No hay caso. Nada parece ser suficiente para hacer entender a este gobierno que el manejo que han hecho de la crisis sanitaria que afecta al país ha sido desastroso y criminal. Los costos humanos los sigue pagando el mundo popular, la masa trabajadora. El peso de la crisis lo siguen cargando los trabajadores y trabajadoras de la salud pública con los centros de urgencia saturados y los centros hospitalarios colapsados. El gobierno, en cambio, sigue sumido en su burbuja displicente.
Los efectos de la pandemia se propagan y multiplican por los centros urbanos metropolitanos y desde estos se irradian hacia otras ciudades y pueblos. El desastre era inevitable desde que a comienzos de mayo la meseta de Mañalich se hundió aplastada por la avalancha de la realidad de nuevos casos y el gobierno persistió en su política de hacer sólo lo que ellos estimaban útil o suficiente. A mediados de mes ya las cifras se habían duplicado y el desastre se tornó incontrolable; a fines de mayo las personas contagiadas superaron los cien mil, para regocijo del presidente Piñera que había planeado llegar a esa misma cifra pero para un mes antes. Recientemente Mañalich reconoció que su estrategia estaba basada en un castillo de naipes y que la realidad social de Chile le había resultado desconocida, pero aún así, persiste en su obstinada manera de ver y hacer las cosas, sostenido por un presidente dedicado a hacer campañas mediáticas y sonreír para las cámaras. Las recomendaciones señaladas hace 10 días por más de un millar de científicos/as, epidemiólogos/as, médicos/as y profesionales afines, el gobierno las desestimó sin siquiera considerarlas. Ahora bordeamos los 140.000 contagios y las 2400 muertes.
La explicación gubernamental recurrente frente al explosivo aumento de los contagios y de las muertes ha sido culpar a la población por el desastre, responsabilizar a la ciudadanía de los errores y horrores que ellos están cometiendo. Infame maniobra que ha sido agitada con fervor publicitario por los medios empresariales de comunicación, develando la mezquina forma de actuar de ambos entes.
Las cuarentenas han sido el problema central que este gobierno nunca ha querido enfrentar de la manera correcta. Cuarentenas sanitarias son sinónimo de confinamiento de las personas, ese es el sentido que tienen para que realmente tengan utilidad epidemiológica. Pero confinamiento supone y exige de parte del Estado (de los gobiernos) aportar soluciones a los problemas reales y prácticos que significa para la población el aislamiento efectivo. Este es el asunto central que este gobierno –por consideraciones ideológicas y políticas- no quiere y no está dispuesto a resolver: hay que mantener el mercado como regulador de las relaciones económicas, de modo que el Estado no debe meterse a resolver los problemas sociales, aunque ello implique la hecatombe y una desgracia para el país. La mentada “batalla de Santiago” de Mañalich se convirtió en una disputa ideológica de la derecha con el resto del país y, afincados en el gobierno, la derecha va imponiendo sus términos. Desde el comienzo de esta pandemia se planteó la necesidad de cuarentenas con garantías sociales y desde un comienzo el gobierno ha eludido esta responsabilidad.
Esa es la causa matriz de la reticencia a establecer cuarentenas y confinamientos, medidas que el gobierno solo viene a adoptar cuando ya es demasiado tarde para los diferentes espacios urbanos y sociales, cuando ya los contagios se han salido de los rígidos márgenes que han imaginado los tecnócratas de escritorio, aquellos que establecen las exigencias teóricas para decretar una cuarentena o no hacerlo, haciendo caso omiso del desarrollo de la enfermedad en los territorios y de los reclamos de ciudadanos y autoridades locales.
Además, cuando finalmente se avienen a decretar alguna cuarentena, lo hacen con tal cantidad de subterfugios y adosándole innumerables instrumentos que faciliten el rompimiento de la medida para posibilitar que las empresas puedan seguir funcionando – cuando no-, e incitar a la población más afectada por la pobreza a salir a la calle a tratar de ganarse el sustento diario (que el Estado le niega) y de ese modo brindarle a los gobernantes un argumento para justificar la expansión de los contagios y seguir eludiendo la responsabilidad social con los habitantes. Esa es la lógica miserable que expelen las decisiones de La Moneda.
