Dos años después de que los levantamientos árabes alimentaran una ola de protestas y ocupaciones en todo el mundo, las manifestaciones de masas han vuelto a su crisol en Egipto. Tal como millones de personas desafiaron la brutal represión en 2011 para derrocar al dictador Hosni Mubarak respaldado por Occidente, millones han salido ahora a las calles de ciudades egipcias para exigir la salida del primer presidente libremente elegido del país, Mohamed Morsi.
Como en 2011, la oposición es una alianza de izquierdas y derechas dominada por la clase media. Pero esta vez los islamistas están al otro lado mientras partidarios del régimen de Mubarak están involucrados. La policía, que golpeó y mató a los manifestantes hace dos años, este año se mantuvo lejos mientras los manifestantes incendiaban oficinas de la Hermandad Musulmana de Morsi. Y el ejército, que respaldó a la dictadura hasta el último momento antes de formar una junta en 2011, ha apoyado con todas sus fuerzas a la oposición.
Sea si su ultimátum al presidente se convierte en un golpe hecho y derecho o en un cambio administrado del gobierno, el ejército –espléndidamente financiado y entrenado por el gobierno de EE.UU. y con el control de amplios intereses comerciales– ha vuelto a tomar las riendas. Y muchos autoproclamados revolucionarios que antes denunciaron a Morsi por rendir pleitesía a los militares ahora los están vitoreando. Sobre la base de la experiencia del pasado, llegarán a lamentarlo.
Por supuesto, a los manifestantes no les faltan motivos de queja contra el gobierno de un año de Morsi: desde el estado calamitoso de la economía, la islamización constitucional y las tomas de poder institucional hasta el hecho de que no haya roto con las políticas neoliberales de Mubarak y su apaciguamiento del poder estadounidense e israelí.
Pero la realidad es que, por muy incompetente que haya sido la administración de Morsi, muchos controles cruciales del poder –desde aparato judicial y la policía hasta las fuerzas armadas y los medios– siguen estando efectivamente en manos de las elites del antiguo régimen. Ven abiertamente a los Hermanos Musulmanes como intrusos entrometidos, cuyos dirigentes deberían volver a prisión lo más pronto posible.
No obstante, esta es la gente que ahora está aliada con fuerzas de la oposición que realmnente quieren ver que la revolución egipcia se lleva por lo menos a una conclusión democrática. Si Morsi y la Hermandad Musulmana son despojados del poder, cuesta imaginar que gente semejante rompa con la ortodoxia neoliberal o reafirme la independencia nacional, como lo desea la mayoría de los egipcios. En su lugar, lo más probable es que los islamistas, también con apoyo masivo, se resistirán que a se les niegue su mandato democrático, arrojando a Egipto a un conflicto más grave.
La última erupción en Egipto tuvo lugar inmediatamente después de protestas masivas en Turquía y Brasil (así como una agitación en menor escala en Bulgaria e Indonesia). Ninguna ha reflejado la lucha generalizada por el poder en Egipto, incluso si algunos manifestantes en Turquía exigieron la partida del primer ministro Recep Tayyip Erdoğan. Pero hay ecos significativos que destacan tanto el poder como la debilidad de semejantes manifestaciones relámpago de cólera popular.
En el caso de Turquía, lo que comenzó con una protesta contra la remodelación del Parque Gezi de Estambul se convirtió rápidamente en manifestaciones masivas contra el gobierno islamista cada vez más enérgico. Unió a nacionalistas turcos y kurdos, liberales e izquierdistas, socialistas y partidarios del libre mercado. La amplitud fue una fuerza, pero la naturaleza dispar de las demandas de los manifestantes probablemente debilitará su impacto político.
En Brasil, las manifestaciones masivas contra el aumento de los precios del transporte público se convirtieron en protestas más amplias contra malos servicios públicos y el coste exorbitante de la Copa del Mundo del próximo año. Como en Turquía y Egipto, jóvenes de clase media y despolitizados estuvieron a la vanguardia, y se desalentó la participación de partidos políticos, mientras grupos y medios derechistas trataban de distraer de los objetivos de la desigualdad a recortes de impuestos y la corrupción.
El gobierno de centro izquierda de Brasil ha sacado a millones de personas de la pobreza y las manifestaciones han sido impulsadas por crecientes expectativas. Pero a diferencia de otros sitios de Latinoamérica, el gobierno de Lula nunca rompió con la ortodoxia neoliberal o atacó los intereses de la elite acaudalada. Su sucesora Dilma Rousseff –quien respondió a las protestas prometiendo inmensas inversiones en transporte, salud y educación y un plebiscito sobre la reforma política– ahora tiene una posibilidad de cambiar esa situación.
A pesar de sus diferencias, los tres movimientos tienen impresionantes características comunes. Combinan grupos políticos ampliamente divergentes y demandas contradictorias, junto con los despolitizados, y carecen de una base organizativa coherente. Eso puede ser una ventaja para campañas de un solo tema, pero puede conducir a una superficialidad de poca duración si los objetivos son más ambiciosos, lo que se puede decir que ha sido la suerte del movimiento Ocupa.
Todos ellos, por cierto, han sido fuertemente influenciados y conformados por los medios sociales y las redes espontáneas que fomentan. Pero hay muchos precedentes históricos de semejantes protestas de poder popular, e importantes lecciones de por qué con frecuencia se desbaratan o conducen a resultados muy diferentes de los esperados por sus protagonistas.
Los precedentes más obvios son las revoluciones europeas de 1848, que también fueron dirigidas por reformadores de clase media y que ofrecieron la promesa de una primavera democrática, pero prácticamente colapsaron en un año. El tumultuoso levantamiento de París de 1968 fue seguido de una victoria electoral de la derecha francesa. Los que marcharon por el socialismo democrático en Berlín Este en 1989 llevaron a privatización y al desempleo masivo. Las revoluciones de colores de la última década patrocinadas por Occidente utilizaron a los manifestantes para la escenificación de la transferencia del poder a oligarcas y elites favorecidas. Los movimientos de los indignados contra la austeridad en España fueron impotentes para impedir la vuelta de la derecha y una caída en una austeridad aún más profunda.
En la era del neoliberalismo, cuando la elite gobernante ha vaciado la democracia y asegura que no importa a quién votas, el resultado es el mismo, tienden a prosperar movimientos de protesta políticamente incipientes. Tienen fuerzas cruciales: pueden cambiar estados de ánimo, desechar políticas y derrocar gobiernos. Pero sin una organización con raíces sociales y objetivos políticos claros pueden destellar y fracasar o ser vulnerables a secuestros o desviaciones por parte de fuerzas más arraigadas y poderosas.
Lo mismo vale para revoluciones, y es lo que parece que ocurre en Egipto. Muchos activistas consideran que los partidos y movimientos políticos tradicionales son superfluos en la era de Internet. Pero ese es un argumento para nuevas formas de organización política y social. Sin ella, las elites conservarán el control, por espectaculares que sean las protestas.
• Twitter: @SeumasMilne
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Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens