Todas las actividades y labores que hacemos en nuestra vida tienen una base espacial. Nacemos en un hospital en tal comuna, en tal región, en tal país. Vamos a la escuela que está más o menos lejos de nuestros hogares. Pasamos 10 minutos caminando para llegar al trabajo o tenemos que utilizar locomoción colectiva por una hora y media para cumplir con los horarios. Los sectores populares en la ciudad están alrededor del centro o en la periferia. Los servicios de retail, cadenas de supermercados, bancos, hoteles y el comercio de mayor poder adquisitivo como los malls, están distinguidos de los comercios tradicionales y locales como las ferias libres, mercados municipales o los persas. Todo esto, es decir, todos los espacios de nuestras vidas, ya sea en la ciudad (lo urbano), en el campo (lo rural) o en cualquier matiz que exista entre lo rural y lo urbano forman parte de un espacio que es producido por las fuerzas de la historia, construido desde nuestra cotidianidad pero también hegemonizado por el sistema económico-político vigente. En otras palabras, el espacio que vivimos a diario no es producto de una lógica neutral ni tampoco está determinada por los dioses. El espacio como lo vivimos ha cambiado tanto como el mismo ser humano. Es la posibilidad de encadenarnos pero también de liberarnos. Tal como dijo alguna vez el destacado filósofo francés Henri Lefebvre: “El espacio es pura ideología”.
Es en este sentido que el periodo actual nos preocupa: vemos como el neoliberalismo, junto a una compleja red de técnicas, ciencia, información, leyes y normas, se ha apropiado del espacio en todas las escalas. Casa, barrio, calle, ciudad, campo, región, país, mundo. Lugar, paisaje, medio ambiente, territorio. En todas partes vemos como el mismo espacio se convierte en mercancía. Las áreas naturales que son convertidas en centros de turismo para una elite como sucede en la cordillera; privatizando las playas restringiendo y controlando sus accesos; sectores rurales y comunidades mapuche devoradas por las forestales y la agroindustria, agudizando el éxodo de sus habitantes a las ciudades más grandes; las ciudades, en donde aceleradamente el valor (precio) del suelo, producto de su especulación financiera, sube cada día más, valorizando y desvalorizando cada cierto tiempo distintos lugares, favoreciendo a la industria inmobiliaria y dejando a los sectores populares y más pobres a merced de los vaivenes del mercado, expulsados a los sectores periféricos donde el suelo sea más barato. Bajo este diagnóstico, encontramos en la reproducción del espacio capitalista la fuente y base material y simbólica para reproducir (y a veces ocultar) la pobreza, la segregación urbana, la precarización de la vida en los campos, en comunidades indígenas y en las poblaciones urbanas. Hasta aquí nada nuevo. Sin embargo, quedarnos en este diagnóstico sin profundizar en sus causas actuales, nos llevaría a un actuar equívoco si lo que queremos es subvertir esta realidad.
En los últimos 40 años ha habido transformaciones profundas en todo el planeta. La internacionalización de la economía ha modificado las formas de producción a escala planetaria, pasando por encima de las necesidades locales e incluso nacionales. Hoy las distintas regiones del mundo se han ultra-especializado según las necesidades del mercado neoliberal. Por ejemplo, que en la región del BioBío se expanda sin detenerse la industria forestal es porque tiene que satisfacer a todo el mundo, al igual que las regiones de la soja en Argentina o el trigo en regiones de Uruguay. Esto genera dependencias a nivel mundial, por lo que hoy en un espacio local intervienen con mayor fuerza que antes los agentes transnacionales. No es gratuito que en Chile se hayan constituido asambleas y mesas de trabajo en las auto-denominadas “zonas de sacrificio”, como las provincias de Petorca, Huasco o Arauco, agobiadas por el uso intensivo del territorio por parte de empresas agroindustriales, mineras, energéticas y forestales. En las zonas urbanas, por otro lado, los conflictos se agudizan producto de la especulación de los valores del suelo, el aumento de la segregación urbana y los movimientos cada vez más rápidos de los flujos financieros que según sus necesidades, pueden incluso movilizar y erradicar en más de una ocasión a poblaciones completas. Se ha encarecido la vivienda, permitiendo la compra a especuladores que luego arriendan. Hoy la vivienda es una “inversión”, como las mismas inmobiliarias lo promueven. La autonomía en el capitalismo actual es cada vez más una ilusión.
