El mandato popular a la Convención Constituyente

Al mismo tiempo que se cumplían dos años del inicio del Estallido Social de octubre de 2019, la Convención Constitucional daba comienzo a la etapa de contenidos de fondo de su trabajo. El aniversario del levantamiento popular estuvo marcado por masivas y múltiples manifestaciones ciudadanas que vienen a golpear la puerta y sacudir la mesa de las deliberaciones de los y las convencionales constituyentes. El pueblo le endosó a la Convención un recordatorio del mandato popular para que sus integrantes no olviden cuál es su tarea principal y, sobre todo, que no olviden la razón y la causa por la que están ahí. Las movilizaciones de hoy demuestran que el pueblo sigue alerta y activo en reclamar soluciones a las demandas profundas que dieron origen a la movilización de hace dos años, a las demandas que surgieron en el curso de la misma, y a las demandas que dejó al desnudo el deplorable actuar del gobierno y de las esferas de poder desde el Estallido y, en particular, durante el período en que el país se ha visto afectado por la pandemia del coronavirus. El Estallido Social y sus efectos políticos y sociales plantearon la urgencia de una nueva Constitución como condición inicial para el diseño un nuevo modelo de desarrollo, de un nuevo modelo económico, un nuevo ordenamiento político administrativo, nuevas formas de institucionalidad y democracia, en definitiva, el diseño de un nuevo modelo de país. El que fue diseñado por la dictadura y perfeccionado por sus sirvientes -que nos ha regido los recientes 40 años de historia- se agotó en su propia ignominia, se consumió a sí mismo en la orgía de prepotencia, de abusos, de explotación, de represión y de corrupción que llevaba implícito en su concepto y en su desarrollo. Revisa: EDITORIAL | La obcecada e inútil guerra de Piñera A los actuales poderosos dueños y administradores del país se les terminó el recreo explotador y así se los hizo saber la ciudadanía en forma categórica y reiterada. Durante décadas la población chilena estuvo haciendo reclamos y formulando exigencias que siempre fueron desoídas por el engreimiento de los detentores del poder. En diferentes momentos, desde diversos sectores, con distintas formas de manifestación, el pueblo estuvo haciendo demandas que nunca fueron ni han sido resueltas. Los poderosos desoyeron al pueblo y “no vieron venir” el Estallido Social. La inmensa y multitudinaria revuelta popular les estalló en las narices y se tomó las calles haciendo saber lo que rezaban las pancartas y murallas: “Chile despertó”. Junto con despertar, el pueblo señaló que había llegado la hora de poner término al arbitrio dictatorial y acabar con el régimen autoritario, abusivo y explotador. De allí que no está demás el recordatorio de lucha y movilización que la población ha realizado al cumplirse dos años del Estallido inicial. Las y los convencionales constituyentes tendrán que abocarse a definir cuestiones de fondo pero deben hacerlo a partir de “la hoja en blanco”. En esa hoja en blanco se redactará esta nueva constitución y debe escribirse teniendo sobre la mesa las demandas y exigencias que el pueblo hizo sentir y ha hecho saber durante todos estos años. En ese sentido cobra validez y adquiere más importancia el ejercicio de vinculación de las y los constituyentes con los pueblos, con las organizaciones sociales, con las comunidades, con las provincias, para que el proceso constituyente sea participativo, integrador y democrático. Ese ejercicio es esencial y debiese profundizarse en lo venidero. Las y los convencionales tienen la responsabilidad de cumplir el mandato popular de elaborar una nueva carta magna teniendo como norte responder a las exigencias y demandas que el pueblo chileno ha expresado en las calles y ratificado en las urnas cada vez que ha tenido ocasión de hacerlo en el curso del último año. Una de las cuestiones centrales que esa nueva Constitución debe incorporar es, precisamente, el diseño de un nuevo modelo de administración y de organización política del país, democrática e integradora, así como de garantizar la efectiva participación ciudadana en las decisiones relevantes en los diversos niveles administrativos que se dispongan. La necesidad de renovación de la política fue otra exigencia de las luchas populares pues el pueblo chileno no está dispuesto a seguir aceptando los grados de descomposición a que han llegado los actuales componentes de la clase política institucionalizada. Por lo mismo, tampoco es posible que sigan produciéndose elecciones de representantes y designaciones de autoridades carentes de una legítima representatividad. Hay que diseñar un nuevo país. Un nuevo