Lo mismo puede decirse del ridículo espectáculo de cambio de ministros que realizó esta semana el presidente Piñera, montando un show propio de un festival de verano, para realizar un par de intrascendentes rotaciones de asiento interministeriales que no requerían show, que perfectamente podían haberlas efectuado en privado o por medio del teletrabajo que tanto predican y, además, con el agravante de que estos cambios que hicieron no tienen nada que ver ni en nada aportan al tratamiento de la crisis que nos afecta, sino que solo atañe a las disputas internas de la derecha gobernante, a arreglines de la clase política y al enfermizo afán mediático de Piñera. Afán que volvió a reiterar el día de ayer para anunciar una flota de furgones escolares que serán destinados a transportar personas hacia las residencias sanitarias; lo de los furgones puede ser necesario pero el show estaba de sobra.
Responsabilizar a la población por el curso nefasto de la pandemia, así como cobrar por la atención de salud y hospitalaria de los contagiados, son de las acciones más bajas y ruines en que han incurrido los gobernantes. Es el Estado el llamado a aportar soluciones y respuestas, es el gobierno el indicado a adoptar las medidas adecuadas y necesarias, y esto no ha ocurrido en el país en el curso de esta crisis sanitaria y humanitaria. Por el contrario, todas las preocupaciones y acciones del gobierno han estado orientadas a beneficiar al sector empresarial y al mercado, aún aquellas medidas que en apariencia van en beneficio de la población, de una forma u otra, en letrea chica o letra grande, van orientadas a beneficiar al empresariado; un ejemplo de ello son las cajas de alimentos, que se han convertido en un macabro espectáculo de cajitas felices de empresas del retail, aventadas por sonrientes rostros en permanente campaña electoral de políticos mediocres y decadentes.
Mientras tanto, la población sigue siendo víctima del SARS-CoV-2, la pandemia se sigue diseminando y el gobierno sigue sin reaccionar adecuadamente y sin querer rectificar en los criterios de su nefasta política. Es el Estado (entiéndase, los gobiernos de turno en tanto administradores del Estado) quienes deben adoptar las acciones necesarias. Mañalich de una buena vez tiene que entender que su método pro yanqui fracasó, que es urgente mire fuera de su burbuja, abandone sus estupideces teóricas y, si no va a renunciar, que al menos atine a hacer lo que aconsejan los que saben.
La pandemia, señores del gobierno, no es solo una buena oportunidad de negocios y de lograr pingues utilidades para sus ya repletas bóvedas; la pandemia es un problema país que debe ser abordado de una manera un poquito más sensata, un poquito más humana. Se requiere urgente realizar testeos masivos, hacer la trazabilidad de los contagiados y sus vínculos, aislar, proteger, tratar, controlar la evolución, dictaminar confinamientos efectivos sin letra chica y terminar con la política de permisos masivos. Esto exige un esfuerzo del Estado, costos que el estado tiene que asumir, suministros y recursos que el estado tiene que resolver.
No es posible que las personas pobres sigan muriendo en sus casas afectadas por el virus sin conseguir el auxilio oportuno o sin recibir ninguna suerte de atención y de ayuda. No es posible justificar el actuar negligente de los estamentos de salud del estado (en especial las Seremis de Salud que han demostrado ser un lastre burocrático y un desastre social, no solo en la región Metropolitana) que se amparan en respuestas burocráticas y en engorrosos protocolos para tratar de justificar la inoperancia, la falta de auxilio, la incapacidad de brindar ayuda, soluciones, respuestas.
Los enfermos de Covid-19 deben ser buscados y detectados por el Estado, son pacientes afectados por una enfermedad, no son clientes que están postulando a un crédito bancario ni postulando a un cargo de gobierno, o solicitando un plan de salud privado, como parecen creer ciertos funcionarios (incluido Mañalich) que no cuentan a los contagiados ni cuentan a los muertos que no han cumplido con todos los requisitos que instalan como condición para ser considerados oficialmente en las cifras. Un absurdo grotesco. Pero ya el 2015, en el anterior período de Piñera presidente y Mañalich de Ministro de Salud, éste último dio muestras groseras de manipulación de cifras para dar por terminadas las listas de espera en los centros hospitalarios.
