Se acerca otro aniversario del golpe de Estado de 1973, que también es el aniversario del heroico sacrificio del presidente Salvador Allende, que rechazó la humillación de rendirse ante la traición de las FF.AA. y Carabineros. Allende murió como ejemplo de dignidad y sentido del honor ciudadano, cualidad moral que lleva al severo cumplimiento del deber.
Allende entendía que su deber era dar un ejemplo. No someterse a la fuerza bruta, y proyectar en la historia un modelo de compromiso y lealtad con el pueblo. Esa proyección la obtuvo su muerte con plena conciencia y lucidez, como lo demostraron sus palabras finales. Allende cayó como Balmaceda, pues amó a Chile por sobre todas las cosas. A 41 años del golpe, crece la sombra victoriosa de la lección de Allende. En cambio, se hunden en el olvido y el desprecio el asesino y ladrón que secuestró el poder y los forajidos de uniforme que traicionaron su juramento de obediencia a la Constitución y las leyes.
La obra de Allende y su gobierno fue gigantesca. La nacionalización del cobre, la reforma agraria, la construcción de viviendas y obras públicas, salarios y pensiones dignos, desarrollo de la educación, la ciencia y la cultura, etc. Lo más importante, sin embargo, fue ese clima de entusiasmo e igualdad de la abrumadora mayoría de los chilenos. Solo la derecha empresarial y política -y el gobierno de EE.UU.- se oponían a los cambios. Se visualizaba el nacimiento de un nuevo país y un socialismo humanista al que se podía llegar en democracia y absoluta libertad.
La muerte de Allende abrió paso a 17 años de terrorismo de Estado. El régimen impuso el neoliberalismo, que era el objetivo estratégico de la oligarquía y del imperialismo. Pinochet, sus generales y almirantes se enriquecieron robando, las organizaciones sociales fueron desarticuladas, la educación y la cultura sufrieron profundo daño por la discriminación y pérdida de calidad. El derecho a la salud se convirtió en un negocio y la previsión social, en condena a la miseria para ancianos y enfermos. La explotación del trabajador aumentó y las utilidades de las grandes empresas nacionales y extranjeras crecieron de manera escandalosa. Los resultados están a la vista. La inquietud social y el malestar ciudadano se hacen sentir en diversos ámbitos, desde la abstención en las elecciones hasta el desprecio por la política, los partidos y el Parlamento. La polarización social no deja de crecer como fruto de una experiencia traumática que no varió con los gobiernos post dictadura. Se ha abierto una brecha enorme entre los problemas reales del pueblo y el quehacer de la política asociada a los negocios. Un sector minoritario pero poderoso de la sociedad, sigue mandando y no deja que las cosas cambien. Solo admite reformas superficiales e inocuas que no afecten su hegemonía. Esa oligarquía encuentra aliados incluso dentro de las filas del gobierno. Es una elite que recuerda con nostalgia la dictadura y no olvida que puede necesitar de nuevo a las fuerzas armadas, cuya naturaleza e ideología reaccionarias siguen intactas.
Sectores amplios de la población, guiados por los medios de comunicación oligárquicos, caen en la confusión y la ignorancia. El consumismo y egoismo han erosionado las conciencias y modelado paradigmas y símbolos mercantilizados. No es casual que en las encuestas de opinión las FF.AA., Carabineros y la policía civil aparezcan como las instituciones más confiables, mientras la política, los partidos y el Parlamento, amén de los tribunales, sean rechazados sin atenuantes. Los chilenos aparecen como los latinoamericanos menos comprometidos con la democracia. Los gobiernos de la Concertación (ahora reciclada) son responsables del retroceso cultural e ideológico del pueblo.
Estas son realidades contra las cuales debe enfrentarse el espíritu revolucionario que aspira a reemplazar esta sociedad por una en que imperen la solidaridad y la igualdad. Pero los tiempos están cambiando favorablemente en América Latina y en el mundo. La democracia participativa es cada vez más importante como instrumento del cambio social y político. La experiencia de Allende -la vía socialista en democracia- está cada vez más vigente. La siguen hoy mandatarios como los de Venezuela, Ecuador y Bolivia que enfrentan -hasta ahora con éxito- las mismas amenazas que tuvo Allende.
En este 11 de septiembre no se trata de embellecer el pasado. Hay que aprovecharlo críticamente para proponernos construir un futuro mejor. Ni el individualismo enfermizo, ni un colectivismo extremo que aplaste al individuo son opciones. Los nuevos caminos ya se perfilan en el horizonte de la región: son las ideas de libertad, participación e igualdad las que debemos plantear en estos días de recuerdos. Será el mejor homenaje a Salvador Allende y a todos los hombres y mujeres que cayeron combatiendo a la tiranía.
Editorial de “Punto Final”, edición Nº 812, 5 de septiembre, 2014
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