ordenamiento político administrativo que asegure una efectiva descentralización de las funciones administrativas del Estado, así como la capacidad de decisión de las provincias, comunas y localidades según sus necesidades reales. Acabar con el excesivo y agobiante centralismo que afecta el desenvolvimiento nacional requiere un marco de ordenamiento distinto, acorde a las exigencias de los tiempos presentes y de las urgentes necesidades de los territorios. Sin duda el ordenamiento diseñado por la dictadura entre la metralla y el terror no puede seguir regulando la administración y el funcionamiento del país. El concepto de regionalización lo impuso el régimen desde julio de 1974 adecuando las funciones administrativas a las exigencias de la doctrina de seguridad nacional, de guerra interna, y de dominio del territorio y control sobre la población. Siguiendo esa lógica de enemigo interno, la distribución interna del país se asimiló a la nomenclatura del Ejército y las fuerzas armadas, de modo que hacer coincidir el mando militar de una zona con la función de autoridad política. Este engendro administrativo fue adoptado para todo el país a partir de enero de 1976; luego fue integrado a la espuria constitución del 80 y conservado por los administradores posdictadura, con la sola variación de que las autoridades políticas ya no eran generales o coroneles sino individuos designados por la presidencia de turno. Este diseño exagera el centralismo pues está supeditado a la “centralidad del mando” de la ideología militar-dictatorial con que fue concebido; de modo que, lo que ya era un mal endémico de nuestra burocracia se convirtió en un lastre que abrió cause para otros y peores males (como la corrupción y descomposición administrativa). Por ello es que se hace urgente un ordenamiento democrático, que integre las necesidades de desarrollo de los territorios, de las comunidades y poblaciones que lo habiten, y de la naturaleza y ambiente que lo caracterice; que dé cuenta de las diversas realidades humanas y de densidad de población y de los nuevos poblamientos; que asuma las cargas históricas y culturales que se representan en los diferentes territorios; que se haga cargo de las necesidades de desarrollo productivo y de las exigencias de protección del planeta, entre otras consideraciones. Otro asunto de esencial importancia que debe abordar nuestro futuro ordenamiento administrativo es darle una solución de fondo y de forma a las reivindicaciones territoriales y culturales planteadas por los pueblos originarios, particularmente las señaladas de manera reiterada y elocuente por el pueblo mapuche y el pueblo rapanui. La lógica de guerra, la represión, el autoritarismo, el centralismo dominante no pueden seguir siendo la respuesta que el Estado tenga frente a las demandas de los pueblos originarios, de manera que ahora estamos ante la posibilidad inmediata de definir una solución que se haga cargo del problema en su conjunto. De igual importancia resulta ser la definición de un nuevo sistema de participación política. Hace falta un mecanismo de participación para la elección de autoridades y representantes que sea realmente democrático y representativo. Esto es, que consagre la paridad de género en funciones electivas y designadas de la administración; que establezca un Poder Legislativo unicameral, un régimen parlamentario que garantice la representación proporcional de los pueblos originarios, de los inmigrantes y de minorías desvalidas; además, que ponga término al régimen del presidencialismo y limite la función del jefe de gobierno al estatuto de servicio público. Dotar al país de un nuevo sistema electoral de autoridades y parlamentarios supone redefinir los distritos electorales en base a criterios de relación geográfica-económica-social-cultural e histórica, dejando de lado los acomodos y componendas basados en criterios de repartija de las cuotas de poder entre los componentes de la clase política institucionalizada. De igual modo, debe limitarse la reelección de los representantes y autoridades, cualquiera ésta sea, y el uso de métodos de elección reñidos con la idea de democracia y representación, así como eliminar el cuoteo político en funciones diplomáticas. El sistema debe establecer la aplicación de plebiscitos y referéndums revocatorios según requisitos ciudadanos, así como la fijación de sueldos normales, acorde a la normativa salarial de los funcionarios públicos del país. En suma, la nueva Constitución debe reordenar al país en función de los requerimientos de la población, de la democracia, de la representación y de la participación popular. Resumen
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