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Ahora está haciendo lo mismo; manipulando cifras por más que la realidad esté mostrando a los pobres que se mueren en sus casas, y los contagiados pululen por las ciudades sin que el ministro y el gobierno se den por aludidos de que ellos son los responsables de este desastre. Los contagiados con el virus son contagiados sean o no sean sintomáticos, les hayan realizado o no el test de PCR o el examen que se necesite; están contagiados y propalan el virus si no se les busca, si no se les encuentra, si no se les aísla, si no les confina. Cualquiera sea la condición, son contagiados y hay que contarlos. Y se mueren si no reciben atención médica adecuada y oportuna. Todas las personas que fallecieron por coronavirus son muertos por la enfermedad, sin importar si el señor Mañalich se enteró o no de que estaban enfermos, o si tal o cual funcionario llenó o no el formulario que acreditara tal condición, o si el resultado del examen llegó antes o después del deceso.
Solo ahora el gobierno se aviene a reconocer la existencia de centenas de muertes que no estaban siendo contabilizadas, por más que a fines de abril ya habían sido denunciadas estas inconsistencias en las estadísticas; denuncia que se había reiterado a fines de mayo. La presión de estas denuncias y los datos oficiales del Registro Civil –los duros y fríos hechos- obligan a Mañalich y al gobierno a reconocer la existencia de, por lo menos, más de 650 muertes que no habían sido contabilizadas.
Siempre ha habido que presionar y presionar para que estos gobernantes traten de hacer lo adecuado y lo correcto. Seguramente en algún momento los señores del gobierno se dignarán a corregir las cifras, transparentar información y aportar los datos, es deseable lo hagan antes de que sea inútil o demasiado tarde. Sincerar las cifras es parte de lo necesario para tener un diagnóstico adecuado del problema para, desde allí, empezar a solucionarlo. La solución no es omitir las cifras, ocultar los datos, o salirse de la OMS; de modo que llegó la hora de que los ocupantes de La Moneda dejen de seguir los métodos de los delirantes Trump y Bolsonaro y se atengan a buscar soluciones al problema que ellos mismos han creado y amplificado producto de su impudicia.
El mismo absurdo de tratar como clientes y no como pacientes a los ciudadanos enfermos, se presenta para el uso de las llamadas residencias sanitarias. Los requisitos o protocolos para acceder a un espacio en estos recintos son tan ridículos que sirven para graficar que la distancia física y social de las autoridades con la realidad es de tal magnitud que no entienden el significado de estar enfermo en un barrio popular o en una comuna del Chile real. Formas de postulación, exigencias, métodos de inscripción, una completa estupidez, en circunstancias que debiese ser el Estado el que estuviese testeando, rastreando, detectando, y destinado personas para sobrellevar la cuarentena en estas residencias. El mundo al revés. El resultado es que la población pobre vive y sufre la enfermedad en precarias condiciones habitacionales y de urbanidad, y allí muchos encuentran la muerte sin siquiera haberse enterado de las mentadas residencias; menos posibilidades existen de que los pobres y marginales se vayan a enterar de las páginas web disponibles del minsal, de los teléfonos, de los formularios, de los requisitos, de los seremis y todas la parafernalia burocrática para acceder a las residencias y con la que hacen gárgaras ciertos funcionarios. Y luego de la tragedia, tampoco el estado presta auxilio digno y oportuno para sepultar a las personas fallecidas. Un asco de autoridades.
La equivocada percepción de la realidad que han tenido y tienen el presidente Piñera y el ministro Mañalich, se refleja en el simple hecho de que hasta hace unas semanas atrás estos dos tiranuelos se vanagloriaban de que Chile estaba siendo observado y tomado como ejemplo y referencia por otros países del mundo por lo bien que estaban manejando la pandemia. Tal como el oasis, el “ejemplo chileno” no fue más que otro espejismo de Piñera.
La pandemia real que afecta a Chile es peor que el virus. La verdadera pandemia de nuestro país es la miseria, las desigualdades, las segregaciones, la explotación y el abuso. El verdadero virus que contamina y destruye a nuestro pueblo es este gobierno y este sistema nefasto y decadente. Tampoco va a pasar de que, de pronto, este gobierno mute –al decir de Mañalich- “y se convierta en buena persona”, el tratamiento adecuado para este tipo de plagas la población chilena lo sabe y conoce de sobra, solo que la pandemia ha interrumpido el proceso y dilatado los plazos, pero este gobierno está forzando los hechos y apurando un desenlace.
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