[resumen.cl] La tarde de este viernes se hizo notar por un inusitado despliegue de fuerzas represoras en los lugares habituales de manifestación social. El delirio bélico de los ocupantes de palacio los lleva a concebir ridículas formas de desplazar a la población de los espacios públicos, de la calle, en un afán enfermizo por impedir el derecho a manifestarse, de coartar la libertad de expresión.
Particularmente estúpida resultaba ser la ocupación de la Plaza de la Dignidad (ex Plaza Italia), que ha sido el territorio símbolo de las expresiones populares a lo largo de estos más de dos meses de movilización social. Allí, en algún momento se han congregado millones de manifestantes, en otros momentos solo unas decenas, pero para quienes se manifiestan en Santiago ha sido el espacio de expresión social colectiva y de lucha cotidiana más representativo. Ese lugar simbólico, el gobierno, a través de la figura titiritesca del Intendente de la Región Metropolita, quiso arrebatárselo al pueblo movilizado. El despliegue de medios, efectivos y recursos policiales para realizar la ocupación territorial incluyó decenas de autos patrullas, furgones policiales, micros de fuerzas especiales, motos de los grupos motorizados policiales, caballería, vallas papales, además de los habituales carros lanza aguas, zorrillos, y cientos de efectivos de fuerzas especiales. A esta demostración de fuerzas, sumaron a cientos de carabineros con la sola finalidad de ocupar física y numéricamente la plaza y sus alrededores; estos últimos carabineros no se sabe bien si eran unidades de las escuelas de formación de tropa o de suboficiales, o efectivos que trajeron de pueblos remotos, o efectivos que sacaron de sus puestos de labores administrativas, pero no pasaban de ser simples carabineros, para diferenciarlos de los habituales pacos con apellido de las unidades represivas; la cuestión era demostrar fuerza y ocupar el territorio. Todo un soberano ridículo porque la plaza fue recuperada por los manifestantes pese a la brutal represión y los lastimosos daños sufridos por algunos de los partícipes en la movilización.
La puesta en escena del gobierno solo podía significar la voluntad política de incrementar la represión como respuesta a la movilización social. En los hechos, el actuar de las fuerzas policiales represivas en los últimos días ha sido particularmente intensivo, brutal, y sin respetar ninguno de los supuestos y manidos protocolos de actuación de la fuerza pública. La violencia con que acometieron contra manifestantes en el entorno de Plaza de la Dignidad llegó a extremos inusitados y criminales que todo el mundo pudo apreciar. Esto no puede ser aceptado impunemente.
La clase política esta semana que termina acaba de tirarle un salvataje a la figura presidencial de Piñera al no dar curso a la acusación constitucional que se había presentado en su contra por las graves violaciones a los derechos humanos que se han cometido en el país en el curso de estos dos meses de movilización; le salvaron el cargo al gobernante pero éste agradece y responde a su salvataje con un incremento de la fuerza y magnitud de la represión. Independiente de lo que ocupe o no ocupe la atención de la mayor parte de esa descompuesta clase política del parlamento, lo cierto es que los gravísimos hechos cometidos por las fuerzas policiales ayer y en los días previos no pueden seguir siendo mirados de soslayo, no pueden seguir siendo objeto de total impunidad. Aparte de la denuncia que las personas y organizaciones afectadas puedan ejercer en los tribunales de justicia, es imperativo exigir la renuncia del general director de carabineros, Mario Rozas Córdova, pues su gestión ha sido una constante vulneración de derechos fundamentales de los manifestantes, una constante de mentiras y encubrimiento de las atrocidades que cometen las unidades a su mando. Pero también debe renunciar el director general de la PDI, Héctor Espinosa Valenzuela, y en particular de los ministros responsables políticos de estos atropellos: el señor Gonzalo Blumel de Interior, bajo cuya dependencia actúan los descontrolados cuerpos policiales, el señor Hernán Larraín Fernández de Justicia y Derechos Humanos (¡vaya ironía!), el señor Alberto Espina Otero de Defensa Nacional, es hora que se vayan pues sus funciones solo acarrean represión, impunidad y atropellos flagrantes de los derechos de las personas de un país llamado Chile (no de ningún otro del continente, o del mundo, como acostumbran apuntar en sus gárgaras, sino del nuestro). El propio Piñera continúa en su cargo solo por la complacencia de sus pares de la clase política, el “partido del poder” que sale a defender el stablischment como recurso para la continuidad de sus propios privilegios.
Los derechos humanos para Piñera y su gobierno no son más que una gárgara que sirve para atacar a gobiernos extranjeros anti imperialistas, pero que cuando se trata del propio país no vacila en agredir, violentar, torturar, mutilar, asesinar al pueblo. La vieja costumbre derechista de ver la paja en el ojo ajeno y no ver la viga en el propio.
Es más, el uso y actuación de la PDI escapa a toda norma legal y respeto de las atribuciones que dicho organismo tiene; el gobierno ha convertido a la PDI en una policía política al servicio de la voluntad del gobernante. Unidades de la PDI se han ocupado de atacar a manifestantes y pobladores con material bélico que incluye el uso de balines y perdigones, en Valparaíso y Concepción, entre otros lugares han aparecido reprimiendo con especial entusiasmo, en un sucio afán de suplantar a los cuestionados carabineros en el uso de estos elementos. El director de la PDI, con total descaro, se ha prestado gustoso para poner a su institución a cumplir funciones de represión de la población como si se tratara de los perversos tiempos de la dictadura militar. La función de la PDI es realizar investigaciones policiales por mandato de los tribunales y del ministerio público, pero de nuevo está siendo usada como sirviente del poder político.
