El asesinato por efectivos de carabineros de un joven artista callejero en la ciudad de Panguipulli volvió a dejar de manifiesto la necesidad urgente de poner término a la existencia formal de esta institución policial signada por la corrupción de sus mandos superiores que, paulatinamente, fue derivando hacia una organización criminógena y, por añadidura, militarizada al servicio del poder dominante. Este nuevo crimen policial es solo una marca más en el extenso prontuario criminal de un organismo seudo policial que la ciudadanía ya no tiene porqué seguir tolerando y exige su disolución. Asistimos a la decadencia y descomposición total de Carabineros de Chile, es el tiempo de su ocaso definitivo y la hora de fundar una nueva policía nacional.
El Estado chileno y las policías no tienen ningún respeto hacia el artista callejero, no hay respeto ante el trabajo digno, no hay respeto para el pueblo pobre, no hay respeto a los derechos humanos y la dignidad de las personas. El pueblo no necesita de ningún cuerpo policial dedicado a matar a sus habitantes, destinado a reprimir a la ciudadanía trabajadora, pobre, carenciada, a los considerados débiles en la terrible escala de valores de este sistema esclavizante. La decadencia de carabineros es tal que la doctrina represiva y la conducta criminógena se ha impregnado hasta en los más sencillos “pacos de pueblo” que ahora no vacilan en esgrimir sus armas contra el desarmado o el desvalido.
[caption id="attachment_83831" align="alignnone" width="700"] Imagen de A UNO | Obtenido de El Mostrador[/caption]
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El artero crimen de Panguipulli provocó la repulsa de la población que reaccionó airada por este nuevo atropello y abuso de poder que vuelve a costar la vida de un chileno de pueblo que trataba de ganarse la vida de manera pacífica haciendo arte en las calles. Su arsenal estaba compuesto por artefactos de utilería, pero en la endeble lógica policial representaba un objetivo propicio para desatar un procedimiento exitoso. El despreciable hecho ocurrió en pleno centro de la sureña ciudad, a plena luz del día, ante decenas de testigos, y sin que mediara ninguna situación que requiriera la intervención policial, ni ninguna necesidad operativa que ameritara tal desenlace.
No había razón ni justificación alguna para un uso ilegítimo y desproporcionado de la fuerza. Ilegítimo porque un control policial en esas condiciones operativas no debiera hacerse sobre la base de la prepotencia y de la agresión sobre los ciudadanos interpelados. Desproporcionado porque no existió razón, ni condición ni fundamento alguno para esgrimir armas de fuego y comenzar a disparar sobre un ciudadano que no representaba peligro alguno para la integridad de ninguno de los funcionarios integrantes de la patrulla. No se trata de una cuestión de protocolos, sino de una doctrina de prepotencia que se ha impregnado hasta la médula en cada policía de nuestro país.
Este hecho se convierte en una lamentable muestra gráfica de abuso de poder y de opresión originados por la grosera Ley 20.931, o Ley de control de identidad, impuesta el año 2016, con la algarabía de la derecha, por el gobierno concertacionista de turno. Este engendro legal fue creado para ampliar los ámbitos y poderes represores de las policías sobre la población común, aunque se justificó con la falacia que era para controlar la delincuencia. ¡Vaya cómo la han controlado! Ojalá carabineros y las policías tuvieran el mismo celo y premura que muestran contra la población trabajadora y el pueblo pobre, cuando se trata de reprimir a delincuentes de cuello y corbata o a delincuentes armados y violentos.
No solo eso sino que luego de cometido el asesinato, los policías se retiraron del lugar, sin prestar auxilio a la víctima, sin prestar ayuda ni facilitar la acción de los ciudadanos civiles que sí trataron de auxiliar a la víctima; sin llamar a los servicios de emergencia para que concurrieran al lugar del hecho. Decadencia moral absoluta. Todo mal. Por lo mismo es que las declaraciones e intervenciones inmediatas y posteriores de los mandos policiales y de las autoridades políticas constituyen una afrenta hacia la ciudadanía, una aberrante desvergüenza.
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Un teniente coronel de carabineros, superior directo del policía homicida y de la patrulla involucrada, pretendió justificar el delito con argumentos falaces y palabrería arrogante que ensucian más la turbiedad de su decadente institución. Despreciable. Tan despreciable como las declaraciones del Alcalde de Panguipulli que, ante la comisión del crimen y el repudio social que generó, sólo clamaba por restablecer el orden público en la ciudad, haciendo omisión del asesinato de un joven en el corazón de la comuna; con justa indignación la ciudadanía respondió quemando el edificio donde funcionaba la municipalidad local.
Más indignante resulta conocer las declaraciones e intervenciones de las autoridades de gobierno, tanto regional como nacional, que se convierten en verdaderas diatribas de provocación pues parecen más empeñados en enaltecer al denigrante cuerpo de carabineros y a sus turbios mandos, que de reconocer el daño causado y de querer investigar el delito cometido. Esos mismos personeros ocupantes de posiciones de poder en La Moneda, en ministerios y en intendencias, arman alharacas de proporciones ante cualquier acto delictivo de rateros comunes, pero ante el asesinato cometido por uno de sus empleados solo hacen gárgaras y humareda.
