Por: Ría Ruda Las
El cruce no tenía nombre, sólo era el cruce a Empedrado, un villorrio forestal, una población callampa en el devastado mundo rural de la región del Maule.
Nace como nacen las crías no deseadas, sin planificación, concebidas inconscientemente para mano de obra barata y desechable, del vientre de la miseria forestal-patriarcal, a la sombra de un aserradero de madera, rodeado de plantaciones de pinus radiata bebiéndose el bosque nativo.
Expandiéndose por la carretera que conecta con la Costa, 24 kilómetros antes de la más antigua y orgullosa planta de celulosa del territorio dominado por el Estado $hileno, su primer dueño. La industria posteriormente es heredada por la familia Angelini, quienes exportan los “bosques para Shile” convertidos en pulpa de celulosa, materia prima para esta hoja de papel, los pañales desechables, el confort y las toallas higiénicas con asbesto, con y sin alas, en todas sus calidades, para cubrir la fuerte demanda de necesidades creadas de la sociedad actual. A cambio la celulosa genera empleos cada vez más precarios y un nauseabundo perfume post-nuclear.
El cruce proliferó como las callampas en los pinos, durante los días soleados que suceden a las lluvias de junio, con el esplendor de la Dictadura pinochetista y el Decreto 701, la bonificación del 75% y los correspondientes seguros en caso de neurosis incendiaria, seguros para los patrones, nunca para quienes les obedecen.
Los primeros pobladores del Cruce fueron hombres, provenían en su mayoría de la zona rural de Los Lagos y Los Ríos; Panguipulli, Valdivia, Lanco, Osorno y Neltume, fueron seducidos por el trabajo asalariado que ofrecía la revolución verde sin maquinaria. Se deslizaron hacia el norte, desconectándose de la tierra y sus ciclos caóticos, ignorando el sueño de guerrilla que proponía la izquierda revolucionaria para combatir al tirano y sus lacayos.
Las mujeres y las crías llegamos más tarde, éramos gente champurreada, semillas híbridas, descendientes de las violaciones de los alemanes a las mapuches, durante la ocupación de la Araucanía por el estado $hileno.
Para entonces ya había terminado la espontaneidad y los terrenos de la orilla de la carretera ya estaban loteados, y por su compra ofrecían casas, escuelas, iglesias y policías. Las casas las entregaría el “Gobierno”, a todas las personas, incluyendo a los torturados políticos y a las madres de las detenidas desaparecidas, que aún no se sabía que habían desaparecido.
La escuela y las iglesias se construyeron con premura, todas las personas debíamos ser educadas con la misma disciplina y mediocridad, uniformadas en el conocimiento y la fe, estandarizadas como las plantaciones de pinos, eliminando cualquier brote de rebeldía nativa.
Sin embargo la pérdida de salud que produce la escuela y el trabajo, sumado al miedo que promueve la iglesia y la familia, se diluían cada verano en el río rebelde, ese que se devuelve, en los piqueros que nos tirábamos desde los contornos flotantes de las piedras sumergidas, cuando nos alimentamos de sol y murra, tostando nuestras pieles como lagartijas, mimetizándonos con la naturaleza libre del lecho del río Purapel.
Resistiendo como las vertientes susurrantes de agua fría y dulce con que bebíamos la harina tostada, entre plantas de murtilla, pangales y helechos, libremente agrupadas, según sus secretas afinidades avasalladas por Angelini y sus secuaces, cada vez que se completa un ciclo mortal de “bosques para $hile” cuando llegan los hombres con sus máquinas, arrasando hasta la más mínima muestra de vida, enterrando las vertientes naturales y los renovales de hualles, camuflando la hierba de la plata que me pedía mi abuela, negándonos cualquier intento de autodeterminación.
Casi al final de la Dictadura construyeron las casas, sin alcantarillado ni agua potable, para entonces las napas ya se habían saturado de los desechos domiciliarios y forestales, dejando un sabor a mierda en la agua de los pozos, a lo cual el “Gobierno” respondió regalando agua con cloro en camiones algibe.
Como la agua era escasa y los deseos de diversión inagotables, las mujeres y las crías íbamos a lavar la ropa y las cuerpas al río, al río rebelde, ese que se devuelve, ondulando de revés, conservando su caótico y armonioso curso, tal vez huyendo de la planta de celulosa o del desvitalizado río Maule. Arrastrando en sus aguas el jabón popeye, el champú y las bendiciones cristianas de los bautizos. Todas estas costumbres son ignoradas por los dueños de la industria, quienes de la noche a la mañana intervienen el cauce del río, con sus desechos, a cambio construyen una gran cancha de fútbol, donde sólo se juega el campeonato oficial, cada fin de semana, para aliviar el trabajo forzado que exigía la revolución verde sin maquinaria en su primera etapa, donde los hombres alcoholizados, volteaban, pelaban y cargaban los troncos en los camiones, alardeando quién era más trabajador, más opresor, más macho... más explotado y obediente con el patrón, más verdugo con la compañera, más ausente con las crías.
En una segunda etapa aparecen las maquinarias y el empleo formal, el trabajo que tanto dignifica como esclaviza, no sólo a quien trabaja, sino a toda la población, activando una alarma a las 13 horas, al más puro estilo ing soc de 1984 el libro de Orwell, perfeccionado, donde no se necesita policía del pensamiento, porque los crimentales se previenen con fuertes dosis de pisco y ron cada fin de semana en la disco o el pool, donde se naturalizan los asesinatos de jóvenes con colas de chancho, de hombres celópatas matándose a hachazos y crímenes pasionales que no eran otra cosa más que femicidios. ¿Las violaciones? Aún no se revelan esas vivencias.
La alarma indica que ellos vienen caminando a casa, con sus cascos puestos y sus dedos cercenados por las máquinas del progreso, nosotras, seamos la esposa, la madre, la sobrina, la hermana o la hija debemos servirles la comida, en cuyos platos aparecen cada vez menos los digueñes, los changles, las nalcas y la murtilla, porque al igual que a las niñas el modelo forestal las extermina, empujándolas a las casas o los negocios de los ricos.
El Cruce no tenía nombre, cuando lo empezaron a llamar Villa Santa Olga, la comunidad católica se sintió muy conmovida, mientras que las decenas de iglesias evangélicas, soñaban con sacarle la cabeza a la virgen. En cada culto mientras nos ungía el pastor, pedíamos a diosito que no se nos ataque ni a nosotras, ni a nuestras hermanas en la calle o en la cama. Crecimos temerosas, como semillas híbridas sin abono químico, guachas, sin apellido, sin tierra, sin newen, sin voz, pero con voto. Un voto desinformado y ciudadano.
Sin embargo la naturaleza se completa a sí misma, en el lecho del río rebelde, ese que se devuelve, está germinando el bosque nativo, nutriéndose de las cenizas de las plantaciones forestales, viviendo el ahora, disfrutando el caos de la neurosis incendiaria que dejó en pie los muros de la policía y parte del aserradero. Transformando al Cruce en la población símbolo de los autoatentados forestales.
El incendio de la realidad consensuada aparece como una línea de fuga, una transmutación del ciclo de la muerte que impone el gobierno y las empresas que históricamente han buscado esclavizarnos, homogeneizándonos como plantaciones de pinos o eucaliptos. En nuestro interior está el germen de rebeldía, la sabiduría de nuestras ancestras, somos los renuevos del bosque nativo, no necesitamos su modelo de exterminio, ni sus botillerías clandestinas ni su show mediático.
Autogestión y autoorganización ahora. Tierra para quien la disfruta y la cuida. Fuera las forestales y su miserable industria patriarcal.