Todo este actuar represivo parece inscribirse en la lógica de guerra que rige el discurso de Piñera y sus sirvientes de Palacio. Pero, a su vez, este frenesí represivo, esta demencia bélica del gobierno, se inscribe en la necesidad de Piñera, de la UDI, de la facción conservadora en el poder, y de los poderosos empresarios de este país, de frenar cualquier posibilidad de que ocurran los cambios profundos que Chile reclama, que la población exige, que la ciudadanía demanda, que el pueblo movilizado requiere y se ha propuesto lograr.
El entramado político legal que comenzó a imponerse el 15 de noviembre con el acuerdo de la clase política, para el pueblo movilizado es del todo insatisfactorio e insuficiente, pues no representa los intereses populares y la voluntad de la ciudadanía. Sin embargo, para los gobernantes ya significan un descalabro que no están dispuestos a aceptar y por ello intentan bloquear e impedir el avance de este maniatado proceso constituyente. El referido acuerdo, en donde se avienen a iniciar este proceso, tiene tantas trabas, cortapisas, restricciones, que parece haber sido hecho o concebido por el mismo autor de la odiosa constitución que el pueblo chileno decidió que había que cambiar, dejar de usarla, botarla. Aún estos tímidos, limitados y tramposos acuerdos establecidos por la clase política producto de la presión social, resultan terribles para la derecha conservadora y los poderes fácticos.
De allí que la derecha esté forzando un camino de violencia y de fuerza porque siguen apostando a que tienen de su lado la fuerza principal, la fuerza militar armada que resulta determinante en la definición de los conflictos sociales. La fuerza policial y las fuerzas militares, siguen siendo patrimonio de la oligarquía dominante, de la derecha gobernante, de los poderes económicos, como lo ha demostrado en esta coyuntura específica, en particular, la PDI. De esta categoría de rehén de la derecha que tienen los cuerpos militares y armados es que la UDI y Piñera están haciendo un abuso que va más allá de lo políticamente aceptable y se inscribe en los cánones propios de comportamiento del mundo mafioso y delictual. Esto es la decadencia absoluta del ejercicio de la política en estados supuestamente democráticos. Quieren o necesitan forzar una reacción violenta de parte del pueblo para encubrir o justificar el cierre del maniatado proceso constituyente.
Para Piñera y la UDI, para la coalición gobernante y gran parte de clase política resulta más beneficioso llegar a un estadio de confrontación de violencia extrema en donde puedan apoyarse en sus instituciones militares para aplacar y derrotar (una vez más) al pueblo movilizado. El intrincado camino de derrotar la movilización social por la vía de las componendas tramposas, del contubernio de los acuerdos de paz, de abrirse a un forzado proceso constituyente, no resultó tan fácil de imponer a una ciudadanía que no solo se resiste a abandonar la calle, a abandonar la movilización, a renunciar a sus derechos, sino que por el contrario, sigue dando pelea todos los días, sigue demandando democracia, sigue reclamando dignidad.
Es la propia lucha y movilización social la que ha ido exigiendo modificaciones a lo acordado por los políticos; a regañadientes y a contrapelo, ciertos sectores de la clase política han intentando avenirse a incorporar las exigencias ciudadanas, pero cada vez que intentan algún avance, este es bloqueado por el núcleo piñerista-udi. Entonces parece un cuento de nunca acabar.
Lo cierto es que el asunto es política y democráticamente mucho más simple y fácil de resolver: convocar a una Asamblea Constituyente democrática, soberana, participativa, integradora, en donde se permita que los ciudadanos decidan qué constitución, qué democracia, qué país queremos. Es tan simple como eso. Pero a los gobernantes y poderosos le provoca pavor esa posibilidad, ese ejercicio democrático no está dentro de sus cálculos y posibilidades. Por eso se niegan a aceptar una asamblea de verdad y tratan de imponer una convención que es solo “conveniente” para ellos mismos; por eso se niegan a aceptar una asamblea soberana en donde el ejercicio de la soberanía, valga la redundancia, radique efectivamente en el pueblo chileno; por eso se niegan a aceptar la paridad de género, la participación de jóvenes hasta 14 años (a los que si dictaminan que tienen discernimiento y pueden ser procesados y condenados, pero les niegan discernimiento para decidir sobre su propio futuro), la participación equitativa y garantizada para los pueblos originarios, la participación legítima de los chilenos en el exterior, la participación de las minorías. Todo lo que implique participación lo intentan restringir, neutralizar, bloquear. Por lo mismo es que tratan de imponer un método injusto de generación de delegados para la instancia constituyente y limitar el número de integrantes a una cifra acomodaticia a sus propios intereses, como lo son el actual método y el número de elección de diputados. Injusto e inaceptable. Hasta por el simple hecho de que matemáticamente cuestiona o impide la paridad de género, pero además, pretende controlar hasta lo que los delegados pueden o no pueden hacer, como si se tratase de simples funcionarios de la actual casta en el poder.
De todo ello es que al pueblo movilizado no le queda más camino que seguir movilizándose y manifestándose en las calles. Ninguna maniobra de los gobernantes servirá para limitar el derecho a manifestarse de la ciudadanía, por muy ridícula o criminal que sean estas maniobras represivas, no surtirán efecto desmovilizador en un pueblo que ya se convenció de que el futuro está en sus manos y que la democracia se conquista en la calle.
Foto extraída de telesurtv.net