, los marines estadounidenses conquistaron Marja, un distrito menor de la provincia de Helmand, principal centro de la insurgencia. Una vez allí, según informó Richard A. Oppel Jr., de The New York Times, “Los marines se han encontrado con una identidad talibán tan dominante que parece una organización política en un pueblo de partido único, con una influencia que abarca a todos…”.
“Tenemos que reevaluar nuestra definición de la palabra enemigo”, afirma el general Larry Nicholson, comandante de la brigada expedicionaria de marines en la provincia de Helmand. “Aquí, la mayoría de la gente se identifica como talibán… Tenemos que reajustar nuestra manera de pensar de forma que no tratemos de expulsar a los talibanes de Marja, sino a los verdaderos enemigos”.
Los marines se están enfrentando a un problema que siempre ha acosado a los conquistadores, y que es muy familiar para EEUU desde Vietnam. En 1969, Douglas Pike, experto en Vietnam del Gobierno de EEUU, se lamentaba de que el enemigo –el Frente de Liberación Nacional (FLN)– “era el único partido político con una adhesión generalizada en Vietnam del Sur’’.
Según reconoció Pike, cualquier esfuerzo por competir políticamente con ese enemigo sería como afrontar un conflicto entre una sardina y una ballena. En consecuencia, debíamos superar la fuerza política del FLN recurriendo a nuestra ventaja comparativa, la violencia, con resultados terribles.
Otros se han enfrentado a problemas similares: por ejemplo, los rusos en Afganistán durante los años ochenta, cuando ganaron todas las batallas pero perdieron la guerra.
Sobre otra invasión estadounidense –Filipinas, en 1989– Bruce Cumings, historiador especializado en Asia de la Universidad de Chicago, hizo una observación aplicable hoy a la situación de Afganistán: “Cuando un marino ve que su ruta es desastrosa cambia de rumbo, pero los ejércitos imperiales hunden sus botas en arenas movedizas y siguen marchando, aunque sea en círculos, mientras los políticos adornan el libro de frases de los ideales estadounidenses”.
Después del triunfo de Marja, se esperaba que las fuerzas lideradas por EEUU atacaran la importante ciudad de Kandahar, donde, según una encuesta del ejército estadounidense, la operación militar es rechazada por el 95% de la población y cinco de cada seis consideran a los talibanes como “nuestros hermanos afganos” –una vez más, ecos de conquistas previas–. Los planes sobre Kandahar fueron postergados, en parte debido a la salida de McChristal.
Dadas estas circunstancias, no es de extrañar que las autoridades de EEUU estén preocupadas porque el apoyo popular a la guerra en Afganistán se erosione aún más.
El pasado mayo, Wikileaks dio a conocer un informe de la CIA sobre cómo mantener el apoyo de Europa a la guerra: el subtítulo decía: “Por qué contar con la apatía quizá no sea suficiente”.
Según señala dicho informe, “El perfil bajo de la misión de Afganistán ha permitido a los líderes franceses y alemanes desoír la oposición popular y aumentar gradualmente su contribución de tropas a la Fuerza de Asistencia a la Seguridad Internacional (ISAF)”. “Berlín y París se mantienen en tercer y cuarto puesto en número de tropas de la ISAF, pese a la oposición del 80% de los encuestados alemanes y franceses a mayores envíos de fuerzas”. Es necesario, en consecuencia, “disimular los mensajes” para “impedir, o al menos contener, una reacción negativa”.
Este informe debe recordarnos que los Estados tienen un enemigo interno: su propia población, que debe ser controlada cuando la política estatal encuentra oposición entre el pueblo. Las sociedades democráticas no dependen de la fuerza sino de la propaganda, manipulando el consenso mediante “una ilusión necesaria” y una “sobresimplificación emocionalmente poderosa”, por citar al filósofo favorito de Obama, Reinhold Niebuhr.
Así que la batalla para controlar al enemigo interno sigue siendo altamente pertinente. De hecho, el futuro de la guerra en Afganistán puede depender de ella.
Noam Chomsky, distribuido por The New York Times Syndicate