Existe un sinfín de conflictos que sería agotador de enlistar. Pero la particularidad del periodo actual, junto con la aceleración de los flujos financieros, es que las grandes corporaciones nacionales y transnacionales, junto con instituciones afines (en su mayoría financiada por las mismas empresas) son quienes promueven políticas disfrazadas de públicas pero que finalmente responden a sus necesidades privadas. Es así como grandes consorcios mineros, forestales, agroindustriales, inmobiliarios, promueven que el Estado subsidie o financie parte o totalidad de requerimientos de infraestructuras como carreteras o puertos, o que promulgue leyes y normas que los beneficien, como las concesiones mineras y el código de aguas que son gratuitas y a perpetuidad, o el decreto de ley 701 que subsidia la mitad de las grandes plantaciones forestales. Es así como los intereses especulativos en la ciudad tienen gran injerencia en la confección de los planos reguladores comunales, inter-comunales o metropolitanos, flexibilizando las reglas, permitiendo que el movimiento inmobiliario se expanda bajo una necesidad artificial. Permitiendo que se puedan realizar algunos usos de suelo y negando otros.
Un ejemplo de esto ocurre en el Concepción post-terremoto, donde tras la emergencia, se dio rienda suelta a la construcción de edificios en altura de departamentos o de oficinas, se flexibilizó la inversión de tiendas de retail como los malls, aludiendo a una “necesaria” reactivación de la región cuando en rigor es una reactivación de inversiones privadas. Mientras tanto, se ejecuta una política de erradicación de las poblaciones “vulnerables” que viven cerca del centro histórico. Conocido es el caso de la población Aurora de Chile que tras el terremoto ha sido asediada por medios de comunicación, empresas y el mismo Estado para sacar a sus habitantes y ejecutar una serie de proyectos de “renovación urbana”, dando nuevos espacios para la especulación.
Estas formas ideológicas de producir el espacio por parte de las grandes empresas transnacionales en conjunto con una serie de instituciones asociadas es lo que el geógrafo brasileño Milton Santos denominó como “territorios corporativos”. Es decir, el territorio estaría siendo usado privilegiadamente para los intereses privados empresariales. Desde las grandes zonas agroindustriales en la comuna de La Ligua hasta los edificios inmobiliarios del centro de Santiago. Estos intereses corporativos están defendidos desde instituciones afines como el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial o la Organización Mundial de Comercio, a escala planetaria, como también a escala nacional o local con organizaciones como la Cámara Chilena de la Construcción, de Comercio o las fundaciones que han creado las empresas mineras o energéticas. Más aún, la cientifización de las técnicas de producción del sistema neoliberal han permeado a alianzas con universidades a modo de mejorar su productividad pero también para hacer un lavado de cara y mejorar su imagen frente a las comunidades.
Estas primeras ideas de cómo se formula el capitalismo neoliberal en la producción del espacio que habitamos por supuesto que tienen una contra cara y una respuesta. Si bien, la pasividad en relación a las políticas territoriales creemos es fuerte aún, desde hace varios años que se están levantando movimientos sociales de base territorial que luchan en lo urbano y en lo rural por subvertir la mercantilización generalizada del espacio. Luchas por la vivienda, por la ciudad, por la agricultura no industrial, por la protección de los recursos naturales, por la identidad territorial de las comunidades o incluso por la autonomía territorial como lo hace el pueblo Mapuche. Sin duda que falta análisis y abarcar también las resistencias, pero por extensión, lo dejaremos para otra oportunidad. Por mientras, a seguir imaginando y reflexionando nuevas formas de entender y construir colectivamente el espacio que habitamos.
*Agradezco a Nicolás Salazar y a Camila Barraza por sus comentarios y aportes al escrito.
Ignacio Celis
Geógrafo