El gobierno no solo debió instruir una investigación judicial inmediata y oportuna, sino que debió exigir la renuncia del General Director de Carabineros, Ricardo Yáñez, que no ha sido capaz de cambiar un ápice el comportamiento criminógeno de sus subordinados respecto de la triste estela de delitos que dejó tras sí su antecesor, el inexorable Mario Rozas.
Por el contrario, deliberadamente el gobierno ignora que bajo su gestión un funcionario del Estado acaba de matar impunemente a una persona en un hecho criminal sin dobles lecturas, que no admite dobles lecturas. Pero, para conservar intacta la utilidad represiva de una institución servil, se aferran a la necesidad enfermiza de justificar lo injustificable, de desviar la atención del hecho esencial, de proteger a criminales y a sus ineptos y corruptos mandos.
Es el momento de asumir que el país necesita dotarse de un nuevo sistema policial, que no solo ponga fin a la actual policía uniformada y cree una nueva, sino que esencialmente llegue a cambiar la composición y formación de sus integrantes, la doctrina interna, los reglamentos y regulación de sus promociones, el carácter, la razón de ser, los objetivos, los principios y valores que deben hacer del cuerpo policial una institución al servicio de la comunidad, al servicio de la población, y no en contra de ella.
La continuidad de Carabineros no pueda seguirse tolerando y su disolución es una urgencia para la sanidad social del país. El sentirse protegidos y azuzados por gobernantes inescrupulosos y mandos corruptos, ha llevado a que se instale la lógica de gatillo fácil, de disparar y matar sin hacerse mayores aprensiones, de reprimir a mansalva, de convertir el uso desmedido y desproporcionado de la fuerza en la forma común de actuación y de relación con la comunidad. Este modelo de ejercicio policial tiene que terminar de una buena vez pues ya está siendo emulado con similares desmadres por la PDI, el otro cuerpo policial que está clamando por reformas profundas.
El rol de represor de las luchas sociales de los trabajadores y trabajadoras, el papel de represor de las luchas de los pueblos, el rol de protector de los poderosos, el rol de cuerpo militarizado puesto en guerra contra los pueblos originarios o contra las mayorías movilizadas, debe desecharse de una vez y para siempre. Ya basta de una policía bastarda y criminógena, brutal y alienada contra los humildes, contra los pobres. Eso tampoco es casual en esta institución cuyo personal a contrata en las tareas de orden y seguridad han sido transformados en serviles lacayos de los cuicos y poderosos.
Al pueblo humilde lo reprimen, apresan, torturan, disparan y matan, como si fuesen verdugos de su propio pueblo; en cambio, al cuiquerío y a las patotas de ultraderecha les brindan protección y se desgastan haciendo genuflexiones, como ha sido evidente durante los últimos meses, en plena pandemia, en donde hemos visto sobradas muestras de este comportamiento bastardo. Ya es suficiente de que el Estado esté financiando a grupos policiales que actúan como lacayos de los cuicos y sirvientes de los dueños del poder.
Igual de despreciable ha sido el rol de los medios de comunicación empresariales frente a este crimen y sus consecuencias. Aumentan la indignación popular con la manera sucia y retorcida en que manipulan la información y tergiversan los hechos. Algunos (cada cual hace más méritos de repugnancia) han hablado de que “se produjo un enfrentamiento”, otros de “confuso incidente”, “una persona fallecida”, “un hecho que causa controversia”. Cualquier fatuidad es útil para estos medios carentes de aprecio o respeto por la vida de los ciudadanos comunes, carentes de ética periodística y de decencia profesional, cuyas prácticas se asemejan a lo ocurrido en la época de la dictadura en donde la descomposición moral y profesional de la prensa y los medios fueron parte importante de aquella tragedia.
Estas empresas son parte inherentes de este sistema perverso; los profesionales que allí laboran son cómplices (voluntarios o involuntarios) de la inmoralidad de sus amos, pero eso no los exime de responsabilidad (por acción o por omisión) en la negación de la verdad.
La población chilena necesita corregir esta inequidades estructurales y todas aquellas que se han plasmado desde el impulso del Estallido Social, pero hechos como el ocurrido en Panguipulli y los deplorables comentarios e intervenciones de las autoridades y componentes de la clase política obligan a tener presente que son estos individuos e individuas los responsables de estas inequidades.
Estos actores de la actual clase política no tienen la disposición ni la decencia necesaria para cambiar nada de todo lo que necesita cambiar, menos aún tratándose de personas que asisten al ocaso de sus propias carreras políticas, como lo demuestran sus actuaciones y desempeño del último tiempo. Está en manos de la ciudadanía comenzar a dar los pasos necesarios para poner término a estas injusticias e iniciar el camino de los cambios profundos, entre los que se requiere con urgencia el poner fin a la actual institución de Carabineros y dar forma a una nueva policía nacional.
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